Llegó de niño al Hotel de Inmigrantes y se convirtió en una gran figura del periodismo argentino unas décadas después

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Nadie puede rehacer su historia; sólo asimilarla, rumiarla con efecto retroactivo y sacar algunas conclusiones. Pero los hechos son inalterables. Los padecimientos de mi madre, que yo acrecí con infantil egoísmo en momentos decisivos de su vida, me cargaron de remordimientos. Mientras acontecieron no tuve conciencia de que también ella estaba afligida y más preocupada que yo por la decisión y responsabilidad que había asumido por ambos. O por los tres. Porque había alguien más, mientras el barco atracaba lentamente junto al muelle, a corta distancia mi padre aguardaba, agobiado e indeciso, un reencuentro plagado, también para él, de interrogantes.

Abrasha Rotenberg

Por los altavoces anunciaron que podíamos descender a tierra. Hasta ese instante, a pesar de nuestros intentos, no logramos localizar a mi padre. ¿Había venido a recibirnos? La fantasía comenzó a rondarme y nuevamente me aterré pensando que nos había abandonado.

—¿Papá sabe que viajamos en este barco? —pregunté fingiendo sólo curiosidad. Mi madre esbozó una sonrisa.

—¿Crees que se olvidó de nosotros?

—Como no lo veo…

—No te preocupes. No lo vemos porque hay mucha gente. Ya nos encontrará.

—¿Estás segura?

—Muy segura.

Noté que tenía los ojos enrojecidos y la voz frágil. De pronto, como al pasar y sin ningún vínculo con nuestro diálogo, susurró: —Me siento muy fatigada.

Luego me tomó de la mano, me la apretó con fuerza como para soldarla a su destino y me arrastró hasta la fila donde la gente hacía turno para descender. A lo lejos divisamos cómo algunos pasajeros habían tomado tierra y se dirigían al Hotel de Inmigrantes. Habíamos llegado a Buenos Aires.

Mientras el barco atracaba lentamente junto al muelle, a corta distancia mi padre aguardaba, agobiado e indeciso, un reencuentro plagado, también para él, de interrogantes

Tardamos algunas horas en cumplir con los trámites burocráticos. En el Hotel de Inmigrantes bullía un gentío ansioso por superar las barreras burocráticas que demoraban la salida. Un griterío descomunal acentuaba la incomunicación con los funcionarios que, en gran medida, desconocían los idiomas de los inmigrantes. Formulaban preguntas que los interesados no podían comprender ni contestar.

El Hotel de Inmigrantes (Foto: AGN/ Gentileza Muntref-Museo de la Inmigración)

Traspasados los controles había que identificar los equipajes, abrirlos, someterlos a revisión y despacharlos, una tarea embarazosa dificultada por el caos y el desorden. Cumplidas las engorrosas gestiones un changador se encargó de transportar los bultos hacia la única puerta de salida. Al cruzarla escuchamos el griterío, esta vez a menor distancia, de la impaciente multitud que se agolpaba tras la verja aguardando a los viajeros. Imposible distinguir o identificar a nadie. Al acercarnos, un policía abrió el portón y pudimos salir. Parecía un sueño, pero todo era muy corriente. Me costaba aceptar que ya estábamos en Buenos Aires. La multitud aguardaba inquieta y preocupada. Algunos nos hacían preguntas que no entendíamos. Además, yo estaba preocupado porque no aparecía nadie para recibirnos. A pesar de mi temor me mantuve en silencio mientras me contenía para no preguntar.

Abrasha Rotenberg de niño, junto a vecinitos

De pronto surgió un personaje entre el gentío, que, sin darnos tiempo de reconocerlo, se lanzó como un huracán sobre mi madre y comenzó a atenazarla con ambos brazos. Como me hallaba tras ella pude ver, como en un primer pla no, los brazos (y las dos manos) que ceñían su espalda y en segundo plano, pero nítidamente, un rostro desencajado que demostraba su alegría a través del llanto mientras persistía en el abrazo. No tuve dudas de quién se trataba, aunque me sentí desconcertado, ambas manos estaban intactas, sin rastro de muñones ni de mutilación. ¿Era mi padre u otra perso-na la que nos recibía? La cara se asemejaba vagamente a las fotos, pero no sus manos. ¿Qué milagro se había producido? ¿Cómo pudo recuperarse? Un misterio que en pocos meses pude dilucidar porque se trataba de la errónea percepción de un retrato, la mano estaba parcialmente escondida y parecía mutilada, pero, según me lo explicó décadas más tarde un distinguido discípulo del doctor Freud y de Melanie Klein, “yo tuve necesidad de amputarla”. Todo se esclarece en el diván.

