Los frentes fiscal y monetario tensionan la economía

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Tanto el frente fiscal como el monetario están tensionando fuertemente el programa económico, con consecuencias obvias sobre la actividad económica y la confianza en el Gobierno. Lo más preocupante es que los problemas coyunturales o transitorios del programa esconden problemas más estructurales de fondo.

En el frente monetario, todo se descontroló a partir del 10 de julio. Un mes antes de eso, el Banco Central había anunciado que ese día dejaría de ofrecer las Letras Fiscales de Liquidez (LEFI) a los bancos. El objetivo era que estos migren sus tenencias de liquidez hacia Lecaps, bonos en pesos de 1 a 12 meses, pero todo lo que podía fallar falló.

Para hacer un poco de historia, las LEFI eran bonos en pesos de corto plazo emitidos por el Gobierno pero que había entregado al BCRA a cambio de bonos ajustables por CER que tenía el BCRA en julio de 2024, para que éste regule la liquidez monetaria. De los 20 billones de pesos originales de LEFI, el BCRA entregó 10,9 billones a los bancos a cambio de los pases pasivos. Anteriormente, en mayo y junio de 2024, los bancos habían canjeado 12,1 billones de pesos de pases pasivos por Lecaps. De esa manera, el 19 de julio de 2024 desaparecieron los pases pasivos. Estos eran los sucesores de las Lebac y las Leliq con las que el BCRA absorbía los pesos que por la otra ventanilla emitía para financiar el déficit fiscal durante el cuarto gobierno kirchnerista. Es decir, por si se perdieron en la cuenta, lo importante es entender que las LEFI fueron parte del complejo entramado que se diseñó para desarmar la bomba que dejó el tándem Massa/Kirchner/Fernández y limpiar así el balance del BCRA.

El problema de las LEFI es que el BCRA las usaba para fijar su “tasa de política monetaria” con ellas. A la tasa fijada, por ejemplo el 29%, el BCRA compraba o vendía las LEFI requeridas por los bancos. Pero este esquema no era sostenible. Desde diciembre de 2023 y hasta el acuerdo con el FMI a mediados de abril de 2025, el BCRA tenía la libertad de fijar dos variables simultáneamente, tipo de cambio (devaluación mensual del 2% inicialmente y del 1% luego) y tasa de interés (vía las LEFI). Sin embargo, sin cepo, los bancos centrales tienen que elegir una de tres posibilidades: o fijan la tasa (como en Estados Unidos, Chile, y la mayor parte de los países normales) o fijan el tipo de cambio (como durante la Convertibilidad) o fijan la cantidad de dinero, y las otras dos variables las decide el mercado. En el nuevo programa con el FMI se eligió la cantidad de dinero como instrumento de política monetaria. Utilizar el tipo de cambio debe haber quedado descartado como consecuencia de la excesiva apreciación del peso, con lo que la idea era que empiece a flotar. Quedaban la tasa de interés y la cantidad de dinero. En un mercado financiero tan poco profundo como la Argentina, hacer política monetaria con la tasa de interés es como hacer palanca con una llave extremadamente corta: hay que hacer mucho esfuerzo para lograr poco resultado. La elección de la cantidad de dinero tampoco era tan obvia: en una economía en proceso de remonetización y con tanta volatilidad, predecir la demanda de dinero no es para cualquiera.

Lo cierto es que una vez tomada la decisión, las LEFI debían desaparecer. Pero el problema es que el 10 de julio, en lugar de cambiarlas por Lecaps, los bancos se quedaron repletos de liquidez. Hubo más de 9 billones de pesos que quedaron excedentes (los billetes en poder del público sumaban 21 billones de pesos). Con excesos de liquidez evidentes, las tasas de interés se desplomaron. Las tasas de las cauciones cayeron a cerca del 10%, desde valores cercanos al 30% en días anteriores. La tasa de depósitos mayoristas, la TAMAR, cayó a cerca del 29% de más del 34% unos días antes. Este exceso de liquidez empujó también el tipo de cambio, que había cerrado junio en 1194 pero el 18 de julio llegó a 1283,8 por dólar. Todo esto no era producto de un cambio deliberado de la postura monetaria, cuyo fin era y es ser restrictiva para limitar la depreciación del peso antes de las elecciones.

Para entonces el Banco Central y el Gobierno ya habían empezado a recoger el exceso de liquidez. Entre otras iniciativas, el BCRA vendió Lecaps en el mercado secundario para absorber pesos, y el Gobierno lanzó una licitación de bonos fuera de cronograma, absorbiendo 4,7 billones adicionales. Estas acciones y unos cambios regulatorios sobre los fondos comunes de cortísimo plazo llevaron las tasas a las nubes. Las tasas de las cauciones a 1 día llegaron a 68% el martes. Las tasas de Lecaps volaron, pasando a más del 3% mensual, contra valores del 2,5% antes del 10 de julio.

