Mal de escuela

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Daniel Pennac escribió su libro pensando en su historia personal como mal estudiante, como aquel que buscaba justificaciones para no hacer nada o para explicar sus fracasos en las materias. Navegaba en su desinterés y muchas veces se hundía en su aburrimiento. No creía en sí mismo y no había nadie que pudiese convencerlo de lo contrario. Su Mal de escuela es una reflexión personal sobre lo que les ocurre a muchos estudiantes. Pero también es un reconocimiento a quienes lo sacaban de su letargo suspendiendo o haciéndole olvidar en el tiempo del dictado de matemáticas o literatura lo que sentía de sí mismo. En esas horas aprendía, se sumergía en temas que esfumaban su poca autoestima. Recuperaba la fe, esa que lo convirtió en profesor y escritor. Y en un ser humano.

Miles de estudiantes bonaerenses, y de otros distritos, pasan por esa experiencia a menudo. Los primeros, y quizá en eso radique su singularidad, acompañados de otros males, corroborados por datos objetivos. La política educativa de la provincia de Buenos Aires, de las últimas dos décadas, es la narración de una película sobre un fracaso colectivo: emigración (o deseo de ello) de los sectores medios de la educación de gestión estatal, dificultades de comprensión lectora en los estudiantes, de resolución de problemas matemáticos, en situar países o accidentes geográficos en mapas, y otras carencias de base, como las condiciones de educabilidad (alimentación, contexto sociocultural y económico, apoyo familiar) que dificultan o impiden la incorporación de aprendizajes. Agudiza todo un sistema hipercentralizado, burocratizado y normado hasta el hartazgo.

La última reforma, un ciclo lectivo con instancias de intensificación y profundización en distintos momentos, nuevas formas de calificación, aprobación por materias no por curso, muestra la impotencia del gobierno de Axel Kicillof. Parece, o es, una estrategia elaborada para contener estudiantes y lograr menor desgranamiento escolar, componiendo de ese modo, una estadística aceptable pero artificial: mejores números en matrícula inicial y final por año, menor deserción, más egresos. El esfuerzo de quienes estudian, principales destinatarios del sistema, nuevamente es devaluado, la exigencia es exiliada y aquello que conforma un carácter, se expulsa de las aulas. La disciplina de trabajo, que supone aprender junto a pares, es licuada. Reformas sobre reformas, con adjetivaciones nuevas y lenguajes específicos “para entendidos” que se revelan cuando se escucha a funcionarios que se presentan satisfechos. Parecía tener razón Vargas Llosa cuando decía que la teoría es una forma de la ficción. Ante los resultados, el lenguaje solo expresa vacío.

Todo es reemplazado por nuevos términos, distintas instancias, nuevas planillas y creativos cálculos. El resultado: probablemente sea igual o peor. Las políticas educativas trabajan en el presente y parte, quizá la más sustantiva, de sus resultados se observan en el futuro. En el territorio bonaerense, nada hace aventurar un porvenir mejor para una mayoría empobrecida que transita las escuelas provinciales. La escuela como lugar donde dentro de sus espacios se suspenden por unas horas nuestras realidades y expectativas, y nos sumergimos en las cosas, las ideas y las creaciones, en igualdad con otros, está devaluada. Las estadísticas son elocuentes, tanto como la ceguera ante una realidad desesperante.

Ninguna historia personal, común o conocida, como la de Pennac, niega la necesidad de dedicación, de tiempo y de concentración que requiere el aprendizaje. A contrapelo de los hacedores del fracaso que contamos, es lo que más narran esas biografías: esos momentos en los que se vencía una dificultad, se resolvía un teorema, se comprendía la hondura de una trama, luego de un arduo trabajo. En la jurisdicción más grande del país, las políticas públicas complican y destruyen lo más claro y profundo, que es el acto de educar. En él, la ideología, sigue borrando de la imaginación de los niños su derecho al futuro. Ironías de los ideólogos: sus eslóganes son siempre contradichos por los hechos. En este caso, acompañados por la vergüenza ajena.

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