¿Qué novedad encarnan los denominados “barones” del GBA desde hace 30 años? Fundamentalmente, que en el centro de la moderna metrópoli, durante un siglo y medio símbolo del progreso e integración de millones de inmigrantes, hoy se erijan satrapías municipales indiscernibles de los “señores feudales” del interior. Y que estos remitan a dos realidades poco asimilables para el imaginario tradicional del país: su profunda fractura social durante el último medio siglo, y la “latinoamericanización” de su epicentro emblemático a unos pocos kilómetros del Obelisco.
Sus vocación perpetuacionista se asocia con la demagogia, el control de la policía, la justicia, los concejos deliberantes, y de complejas redes clientelares en las periferias pobres. El imaginario del GBA como un rompecabezas de pequeños dictadores con fuerzas de choque reclutadas entre barrabravas y matones profesionales. Luego de intentar ponerles coto en 2016 mediante una ley que prohibía las reelecciones indefinidas, en 2021 se las ingeniaron para prorrogarlas por un mandato más merced a una cláusula de su letra chica. Ahora, estarían apuntando al premio mayor: la derogación lisa y llana de la “Ley Vidal-Massa” anticipada por el impúdico ensayo en la Legislatura bonaerense en contra de las “proscripciones” de no más de dos períodos para diputados y senadores. Hasta aquí, el “sentido común”. Procuremos, a continuación, entender la complejidad más profunda del fenómeno.
En primer lugar, el término “barón”, metaforizado por la prensa hacia los 2000. Según las jerarquías feudales –no obstante variables en distintos países de Europa– los barones constituían señoríos territoriales menores encargados de disciplinar a los campesinos y rendir cuentas de sus rentas a sus superiores. Su sitio estratégico los volvía tan temibles para los siervos como despreciables para sus mandantes quienes solo los valoraban por su conocimiento exhaustivo del territorio. Hemos ahí un común denominador pues el crecimiento político de los alcaldes que proliferaron desde 1983 resulta obstruido por un cepo de hierro como lo prueba que ninguno haya accedido a la gobernación.
Su acumulación bulímica de poder revela, entonces, la debilidad a la que los condena la Ley Orgánica Municipal de la PBA, que al quitarles autonomía gestionaria los reduce a la mendicidad respecto del entramado burocrático platense y los gobernadores. Éstos, a su vez, reproducen sobre los intendentes el destrato de los presidentes o jefes políticos que los patrocinaron para esterilizarlos y sepultar sus carreras. Discrecionalidad que repiten en su “pago chico”; y que luego de un segundo mandato, ya investidos como “barones”, procuran plasmar en dinastías, conscientes de la imposibilidad de construir poder mediante alianzas con pares también temerosos de perder el maná provincial, agravando la difícil gobernabilidad de sus “señoríos”. Un juego perverso que los victimiza, pero que no denuncian por miedo a extraviar los exuberantes privilegios localizados acrecidos durante las últimas dos décadas en los que se diluyen el interés general y los derechos ciudadanos básicos.
Llegados a este punto, es necesario entender sus raíces socioculturales evitando las simplificaciones de superficie. También, esbozar una periodización en la que sobresale la figura ineludible de Eduardo Duhalde. Y no por haber sido un “barón”, sino más bien su artífice a partir de su afinada percepción de los cambios en las sociedades del sur y el oeste del GBA. Ya insinuados desde su primer mandato al frente de la MLZ a mediados de los 70, y en plena consolidación durante el segundo entre 1983 y 1987. La dinámica secular inclusiva del país, que había hallado en el AMBA un sitio estratégico, lucía agotada por el desempleo y la informalidad. Su expresión más representativa fueron las ocupaciones territoriales masivas y los nuevos “asentamientos”.
Por ensayo y error, los municipios debieron sumar a sus funciones clásicas un asistencialismo social inversamente proporcional a sus misérrimos ingresos y fondos coparticipables provinciales. La perennidad del nuevo ordenamiento, por su parte, confirió forma y volumen a vastos “aparatos” electorales de “referentes” subsidiados por dos vías: la legal, bajo la forma de contratos municipales, alimentos y fomento de la urbanización y vivienda; y la ilegal, a través de zonas liberadas franquiciadas para la comisión de ilícitos en cuyas utilidades no tardaron en asociarse los burócratas, funcionarios policiales y judiciales. No se trataba de “clientes” sumisos sino de armados barriales de morfologías y jefaturas diversas diestras en pegarles donde les dolía a cambio de votos masivos. Otro juego deletéreo que no muchos resistieron, y que da cuenta de las novedosas modalidades de la ciudadanía en esas zonas de la sociedad.
El peronismo contó con la ventaja de moverse en el mundo conocido de las clases trabajadoras confiriéndoles a sus cuadros políticos y sindicales la capacidad de ordenamiento de lo que dio en denominarse la “política territorial”, que no tardó en ser imitado por otras fuerzas. Nuevos vinos sociales en viejas odres caudillistas devenidas un “modelo para armar” para administrar tanto a distritos predominantemente pobres como a otros de sociedades acomodadas más densas como Vicente López y San Isidro. El régimen de “baronía” terminó de configurarse retornando a los antiguos “gobiernos electores” pero de masas empobrecidas.
En los 90, y ya con Duhalde gobernador, el sistema se consolidó mediante tres dispositivos: el Fondo de Reparación Histórica del CB de 600 millones anuales para obras publicas siempre a la retaguardia de poblaciones que seguían creciendo vegetativamente o por inmigración, y los planes “Vida” con sus 3500 “manzaneras” o “barrios bonaerenses”. La reforma constitucional provincial de 1994 consolidó el unitarismo provincial histórico cimentado en la dependencia de los municipios, y convirtiendo su potencia demográfica en la cabecera del aparato duhaldista nacional que terminó capitalizando Néstor Kirchner.
Tras su victoria electoral en 2005, el sistema duhaldista –a cuyos intendentes denominaba despectivamente “la runfla bonaerense”– pasó a depender de la presidencia. Y luego de su traspié electoral de 2009, endilgándoles “traición” por haber “cortado boleta” en su contra, los sitió priorizando la administración tercerizada de la pobreza en organizaciones piqueteras. A la par, se produjo un recambio generacional: los antiguos “barones” fueron sustituidos por jóvenes ambiciosos de clase media acomodada que hallaron en la política una expeditiva vía de ascenso distanciados de la gestión personal de los jefes peronianos primigenios. Su astucia, capital social, el aprendizaje sobreactuado del discurso kirchnerista y su adhesión al know how gestionario santacruceño multiplicó sideralmente sus utilidades legales o venales calificando sus operaciones de blanqueo de actividades en negocios inmobiliarios, el juego, la gastronomía, y la hotelería entre muchos otros. Las “baronías” transitaron entonces de la sencillez criolla y barrial a un estilo tan suntuoso como el de la vieja “oligarquía” que denunciaban, aunque proporcional al bloqueo de su crecimiento electoral en la provincia.
Síntoma de otra napa subyacente al síndrome que representan: una demografía nacional deformada por la pérdida de su horizonte compartido desde hace medio siglo, y de un statu quo institucional fértil en privilegios políticos tan novedosos como retardatarios.
Miembro del Club político Argentino y de Profesores Republicanos