Los une el teatro, tienen su propia sala y un gran dolor los llevó a crear una joya de la actual cartelera

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Familia de artistas hubo muchas. Herencias vocacionales que se suceden como legado no es una rareza. Sin embargo, con los Berthold se da una situación particular y no demasiado frecuente: padres e hijos comparten la pasión por el teatro desde la dramaturgia, la dirección, la actuación, la producción, la escenografía y lo audiovisual. Un clan bien entendido. Además, trabajan de manera colectiva gestionando El Grito, la preciosa sala y espacio de arte que habitan en el corazón de Palermo.

“Las pinceladas vienen y se suceden muy lógicamente”, le escribía Vincent Van Gogh a su hermano Theo. Acaso esas líneas del notable artista neerlandés expliquen la lógica de los Berthold, una historia de resiliencia y sanación.

En El Grito hoy se ofrece, entre otros varios materiales, Vincent, el loco rojo, la pieza escrita y dirigida por Flor Berthold (42) y protagonizada por su hermano Joaquín (45). Además, mamá Queli es la escenógrafa y Guillermo (38), el menor de todos, se encargó del diseño de luces y la realización del audiovisual que se ve en escena. Desde Bélgica, irradia sus buenas energías Martín (47), el hermano mayor radicado en el exterior y que nada tiene que ver con las artes escénicas. La excepción a toda regla. “El normal”, dicen todos y lanzan una carcajada.

Vincent, el loco rojo, obra de una sensibilidad notable, conlleva detrás una historia de dolor y resiliencia. Es el regalo de los hijos a su madre, cuando debió atravesar un duro percance de salud: “No me quiero ir de esta vida antes de ver Vincent en escena”, les dijo ella y sus descendientes, apoyados en una fe inquebrantable, “cajonearon” la obra. Durante años, no se hizo el material, “si la hacemos, se muere”, se decían los hijos entre sí.

Finalmente, el monólogo conmovedor, que realiza funciones a sala llena, se estrenó en 2023 con Queli llorando y aplaudiendo en primera fila. Hasta “Walter”, el espectro que merodea la sala, se hizo presente aquella noche.

Sin medias tintas, los Berthold sirven café y se disponen a hablar con LA NACION de todo aquello que para muchos resuena como inenarrable, por el dolor. Ellos revierten la ecuación y se ríen a carcajadas.

Todos al teatro

Queli Berthold es la matriarca del grupo, una mujer de ojos bien vivaces y sonrisa a flor de piel. Fotógrafa, artista plástica y escenógrafa adoptó el apellido de su marido, su “mecenas”, como ella lo define, y de entrada reconoce que “hasta ahora, nunca habíamos trabajado todos juntos en un mismo proyecto”. Van Gogh obró el milagro.

Queli Berthold transmite serenidad y fortaleza de espíritu

Ricardo, para todos “Dicky”, el papá, se ha dedicado a la economía y el mundo empresarial -muchos años fue vicepresidente de una automotriz alemana-, pero siempre enarboló una profunda sensibilidad por el arte. Actualmente, trabaja ad honorem como presidente del Hospital Alemán. “Muchos años vendió las entradas en la boletería”, recuerda Guillermo. El progenitor más formal tampoco se salvó de la “secta artística”.

Tal es la simbiosis del grupo que, en diversas ocasiones, Queli y Dicky fueron alumnos de teatro de sus propios hijos. “Papá fue el actor más rebelde que tuvimos”, afirma Flor.

Se les confunden las temporadas. Es la pasión que los envuelve y que hace que, entre todos, vayan escribiendo las páginas de este espacio, dentro de la gran biósfera del teatro independiente porteño, un bastión de nuestra teatralidad.

Hubo que desarmar un taller mecánico para construir la sala teatral y el taller de arte El Grito

Podrían escribir una bitácora de anécdotas interminable: “Una noche, dos muchachos dijeron: ´El señor de la boletería se parece mucho al vicepresidente de Mercedes Benz´”, recuerda Queli. Y Guillermo remata rememorando que “era gente del mundo automotriz y no podían creer que una persona con ese cargo estuviese vendiendo las entradas de un teatro independiente”.

Papá Dicky utilizaba un chaleco rojo y gris de la década del treinta, que había pertenecido a su padre, y acompañaba el outfit con una camisa cuello mao. “Se tomaba muy en serio el trabajo de boletero”, reconoce Flor, quien también es la autora y directora de Yo no soy Frida, actualmente en cartel en la sala familiar.

Desde ya, no siempre todas fueron rosas, “hemos salido a la vereda a invitar a la gente entrar”, recuerda Queli. Hoy El Grito trabaja con sus funciones a sala colmada. Historia, prestigio, buena curaduría de programación hicieron lo suyo a lo largo de estos años de siembra y recolección.