Tasas tan elevadas y con tanta volatilidad son intolerables para el sistema financiero y para la economía. El crédito se encarece demasiado, generando un parate en la economía y potencialmente problemas financieros en familias y empresas. Las tasas de los adelantos en cuenta corriente, por ejemplo, volaron al 86% el 22 de julio, con respecto a un promedio del 37% en junio. La elevada volatilidad de tasas también es un problema, porque muchas veces hay que tomar dinero prestado cuando se puede y no cuando se debe. Imposible planificar nada en un entorno así. Estos problemas pueden atentar contra la estabilidad en el sistema financiero.

El principal problema que dio lugar a la elevada volatilidad de tasas es que si bien los bancos tienen varias ventanillas para intercambiar liquidez entre sí, la mayor parte de los días todos quedan parados del mismo lado del mostrador, generando excesos o con faltantes de liquidez agregados. Es decir, el BCRA tiene que establecer mecanismos más aceitados para evitar estos bandazos de tasas. Puede para ello comprar o vender Lecaps en el mercado secundario, y el jueves pasado extendió el horario de una rueda de liquidez para los bancos, una medida bienvenida. De hecho, hacia el final de la semana el mercado monetario se fue calmando.

Sin embargo, quizás las autoridades puedan tomar los ejemplos de otros países que utilizaron la cantidad de dinero como herramienta en el pasado, como México entre 1995 el 2001, o Uruguay, entre 2013 y 2020. En el caso de México, el banco central avisaba todos los días cuanta liquidez proveería al mercado. Un mecanismo preanunciado permitiría a los bancos planificar y reducir la volatilidad de tasas.

Más allá de estos desajustes, que esperemos sean temporarios, hay problemas subyacentes que permanecerán en el tiempo. En primer lugar, como muestran los casos de México y de Uruguay, la volatilidad de tasas en este tipo de regímenes monetarios es relativamente elevada. Es decir, parte de la volatilidad viene para quedarse. En segundo lugar, ponen en evidencia la dificultad de desandar el camino hacia la híper a la que nos había llevado el populismo. El primer tramo de la reducción de la inflación, utilizando tipo de cambio como ancla para ir desde un régimen de alta inflación a uno de inflación moderada (digamos del 20% al 40% anual), es el más fácil de todos, sin quitarle ningún mérito al Gobierno. El tramo final, para llevar la inflación anual a un dígito bajo, digamos 3%, es más cuesta arriba, porque requiere típicamente de una política monetaria restrictiva que suele llevar a una desaceleración de la economía y cuando no a una recesión. Los datos de actividad más recientes así lo muestran. El PBI se contrajo un 0,1% mes contra mes en mayo, encontrándose el nivel de actividad solo un 0,7% por encima del de diciembre pasado. Las señales preliminares de junio son mixtas, pero en general apuntan a una economía estancada. Según FIEL, por ejemplo, la producción industrial descendió un 1,2% contra mayo, y las ventas de pymes habrían caído según CAME. Todos estos datos son previos a la suba de tasas.

En el frente fiscal los problemas temporarios también esconden un problema estructural importante. Las iniciativas pro-gasto del Congreso y las negociaciones por el veto presidencial de la ley de jubilaciones entraron en receso invernal. Es probable que el Gobierno logre morigerar el costo fiscal mediante negociaciones con los gobernadores una vez terminadas las vacaciones. Sin embargo, y más allá de la politiquería, existe un problema fiscal de fondo de difícil solución. El Gobierno necesita subir el superávit primario en aproximadamente 1 punto del PBI a partir de 2026 para estabilizar la trayectoria de la deuda pública, y debería eliminar los impuestos más distorsivos, incluyendo las retenciones y el impuesto a las transacciones financieras, que suman cerca del 2,5% del PBI.

Las trifulcas fiscales recientes mostraron que no queda demasiado gasto público para cortar a nivel nacional. El Gobierno hizo un ajuste fiscal impresionante, bajando el gasto primario en casi 5 puntos del PBI, al 15% del PBI. Para ello, cayeron algunos justos por pecadores, como es el caso del 7,2% de aumento a jubilados que debía compensar por parte de la inflación de enero de 2024. Todavía se pueden cortar más los subsidios, el déficit de empresas públicas y algo más de personal, quizás llegando a algo más de un punto del PBI adicional de ajuste. Pero no alcanza. Es necesario que las provincias, cuyo gasto primario de 2025 será no mucho menor que el de 2023, un poco más de 16 puntos del PBI, y cuyo despilfarro alcanza niveles épicos, cedan recursos. Lo mismo ocurre con la negociación de una necesaria reforma previsional, o con la transformación del tan distorsivo impuesto a los Ingresos Brutos, que el gobierno de Mauricio Macri había logrado que implementen en etapas, pero cuyo proceso fue revertido –como todo—por el inefable Alberto Fernández. El problema de fondo es que, como sabemos, los gobernadores controlan el Congreso. Hay que pedirle al zorro que ayude a controlar el gallinero.

En síntesis, si bien las tensiones coyunturales sobre el frente monetario y el fiscal probablemente sean superadas con éxito, dejarán algunas secuelas, y son la muestra de que dejar atrás tantos años de populismo no es una empresa fácil. Menos aún con un sistema político tan débil como el argentino. Requerirá entonces de mucha paciencia y resiliencia, la gran incógnita sobre el futuro de la Argentina.

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