También me sorprendió el rostro, un rostro que se apoyaba en el cuello de mi madre y me juzgaba con ojos claros y húmedos. Creí percibir en ellos, en esos segundos que me hirieron, una dosis de rechazo y desencanto. Tuve miedo y me paralicé. No hice ningún esfuerzo por acercarme; contemplé ese reencuentro de mis padres como si se tratara de una ceremonia ajena que no me involucraba. Luego, como en cámara lenta, mi padre liberó el abrazo y, sonriente, se acercó a mí. Me produjo un escalofrío cuando, inclinándose, rodeó con ambas manos mi rostro y con labios gélidos besó mi rapada cabeza. Yo me sentía petrificado y sin ánimo para corresponder al gesto afable.

Foto familiar: Abrasha junto a sus abuelos y un tío

Mi madre nos observaba sonriente y ante mi inacción me preguntó en ruso:

—¿Por qué no besas a tu padre?

Mi padre dispuso su mejilla para que lo besara. Sentí el contacto con una piel húmeda y fría, a pesar del calor mañanero, y ligeramente perfumada. Me produjo un instintivo rechazo. Sin entusiasmo cumplí mecánicamente con la demanda de mi madre.

—¿Qué ocurre, tenemos un hijo tímido? —intentó bromear mi padre en un ucraniano plagado de incorrecciones. Recordé a mi tío Leizer que se burlaba de un amigo ignorante comentando que “escribía la palabra Noé con siete faltas de ortografía”. Instintivamente corregí la frase de mi padre.

—Se dice de este modo —sentencié petulante. Mi madre intervino de inmediato.

—Tienes un hijo sabio —comentó forzando una sonrisa.

Mi padre le respondió algo en ídish que no entendí mientras me lanzaba una mirada devastadora. Yo había cometido una torpeza, pero no sabía cómo repararla.

El puerto de Buenos Aires, gran receptor de migrantes y viajeros a comienzos del siglo XX
Foto: AGN/ Gentileza Muntref-Museo de la Inmigración

El changador aguardaba a un costado junto a los bultos. Mi padre le dio algunas instrucciones y comenzamos a avanzar hacia un grupo que, a corta distancia, nos aguardaba, una pareja con dos niñas, la familia del hermano mayor de mi padre. Tardé pocos instantes en identificarlos. Mi tío, un hombre robusto y de rostro severo y su mujer, baja, de cue llo corto, regordeta y de forzada sonrisa, nos escrutaban a medida que avanzábamos. Hablaban entre sí mientras nos despellejaban con detenimiento. Me pareció que compartían un gesto altanero y un talante desdeñoso hacia nosotros. Mis primas —mayores que yo— nos escudriñaban con maliciosa curiosidad, como un entomólogo lo hubiese hecho con Gregorio Samsa aquella fatídica mañana praguense. A mi madre por su anticuado vestido soviético y a mí, por mi uniforme de marino carioca coronado con una testa rapada a la moda de Teofipol; dos ejemplares exóticos, un buen material para el ensañamiento.

No aleteaba ninguna emoción en el aire; en nada se parecía a nuestros encuentros familiares en la Unión Soviética, cargados de alegría, lágrimas, húmedos besuqueos, patetismo melodramático y, sobre todo, pasión

Sospeché que la austeridad espartana imperaba como pauta en la exhibición de los afectos familiares puesto que nadie se permitió exteriorizar ningún sentimiento ante nuestra presencia; ni siquiera por delicadeza fingieron alegrarse. Un intercambio de gruñidos consagró las presentaciones.

Parecíamos protagonistas de una película muda puesto que las posibilidades para dialogar estaban restringidas por condicionamientos idiomáticas; mis tíos se expresaban en ídish y apenas balbuceaban el ruso y ucraniano; mis primas dominaban el castellano y el ídish; mi padre el ídish y algo el ucraniano y el ruso; mi madre hablaba con fluidez el ruso y el ucraniano y poco el ídish. Yo, el ruso y el ucraniano. Con mi padre podía establecer una limitada comunicación, con mis primas ninguna.

Mi madre se transformó en mi único vínculo fiable con la familia.

Mis tíos me observaban con curiosidad mientras titubeaban sobre la forma de recibirme. Mi tío saludó a mi madre con un formal apretón de manos; mi tía con un impreciso abrazo. Mis primas besaron a mi madre en las mejillas y también a mí. No aleteaba ninguna emoción en el aire; en nada se parecía a nuestros encuentros familiares en la Unión Soviética, cargados de alegría, lágrimas, húmedos besuqueos, patetismo melodramático y, sobre todo, pasión. Una solemnidad gélida iniciaba nuestro encuentro. Mi madre era, sin duda, la más hermosa del grupo y la más elegante, a pesar de su inadecuada vestimenta invernal. Además, transmitía una espontaneidad y frescura que insuflaba vida al ceremonioso encuentro. Me acerqué a ella para protegerme porque me sentía más huérfano que nunca.

