“Mejor celda de prisión que bebé envenenado”, era una de las consignas del primer movimiento Antivacunas nacido en Leicester, Reino Unido, a fines del siglo XIX, cuando decenas de miles de personas salieron a las calles en oposición a las vacunas obligatorias contra la viruela. Hubo arrestos, multas y algunas personas incluso fueron enviadas a la cárcel. Eran épocas donde nadie podía dimensionar el éxito que luego tendrían todas las vacunas, sobre todo en el Siglo XX. La viruela dejaba tandas de muertes cercanas a 500.000 personas cada año en Europa, y había destruido poblaciones aborígenes enteras en África y América. De los que sobrevivían a la viruela, conocida como el “monstruo moteado” debido a sus distintivas erupciones en forma de ampolla, un tercio quedaba ciego. Otra de sus consecuencias han sido las marcas pronunciadas en el cuerpo. Eran tiempos aquellos sin información y con tasas altas de analfabetismo y una preponderancia social a creer más en la fe y el fetiche que en la ciencia. La viruela mató a millones desde la época medieval.
Pero apareció un científico, Edward Jenner, en 1798. Médico de Gloucestershire, probó con éxito que era cierta la creencia tradicional de que inocular a una persona con una dosis leve de viruela bovina brindaba protección contra la viruela. Al poco tiempo toda Europa tomó su “vacuna” y la aplicó, bajando las tasas de contagio de modo comprobado. Aun así, las vacunas de ese entonces no eran seguras y se fueron perfeccionando con el tiempo, pero Jenner había encontrado el principio de la solución para que la humanidad con el correr de los años desterrara la viruela.
A pesar de este éxito, los antivacunas se organizaron y se opusieron, por razones religiosas, sociales y políticas. Existen documentos de algunos “antivacunas” que señalaban que las vacunas estaban diseñadas para producir una limpieza étnica, otros para matar a gente de clase baja porque la falta de trabajo demostraba que no había lugar para todos. Esos discursos prendían en ciertos sectores, pero nunca fueron mayoritarios. Pero siempre tuvieron algo para decir, aún con las pruebas empíricas en contra, cuando las estadísticas sobre enfermedades virales se caían año tras año.
Las vacunas fueron apareciendo para erradicar el sarampión, el coqueluche, la rubeola, las paperas, la poliomielitis, el tétanos, la difteria, la parotiditis, el papiloma humano y hasta podríamos decir, como testigos de época: controlar el Covid. Sus opositores nacían de la mano de fanáticos religiosos o de promotores de supersticiones paganas, allí los extremos de las creencias se tocaban en un punto en común: oponerse a las vacunas. Estos “movimientos” tenían llegada a sectores “no escolarizados”: el alcance de la educación formal a sectores vulnerables ayudó mucho a generar confianza en las vacunas.
Los antivacunas siempre estuvieron entre nosotros, mucho más arraigados en países del hemisferio Norte. Su prédica imprudente pudo ser responsables de cada brote de alguna de estas enfermedades, como el sarampión, y tomó vuelo durante la pandemia de Covid, apoyados en la poca confianza que había en las vacunas que salieron al mercado en situación de emergencia y sin las pruebas necesarias, como sí ocurrió en otros casos. Amparados en discursos infundados y teorías mentirosas, como aquella de que la vacuna contra el sarampión genera autismo, ya desmentida por la ciencia pero que hizo daño en la opinión pública. Una teoría falsa que apareció en la prestigiosa revista de divulgación científica The Lancet, que en 1998 publicó una investigación preliminar que decía que doce niños vacunados contra el sarampión habían desarrollado comportamientos autistas e inflamación intestinal grave. El autor de esa teoría fue el Dr. Andrew Wakefield, que abrió una polémica que duró años e involucró al autor en un “conflicto de interés comercial”: estaba detrás de una patente para un laboratorio, tanto fue así que en 2010 el Consejo General de Medicina de Reino Unido falló que Wakefield “no era apto para el ejercicio de la profesión” y calificó su comportamiento como “irresponsable”, “antiético” y “engañoso”. Por su parte, la revista The Lancet se retractó del estudio publicado una década antes, al sostener que sus conclusiones eran “totalmente falsas”. El mismo Wakefield reconoció su error. Aun así, la tozudez de los fanáticos antivacunas les hace aferrarse a una mentira y difundirla.
