Manuscrito: el peligro de prestar un libro

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Entre 1880 y 1920, la humanidad vivió algunos de sus enfrentamientos más brutales: el conflicto de los bóer en Sudáfrica, la rebelión de los bóxers en China, la Primera Guerra Mundial en el corazón mismo de Europa. Sin embargo, para muchas personas, había un lugar más temible que las trincheras salpicadas de pólvora y sangre: una biblioteca.

A finales del siglo XIX, la tuberculosis, la viruela y la fiebre escarlatina eran comunes, y el conocimiento sobre cómo se transmitían esas infecciones seguía siendo rudimentario. En 1879, W. F. Poole, un bibliotecario de Chicago, les preguntó a un puñado de médicos si creían posible que una persona contagiara esas enfermedades por medio de un libro. Le dijeron que sí, que era probable, tal vez sin imaginar que esa presunción iba a desatar una psicosis en Estados Unidos y Gran Bretaña que los historiadores bautizarían como “el Gran pánico del libro”.

En 1895, el terror alcanzó nuevas alturas cuando Jessie Allen, una joven bibliotecaria de Nebraska, murió a causa de tuberculosis. Sin evidencias, pero sin dudas, un gran número de personas afirmó que su deceso era, con mucha seguridad, producto de aquel infame contagio literario. La gente temía “inhalar el polvo de los libros” y “contraer cáncer al entrar en contacto con tejido maligno escupido sobre las páginas”, como destaca el historiador estadounidense Gerald S. Greenberg en su artículo Los libros como portadores de enfermedades.

Varios científicos del período intentaron dar respuesta a esta insólita crisis. En el American Journal of Pharmacy, un tal William R. Reinick reportó varios incidentes de gonorrea atribuidos a libros y la muerte de 40 cobayos “inoculados” con papel sucio de biblioteca. Annika Mann, autora de Reading Contagion, un libro que explora este episodio, da cuenta de un curioso experimento protagonizado por un mono al que alimentaron con “páginas contaminadas” embebidas en leche. No está claro qué ocurrió con él. Frente a la presión pública, algunas bibliotecas se comprometieron a desinfectar sus colecciones con vapor o formol. Otras, con el aval de la comunidad médica, incineraron parte de su acervo.

La creencia duró algunas décadas más, pero para 1920 estaba casi erradicada. Sin datos científicos concluyentes ni hordas de bibliotecarios internados en terapia intensiva, la gente recuperó, eventualmente, la confianza en las bibliotecas públicas.

Pero el peligro de prestar libros adquirió nuevas e insidiosas formas. Hace más de cinco años, por ejemplo, le presté a un conocido Vida y destino, la genial novela del escritor y periodista soviético Vasili Grossman. Una edición hermosa, publicada en España, cuyas mil y pico de páginas agoté en pocas noches, como sumido en un trance.

El préstamo ocurrió en 2019. Luego llegó la pandemia y la cuarentena estricta, y perdí el rastro del conocido durante meses. Cuando se levantaron las restricciones, nos volvimos a cruzar cada tanto, pero en nuestras charlas ocasionales no decía nada de ese libro que le había confiado.

Un día, un poco harto de las evasivas, le pregunté si me podía devolver Vida y destino. “Estás confundido”, me respondió. “No me prestaste ningún libro”. No supe qué decir. Peor: le di la razón. Quizá yo estaba confundido. Y eso fue todo. Dasvidania, Vasili.

Los síntomas son malestar, tedio, ira contenida. Aparecen cada vez que veo llegar al conocido con su cara de piedra y fingida demencia literaria. Cada vez que me saluda como diciendo: “Acá no ha pasado nada”. Cada vez que me pregunta, con una sonrisa que se me hace demasiado punzante, qué estoy leyendo. No necesito experimentos con monos ni cobayos, conozco perfectamente lo que me pasa. Y aunque sigo prestando algunos libros a familiares y amigos, no me engaño. Sé que me consume un veneno. Un veneno bastante inútil, porque me afecta solo a mí. Por ahora, me niego a buscarle una cura.

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