Florencia Berthold se formó en Argentina y en España como actriz, escritora y directora

Vincent, el loco rojo, es una de las perlas que viene ocupando la cartelera de El Grito desde hace varias temporadas. La propuesta realizó varias giras y fue merecidamente reconocida con galardones como el prestigioso premio Vilches que se entrega en la ciudad de Mar del Plata. “Todos habíamos trabajado con todos, pero nunca coincidido en un mismo proyecto”, reconoce la mamá, con inocultable orgullo y un timbre de voz tan dulce como pausado.

Pero también, el equipo de los Berthold sabe dejar que sus integrantes abran sus alas y se involucren en otros espacios. Todos estudiaron en instituciones como la UNA y con grandes maestros, como Javier Daulte, Ricardo Bartís, Mauricio Kartún, Andrea Garrote, Carlos Kaspar.

“De mamá heredamos la parte más artística. Siendo muy chicos, todos estudiamos teatro con Virginia Lago, quien fundó el teatro junto con Queli”, recuerda Guillermo.

Joaquín Berthold pone de pie a la figura de Vincent Van Gogh

El 25 de abril de 2005 se levantó, por primera vez, el telón de la sala. Lago ya no forma parte del equipo, pero todos las recuerdan con mucho cariño. El espacio era un taller mecánico, con lo cual hubo que hacerle un gran trabajo de refacción para poder reconvertirlo en espacio de arte.

“Recuerdo ver a mamá pintando y nosotros actuando, una linda conjunción, porque el trabajo del artista plástico es muy solitario y el teatro es colectivo”, sostiene Guillermo. En los inicios, el espacio fue El Grito, teatro taller, debido al ADN de la plástica que le impuso la artista y su nombre, justamente, devino de “El grito”, la obra múltiple del noruego Edvard Munch.

La familia Berthold en la platea de El Grito, acogedora y siempre disputa a recibir a los espectadores

En El Grito se respira arte y vida. Las obras de Queli están expuestas por todos lados. Un cuarto en el foyer homenajea a Van Gogh. Más allá, un barcito precioso. En un lateral el taller de arte de Queli y en el primer piso, la sala. Un mundo dentro del mundo en la calle Costa Rica.

Dolor devenido en arte

“Como Vincent, el loco rojo fue un regalo para mamá cuando atravesó su enfermedad, siempre soñé que debíamos estar todos involucrados”, adelanta Joaquín. Queli les inculcó la pasión por autor del icónico seriado “El dormitorio de Arlés” que ella enarbola. “Fue antes de mi operación”, recuerda.

“Mamá tenía que hacerse una operación muy difícil en Brasil”, dice Joaquín y su hermana Flor agrega “no le daban buen pronóstico, por eso pensamos que la obra había que hacerla sin perder tiempo”. En tres días, Flor escribió el texto que, desde ya, en el proceso de puesta en escena y dirección, también bajo su responsabilidad, sufrió algún cambio. “Mi mamá me dijo ´no me quiero ir antes de ver Vincent´, así que la guardé unos años”.

Esperanzados en la recuperación que, desde ya, aconteció, una espléndida Queli les recuerda a sus hijos que “cajonearon” la pieza durante ocho años. Una suerte de cábala. Tenerla guardada implicaba tener fe en la sanación de su madre y que el diagnóstico de cáncer se convirtiese en un recuerdo.

Joaquín, antes que Queli partiera a Brasil para operarse, le cuenta sobre la realidad del proyecto y le leyó el material. “Me lloré todo con el texto y les dije: ‘No lo pueden dejar de hacer en teatro, no me puedo morir hasta que no verlo en escena’, y me fui a operar”.

“No sabíamos si iba a volver”, remarca Flor, dejando en claro la gravedad del cuadro. “Había solo veinticinco por ciento de probabilidades de recuperación”, reconoce la hija.

Queli se recuperó, en el medio aconteció la pandemia, y surgieron compromisos laborales de los tres hijos que fueron postergando el estreno, aunque, en realidad, todos sabían que había una cábala de por medio. Cuando a Queli se le repitió el diagnóstico, nadie bajó los brazos. “Hubiera sido terrible hacerlo sin que ella estuviera en vida, porque fue algo pensado para que lo viera”, remarca la hija. Finalmente, estrenaron. Hablan con naturalidad. Sin prejuicios. “En nuestra familia nunca hubo temas tabúes”, remarca Joaquín. “En la mesa de casa se habló todo”, dice Guillermo y su hermana, de carcajada estruendosa reconoce que “también salíamos corriendo por la calle cuando nos peleábamos”.

