Lo que enseña la exploración del CONICET: conocer para amar, y amar para proteger

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Galatea gigante o langosta de aguas profundas

Desde que tengo memoria, siento una profunda atracción por la naturaleza. Cuando me hacían la típica pregunta: “¿Qué vas a ser cuando seas grande?”, respondía sin dudar: “Guardaparque”. Hoy soy bióloga, ecóloga y docente. La ciencia me dio herramientas para conocer y comprender el mundo natural, pero fue la emoción de estar en contacto con él lo que realmente despertó mi vocación.

Años más tarde, el buceo me abrió una puerta aún más profunda: la del universo submarino. Ese mundo oculto bajo la superficie del mar, invisible a simple vista pero lleno de vida, colores, formas y secretos que aún estamos lejos de comprender del todo. Amo el mar y quiero protegerlo, porque sé que su belleza es tan frágil como esencial para la vida en el planeta.

Conocer la naturaleza es el primer paso para establecer un vínculo profundo con ella. Ese vínculo nos conecta, nos conmueve y despierta el deseo de cuidar lo que amamos. La divulgación científica y la educación ambiental son herramientas fundamentales para que ese conocimiento llegue a todos, formando generaciones con sensibilidad, compromiso y respeto por la vida en todas sus formas.

El universo submarino está lleno de vida, colores, formas y secretos que aún estamos lejos de comprender del todo

Por eso, cuando conocí el trabajo que estaban llevando adelante los científicos del GEMPA (Grupo de Estudios del Mar Profundo de Argentina) en las profundidades del mar frente a Mar del Plata, sentí una profunda admiración. Vi en esa expedición el mismo impulso que me llevó a elegir este camino: el deseo de explorar, de comprender y de compartir lo descubierto. Porque proyectos como este no solo producen conocimiento: también siembran vocaciones.

El proyecto “Oasis submarinos del Cañón de Mar del Plata”, que se desarrolla a bordo del buque científico Falkor (too), es mucho más que una expedición oceanográfica: es una muestra del enorme potencial humano que se despliega cuando se unen la pasión, el conocimiento, la cooperación y la tecnología al servicio de la ciencia y del cuidado del planeta.

Durante los veinte días de expedición, el equipo argentino tiene por primera vez la oportunidad de utilizar un conjunto de tecnologías de vanguardia para mapear, observar y estudiar el fondo del Cañón Submarino de Mar del Plata. Gracias al uso del Vehículo Operado Remotamente ROV SuBastian, los investigadores —y toda la sociedad— logramos observar en vivo y en directo ecosistemas ubicados a más de tres mil metros de profundidad. Captaron imágenes inéditas de esponjas carnívoras, corales, estrellas de mar, crustáceos, moluscos y peces que habitan en condiciones extremas.

Medusa de profundidad

Lo que antes era solo una hipótesis, hoy se convierte en realidad científica gracias al trabajo meticuloso de un equipo interdisciplinario que, con precisión milimétrica, recolecta muestras biológicas y geológicas que permitirán conocer mejor la biodiversidad de esta zona única del Atlántico Sur.

Este proyecto pone en evidencia muchos de los valores que representa la ciencia y que, a veces, pasan desapercibidos. Por un lado, el trabajo paciente y riguroso: la virtud de observar durante horas, sin perder la atención, esperando el momento justo. Por otro lado, la colaboración: biólogos, geólogos, ingenieros, técnicos y especialistas de distintos centros de investigación trabajando codo a codo. Y, sin dudas, el papel central de las nuevas tecnologías, que hoy nos permiten explorar lo inaccesible y conectar la superficie con ese mundo silencioso y remoto.

Parte del encanto de esta expedición fue, sin dudas, su manera de llegar a la gente. A través de transmisiones en vivo desde el fondo del océano, cualquier persona podía sumarse a la experiencia. La interacción entre el equipo científico y el público fue espontánea, honesta y descontracturada. En uno de los streamings, la bióloga Nadia Cerino, ante la falta de hallazgos durante una inmersión, lanzó al aire un honesto: “Che, no sacamos ni un coral”, que se volvió viral. En otro momento inolvidable, una científica preguntó, ante la aparición de un extraño animalito blanco: “¿Lo queremos?”. De inmediato, el chat respondió en masa: “¡Sí, sí, lo queremos!”, justo antes de que el succionador del ROV aspirara el ejemplar para su estudio. Estas escenas muestran que la ciencia, cuando se comunica con pasión, humor y cercanía, puede traspasar pantallas, emocionar y sumar a miles de personas a una experiencia colectiva de descubrimiento.

Calamar abisal esbelto

Divulgar la ciencia es, para mí, una responsabilidad y un acto de amor. No alcanza con que los conocimientos queden dentro de los laboratorios o las publicaciones especializadas: deben llegar a las escuelas, a los medios, a las familias, a las conversaciones cotidianas. Eso es exactamente lo que logró este hermoso equipo humano. Cuando la ciencia se comunica con un lenguaje claro, con emoción y con propósito, despierta curiosidad, conciencia y sentido de pertenencia. Es ahí donde se construyen ciudadanos comprometidos, críticos, capaces de valorar el trabajo de quienes investigan y de actuar en consecuencia para cuidar el entorno que compartimos.

Divulgar la ciencia es abrir puertas. Es compartir descubrimientos, hacerlos accesibles, despertar preguntas. Es invitar a otros a mirar el mundo con asombro, con ganas de saber más. Y, a veces, encender una chispa que despierte una vocación, una conciencia o una nueva forma de habitar el planeta. Conocer para amar, y amar para proteger.

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