Los antivacunas no son los únicos responsables de la caída de la vacunación y la confianza en ellas, pero son los portavoces del caos. En el mundo pasan cosas, incluso cuando sus mejores exponentes llegan a lugares de poder y se vuelven potencialmente peligrosos. Cuando Donald Trump asumió como presidente de los Estados Unidos, designó como secretario de Salud a Robert Kennedy Jr., quizás el miembro antivacunas más famosos de ese país. En diciembre de 2024, antes de asumir, Trump mantuvo una cena con empresarios farmacéuticos a los que les dijo que Kennedy “no asumirá su rol fanático y radical antivacunas”. Sin embargo, Kennedy acaba de cancelar cerca de 500 millones de dólares en fondos para la investigación sobre tecnología de ARN mensajero, ha promovido restricciones en las recomendaciones de la autoridad para la Alimentación y los Medicamentos sobre quién debe recibir dosis de refuerzo de la vacuna contra la Covid. Y tomó decisiones políticas, reemplazando a todos los miembros del comité asesor sobre vacunación para colocar en su lugar a personas de su agrado, incluidos notorios miembros del movimiento antivacunas. En el Capitolio existe un pedido de explicaciones de parte de congresistas demócratas y republicanos -unidos en la preocupación- quienes no confían en Kennedy y temen que sus decisiones provoquen un daño irreparable a la salud de los estadounidenses. Es de esperar que el fanatismo y el seguimiento del presidente Milei por Donald Trump, no lo lleve a imitar sus políticas sanitarias ni a sus mentores. El gobierno nacional está haciendo muy poco para difundir la necesidad de vacunarnos, con un comunicado y un posteo en redes no alcanza, más allá que se celebra su posición a favor.
Hoy el mundo debería estar más preocupado que nunca por estos movimientos, pero la Argentina aún más. Entre 2019 y 2024, la cobertura obligatoria en Europa disminuyó del 92% al 91% con la segunda dosis de la vacuna contra el sarampión, las paperas y la rubéola (MMR). Del 95% al 93% con la tercera dosis de la vacuna DTP (Triple Bacteriana). Del 95% al 93% con la tercera dosis de la vacuna contra la polio. Esto provocó, por ejemplo, que los casos de sarampión crecieran. Según la OMS, en 2024 se detectaron 11 millones de contagios, unos 800.000 más que antes de la pandemia. A comienzos de este año, el organismo señaló que hubo más de 120.000 casos de sarampión en Europa y Asia Central en 2024, el nivel más alto en más de 25 años.
¿Por qué la Argentina debe preocuparse más? Porque la caída de la tasa de vacunación es alarmante, incluso comparada con países donde los movimientos antivacunas tienen más de 150 años de trayectoria. La Sociedad Argentina de Pediatría reveló que en 2024 ninguna de las vacunas evaluadas alcanzó la meta programática del 95% necesaria para asegurar la inmunidad colectiva. Es más, no alcanzan un 50% en el último año. Esto es un país que supo tener uno de los cronogramas de vacunación obligatorio y accesible (gratuito) entre los más importantes del mundo. Pero hay otro dato que alarma aún más: la vacuna triple viral, aquella que supo erradicar el sarampión, la rubéola y las paperas, que se aplica a los cinco años -justo antes de ingresar al primer grado escolar- tuvo una caída en su cobertura de 44%, ya que entre 2015 y 2019 alcanzaba el 90% y el año pasado solo fueron inoculados el 46% de los que les correspondía, y esto es muy grave, porque, según la SAP, alienta a un riesgo serio de reaparición de sarampión y rubéola en el país. La baja aplicación de vacunas se da con otras inyecciones también, como el refuerzo contra la poliomielitis, que se aplica a los cinco años, que descendió del 88% al 47% también en estos últimos cinco años, mientras que la triple bacteriana celular, también administrada a esa edad, pasó del 88% a apenas 46%. Datos que reflejan el daño potencial que nos podríamos autoinfligir.
En este contexto, hace unos días se llevó a cabo en la Cámara de Diputados un encuentro antivacunas. Allí, un hombre desnudó su torso y mostró como una vacuna del Covid lo había convertido en una persona “magnetizada”. Este mismo personaje ya había participado de programas de TV, mucho antes de la pandemia, haciendo su show, demostrando como su cuerpo atraía metales sin que esto tuviera que ver con las vacunas. Un espectáculo de tono circense donde no se mostró ninguna prueba científica, que degrada la calidad de la actividad parlamentaria y se mete, de modo grotesco y rústico, en un tema que desgraciadamente ya está en la conversación pública, como es la eficiencia de las vacunas. Un debate que estaba saldado en el siglo XX: las vacunas, el agua potable y la penicilina son los avances científicos que casi triplicaron la expectativa de vida en el mundo. Aun así, hay quienes que, de manera fanática e irresponsable, quieren arrastrarnos a una disputa de la que nada bueno podría salir.