La otra vocación

Los hijos de Queli y Dicky heredaron dos pasiones bien vocacionales. De parte de madre, lo referente al arte y, por parte de padre, el desempeño deportivo. A todos los atraviesan los trastos y las bambalinas tanto como el césped de una cancha de hockey, siendo profesionales del plantel de Sociedad Alemana de Gimnasia de Los Polvorines. “Nuestro abuelo fundó ese club”, cuenta Joaquín. La institución albergó a toda la familia, allí jugaron desde aquel abuelo hasta los bisnietos de hoy.

“Tuvimos padres muy pasionales y heredamos de cada uno aquello que los conmovía”, reconoce Joaquín. Papá “Dicky”, en estos días, jugará el Mundial sub 80 de hockey en Europa. Nada menos.

Cuando El Grito se inmiscuyó en la vida familiar, las cenas de los sábados eran para reflexionar sobre arte y la de los domingos para comentar el desempeño de los muchachos en el partido de hockey. “De todos modos, antes de dedicarnos a nuestra vocación fuimos a ver mucho teatro”, explica Flor, dejando en claro que, desde siempre, las aguas estuvieron repartidas.

Cuando Guillermo y Joaquín hacían Amarillo, de Carlos Somigliana, en el Teatro del Pueblo, ambos jugaban los domingos al jockey antes o casi sobre la función: “Llegaba a la sala y Sergio Surraco y Luis Campos, integrantes del elenco, me miraban preguntándome por mi hermano. Los calmaba, les decía que ya llegaba, pero, en realidad, lo había dejado jugando”, recuerda Guillermo.

Joaquín no se olvida que “me ha pasado en teatro comercial que no querían dar sala hasta que yo no llegara, pero les mentía y les decía que estaba en el estacionamiento cuando, en realidad, andaba por la Panamericana”. Sacrificios de quienes tienen dos vocaciones muy marcadas. “Siempre llegan a tiempo”, tranquiliza la hermana condescendiente.

Guillermo Berthold se encarga de programar el espacio. Además, desarrolla su trabajo en mundo audiovisual

“Antes de El Grito, yo trabajaba como actriz en Prohibido suicidarse en primavera y, en una de las funciones, en la escena en la que uno de los personajes toma al mío a la fuerza, Guille, se subió al escenario y dijo: ‘Dejá a mí mamá, dejá a mi mamá´. Empezaron muy chiquitos a hacer teatro”, recuerda Queli, entre risas.

Guillermo es el que media entre el resto de la familia. Además, con calma y bajo perfil, junto a un socio es el responsable de programar El Grito, sala que cuenta con una muy buena curaduría. “Hay un criterio compartido por todos nosotros”, sostiene.

Anecdotario

Joaquín Berthold recuerda que, en una de las últimas funciones de Vincent, el loco rojo, un espectador le preguntó “¿de qué vive un actor?”. Las anécdotas con el público se suceden incontables a lo largo de veinte años de vida de una sala siempre viva.

Como en el espacio todo es arte, una espectadora confundida se adentró en el lugar equivocado y calmó sus necesidades más básicas en un inodoro de utilería que debía ser utilizado minutos después en una función.

Queli Berthold junto a algunas de sus obras expuestas en el foyer de la sala familiar

Todos reconocen que en El Grito habita un fantasma y aseguran haberlo percibido. Lo llaman “Walter”, por un personaje que interpretó Joaquín y que, según dicen con convicción, se quedó a vivir allí. “Estaba trabajando a las dos de la mañana, haciendo una artesanía, y sentí que alguien bajaba la escalera. Salí corriendo a la calle y le pedí cobijo a la vecina”, rememora Queli. “Yo lo saludo y lo invoco, aunque, alguna vez, he sentido que me echaba”, dice Joaquín, quien no duda en abandonar el lugar cuando esa sensación se apodera de él. El actor, además, forma parte de la obra Subacuática, dirigida por Luciano Cáceres y acompañado por Juana Viale.

El actor Luciano Cáceres, que trabajó mucho con los Berthold, también da fe de la existencia del espectro. Para Flor tiene que ver con que ha escrito y montado varias obras sobre figuras fallecidas como Alejandra Pizarnik, Isadora Dunkan y Camille Claudel. “‘Walter’ es un gran anfitrión, le gusta el teatro, lo percibí en reflejos, contra espejos”, argumenta.

Ahora es la palabra es el libro escrito por Queli Berthold donde narra parte de su vida y se adentra en su obra. Las fotos familiares conmueven. Allí están ellos plasmados en páginas. Una forma de ubicar en el tangible papel aquello etéreo que solo se dibuja y eterniza en las retinas, el teatro.

Para agendar

Yo no soy Frida, viernes a las 20. Vincent, el loco rojo, sábados a las 20.30. Sala: El Grito (Costa Rica 5459)

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