De pronto se produjo un pesado silencio. Parecía que nadie, ni siquiera mis padres, tras tantos años de separación, tenían nada que decirse.

—¿Vamos a casa?—pregunté, impaciente, a mi madre.

—Enseguida iremos todos.

—¿Por qué todos?

—Porque todos vivimos en la misma casa.

—¿En la misma casa? —reaccioné sorprendido.

—Sí

—¿Es tan grande?

—Muy grande.

—¿Las niñas también estarán con nosotros?

—Claro que sí.

—¡Hurra! —grité entusiasmado. Mi chillido provocó sorpresa.

—¿Por qué grita?—preguntó mi padre mientras los de más me observaban sorprendidos.

—Está feliz con la familia —respondió mi madre.

Mi tío intervino y dijo algo que no entendí. Por vez prime ra pude atisbar que en la hosquedad de su rostro se infiltraba una leve sonrisa. Mi madre le respondió en ídish.

—¿Qué dice?—pregunté nuevamente.

—Dice que se alegran con nuestra llegada —respondió. Yo sabía que la traducción era arbitraria, como cuando leía las cartas de mi padre, pero insistí.

—¿Es cierto que se alegran?

—Claro que sí.

—Diles que yo también —Había descubierto nuevamente las ventajas de la hipocresía.

Pero mi madre se mantuvo en silencio y cesó de traducir.

Comenzamos a caminar, aunque yo no me imaginaba hacia dónde. Mi padre marchaba al frente y se dirigía, acompañado por el changador, hasta un pequeño camión que sin duda nos aguardaba. Desde lejos observé que ambos discutían. Al llegar al camión el changador dejó nuestros bultos en el suelo, miró con hostilidad a mi padre cuando este le pagó y se fue mascullando palabras que no entendí; parecía enfadado.

El camionero cargó nuestros voluminosos bultos en el vehículo con la ayuda de mi padre mientras conversaban en voz alta, aunque sin discutir. Para mi sorpresa —y regocijo— tomamos dos taxis, uno para nuestra familia y el otro para la de mi tío. Nunca había viajado en taxi y me sentía emocionado y perplejo. Cuando salimos del puerto tomamos por una avenida bordeada por imponentes edificios. Pude divisar una sucesión de hermosas tiendas y a los transeúntes que paseaban por la acera y se detenían frente a los escaparates. Luego nos internamos por calles más estrechas pero suntuosas; los transeúntes paseaban con placidez y sin prisas, mientras que, en la acera, sentados junto a varias mesas, la gente bebía y conversaba. Todos parecían felices.

Poco que ver con Moscú, algo con Berlín, nada con Magni togorsk. Todo mi pasado me parecía distante y ausente. Aquí terminaba nuestra errabundez, aquí iniciábamos una vida sedentaria con mi madre, mi padre y nuestra nueva familia.

El taxi dejó atrás los edificios elevados y las arterias ele gantes; comenzamos a desplazarnos por una zona de calles adoquinadas, de casas bajas y modestas que parecían islotes en medio de vastos espacios vacíos. El panorama cambió como si hubiésemos ingresado a otro país, a una ciudad sin nobleza ni fastos.

El coche se detuvo en una esquina, a la puerta de una casa enclavada entre una obra en construcción y un terreno baldío. Ambas calles estaban adoquinadas, pero a pocos metros, enfrente, comenzaba a extenderse un callejón de tierra a cuya vera se erigía una fábrica similar a las que conocí en Magnito gorsk. De sus entrañas provenía el estruendo de maquinarias enloquecidas y una pronunciada pestilencia desparramaba el humo de sus chimeneas. El aire olía a la química de Magnitogorsk. ¿Estábamos en Buenos Aires?

Mientras descendíamos del taxi pude divisar que varios niños nos observaban desde la acera opuesta. Apenas les dediqué un vistazo: algunos aparentaban mi edad, pero la mayoría parecía mayor. Nos miraban con descaro mientras reían y hablaban en voz alta, como si se estuvieran burlando de nosotros. Cuando comparé sus ropas con la mía me sentí ridículo con mi traje marinero y fingí que no me llegaba aquella hostilidad que podía amargar el momento más deseado de mi vida. También mi padre y mi tío —que abrió la puerta para recibirnos— no respondieron a la afrenta. Entramos rápidamente al vestíbulo mientras los gritos y las risotadas iban en aumento. Yo no podía entender las razones de la mofa. Pensé que se debía a que era diferente. No me atreví a hacer preguntas, pero el griterío me inquietaba como presagio. Mientras cerrábamos la puerta sentí que a pesar de todo tenía que sentirme feliz; habíamos llegado a nuestra casa.

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