Lo más importante pasará desde el lunes

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A las 8 de hoy, cuando comience la veda electoral, finalizará una de las campañas más mediocres, trilladas y anodinas de los últimos tiempos. De todos modos, no hay que anticipar el festejo de que el martirio se haya terminado: como la regulación existente es previa a la revolución de las redes sociales en el mundo de la comunicación, el asedio continuará en el plano virtual. Ojalá esto sea un motivo de suficiente peso como para persuadir a los principales actores de que llegó la hora de una profunda revisión de las principales reglas del juego de la competencia electoral, incluido el financiamiento de las campañas, tópico que no se debatió como corresponde a pesar de los escándalos que son de dominio público, donde proliferaron las denuncias y sospechas de involucramiento de las redes de narcotráfico. Asimismo, fuimos testigos de cómo, una vez más, los gobiernos de turno usan los recursos de los contribuyentes para desarrollar tareas proselitistas, en los niveles federal, provincial y municipal. Una palpable y extrema manifestación de dicha discrecionalidad fue la pretensión del oficialismo de informar el resultado de las elecciones de acuerdo con sus prioridades o caprichos comunicacionales. Una vez más, la Cámara Nacional Electoral puso las cosas en orden con un fallo que obliga a reconocer la organización federal del país: los cómputos electorales se reportarán por provincia y no tomando al país como distrito único.

Una de las postales más insólitas, en plena revolución de la inteligencia artificial, luego de haber desarrollado hace apenas dos años una campaña original y disruptiva y siendo una persona tan acostumbrada a los secretos de las tablas, es ver al Presidente aferrado a un megáfono, desgañitándose para hacer oír sus palabras en los cortos y generalmente accidentados recorridos por distritos claves en el Gran Buenos Aires, Córdoba y Rosario, más las provincias donde se eligen senadores. Algo más esperable de un Raúl Castells o de un comprador de trastos viejos. ¿Intento de diferenciarse de “la casta” y hacer campaña como un político del montón? ¿Evidencia de improvisación y falta de organización? El lector sabrá sacar sus conclusiones.

Sería injusto ignorar que, por suerte, aparecen excepciones destacables que confirman la regla: algunos pocos candidatos hicieron esfuerzos encomiables para llevar mensajes y propuestas razonables, acordes con los extraordinarios problemas que debemos resolver imperiosamente, sobre todo en términos de calidad institucional. Algún otro, con escasísimos recursos, mostró altos niveles de imaginación y creatividad. Cuesta identificar figuras emergentes que insinúen capacidad para renovar el maltrecho plantel dirigencial, algo que se venía verificando en las elecciones provinciales desarrolladas a lo largo de este año. En definitiva, el saldo de esta campaña tan extensa y aburrida es negativo: escándalos, denuncias de todo calibre, ausencia de debate e incapacidad de los candidatos de, aunque sea, escucharse entre sí. Se impuso el ataque sobre las propuestas, la agresión sobre las ideas innovadoras. La competencia democrática requiere la confrontación de ideas y proyectos para resolver las principales demandas de la sociedad: saber qué se debe hacer y demostrar también capacidad para llevarlo a cabo. Prácticamente no observamos nada de eso, ni siquiera entre los candidatos del oficialismo, que son los que más responsabilidades tienen en términos ejecutivos. Se limitaron a defender la gestión libertaria y a acusar de obstruccionismo a las fuerzas de oposición, incluidas las que necesitarán a partir del lunes para garantizar la gobernabilidad.

Puede argumentarse que el clima de extrema volatilidad e incertidumbre que caracterizó el proceso electoral conspiró contra la posibilidad de que esta campaña tuviera características más lógicas y sirviera para algo. La lucha por la supervivencia, siempre tan acuciante en nuestro país, es para una enorme mayoría un desafío cotidiano que hizo todo aún más difícil, profundizando una peligrosa mezcla de apatía y resignación. Esto confundió e incomodó a un oficialismo que, hasta no hace demasiado, estaba tan disociado de la realidad que pensaba que estaba produciendo “un milagro” en la Argentina, como indica el extravagante título del último libro de Milei.

Resultan también alarmantes algunas definiciones escuchadas en las últimas horas, en especial las vinculadas con el paquete de ayuda del gobierno norteamericano, acuerdo del que, en rigor, se desconocen casi todos los detalles. Hasta ahora, sabemos por boca de Trump que su país pretende comprarnos cuatro veces más carne, lo cual en principio no parece una cláusula que implique demasiado colonialismo, entrega de soberanía ni sumisión al “imperio”. Sin embargo, puede considerarse humillante que los enviados del presidente norteamericano hayan insistido tanto en la necesidad de diálogo y de formación de consensos básicos. ¿Hacía falta que semejante cuota de sentido común (casi una obviedad en cualquier contexto, pero sobre todo en un gobierno con semejante limitación en su representación parlamentaria y territorial) sea transmitida por un lobista de un gobierno extranjero? Vale la pena recordar que la Constitución nacional de 1994 está concebida para conminar a las fuerzas políticas a lograr acuerdos fundamentales. Buena parte del sistema político opera como si nuestra carta magna no estuviera vigente. Algunos de sus integrantes desconocen tanto su letra como, sobre todo, su espíritu.

Otro sinsentido que se escuchó en estas semanas es que “el país no puede darse el lujo de votar cada dos años” por el costo de las elecciones, la inestabilidad macroeconómica asociada a los resultados de los comicios (o como en este caso, a la incertidumbre) y a que “la política” se dedica a confrontar en los “años impares”, que se pierden en términos de gestión. Estos dos últimos argumentos llaman particularmente la atención: ¿esto significaría que el país gestiona correctamente en los años pares? La experiencia demuestra que la pésima administración de los asuntos públicos no depende del calendario electoral, sino que es una dramática constante secular: todos los gobiernos son malos (algunos, es cierto, se empeñan en bajar el promedio). Ojalá se discontinuara aunque sea en los años pares. Algo parecido ocurre con la volatilidad de los mercados: el problema son los desequilibrios acumulados y la desconfianza imperante, que explican un sinnúmero de episodios de inestabilidad más allá de los ocurridos en contextos electorales. Si existen problemas macroeconómicos, hay que arreglarlos, no modificar la Constitución para votar cada cuatro años. Respecto de los costos de las elecciones, un análisis ponderado debería contemplar el riesgo de no tenerlas. La voluntad popular puede ser fundamental para corregir rumbos o incluso para frenar intentos hegemónicos o proyectos autoritarios. ¿Acaso la elección de 2013 no resultó esencial para discontinuar la pretensión de entronizar a la señora de Kirchner en el poder (recordar el “vamos por todo”)? Por “ahorrar” recursos se suspendieron las PASO de este año, por lo que la oferta electoral de este domingo será mucho más fragmentada y confusa que si se hubiera respetado el ordenamiento vigente. A menudo no tenemos en cuenta las consecuencias de decisiones espasmódicas que pretenden soluciones aparentemente sencillas a cuestiones decisivamente complejas, como la desconfianza y el hartazgo generados por un sistema político que sigue acumulando infinidad de deudas con la sociedad.

Justamente de dicho sistema se espera a partir de la noche del domingo un gesto de lucidez, pragmatismo y madurez. Aunque sea por miedo al papelón y a continuar la interminable saga de fracasos evitables, es de esperar que el segmento del liderazgo nacional que rechaza la irresponsabilidad fiscal, la indecencia monetaria y el alineamiento con autarquías violadoras de derechos humanos coordine un programa que consolide lo poco logrado hasta ahora y ponga al país en la dirección correcta.

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