“Tuvimos un hermoso sueño y eso fue todo”, sugieren que la última Reina de Francia dijo a su hijo en sus últimos días. La frase, sencilla y devastadora, resume el arco vital de María Antonieta de Austria, quien a los catorce años dejó Viena para convertirse en esposa del Delfín de Francia, futuro Luis XVI. Criada en la fastuosidad de Schönbrunn y educada bajo la disciplina musical y estética de su madre, la emperatriz María Teresa, la adolescente cruzó el Rin como símbolo de alianza política. No imaginaba que su destino la conduciría a un trono que se convertiría en cadalso.
Al instalarse en Versalles, la joven reina fue observada con la severidad de una corte rígida y ceremonial. Su frescura vienesa, tan distante del encorsetado protocolo francés, generó recelo, pero también fascinación. Allí donde los borbones exigían severidad, ella derramaba juventud, teatralidad y un brillo lúdico que se expresó sobre todo en la moda. Los retratos oficiales la muestran primero en la indumentaria reglada del Antiguo Régimen, sin embargo, pronto impuso un estilo propio, el célebre pouf en el peinado, las telas etéreas de muselina y los vestidos claros del Petit Trianon, con los que sustituyó la pesadez de brocados por un aire de naturalidad artificiosa que encendió polémicas y tendencias.
De sus estilismos emergieron dos caminos que aún hoy son referencia: el esplendor ornamental de los trajes de corte, que transformó en espectáculos textiles donde se exhibía su poder, y la delicadeza casi pastoril con que se retrataba en jardines y pabellones privados, donde aparecía como una ninfa campestre. Esta dualidad –el exceso y la sencillez ensayada– es lo que la convirtió en ícono: un espejo que multiplicaba contradicciones y deseos de toda una época.
La corte, siempre presta al murmullo, vio en esas elecciones una frivolidad escandalosa. Sin embargo, la posteridad ha decantado esas audacias como fundacionales de un lenguaje estético que fusionó lo teatral con lo íntimo. “Su estilo fue, al mismo tiempo, un manifiesto político involuntario y una declaración de independencia femenina”, reflexiona Sarah Grant, doctora en Historia del Arte y especialista en cultura material del siglo XVIII, formada en el Courtauld Institute of Art y actual investigadora del Victoria & Albert Museum, el sitio donde ha curado la primera muestra en el Reino Unido dedicada solamente a María Antonieta.
Fue precisamente ese contraste el que fijó a la joven reina en la memoria colectiva. Odiada por quienes la acusaban de derrochadora, adorada por aquellos que veían en ella una monarca moderna, María Antonieta supo construir un aura que trascendió su propia tragedia. “La singular combinación de glamour, espectáculo y tragedia que presenta sigue siendo tan embriagadora hoy como lo fue en el siglo XVIII”, apunta Grant.
Ese fulgor es el que Londres celebra en la exposición Estilo María Antonieta, abierta en el Victoria & Albert Museum de South Kensington hasta abril de 2026. Son 250 piezas provenientes de colecciones internacionales, con préstamos del Palacio de Versalles jamás vistos fuera de Francia.
El recorrido ofrece desde prendas originales de la soberana hasta reinterpretaciones contemporáneas, vestuario cinematográfico y diseños de alta costura. “Queríamos mostrar cómo una mujer que murió hace más de dos siglos continúa inspirando a cineastas, diseñadores y artistas de todo el mundo –explica Grant–. Lo que proponemos aquí es una inmersión en ese legado, más que una cronología biográfica”.
El eco de una reina imposible
El montaje que el V&A ha diseñado busca entender por qué su magnetismo no ha cesado en más de dos siglos. En el corazón del proyecto aparece la sabia mano de Grant, quien confiesa: “la historia de María Antonieta ha sido narrada y readaptada por cada generación para adaptarla a sus propios fines. Esa maleabilidad es lo que ha hecho de ella una figura inasible, siempre en transformación, un ícono capaz de dialogar con épocas que poco tendrían que ver con la Francia prerrevolucionaria”.
En la muestra un espacio olfativo recrea su perfume, con notas de rosa, jazmín y azahar
La muestra no se organiza como un simple despliegue de objetos, sino como una dramaturgia sensorial. El visitante atraviesa salas donde conviven zapatos de seda bordados con fragmentos de trajes de corte, al lado de proyecciones que recrean escenas de Versalles o ambientes íntimos del Petit Trianon. La museografía, rica en contrastes, resalta esa dualidad entre la reina pública y la mujer que buscaba refugio en una campiña idealizada. “No queríamos un relato lineal, sino una experiencia –comenta Grant–. Cada sala es una escena teatral en la que el visitante se convierte en espectador, pero también en cómplice de una historia de belleza y exceso”.
El recorrido se abre con la juventud vienesa, con retratos y pequeños objetos que evocan su educación en Schönbrunn. A partir de allí, el ascenso a la corte francesa se traduce en un despliegue de opulencia: vestidos bordados en hilos de oro, abanicos de marfil, joyas que condensan la obsesión por el detalle. Sin embargo, pronto la narrativa se quiebra para mostrar cómo la reina eligió un lenguaje estético alternativo: la muselina blanca, ligera, que irritó a la nobleza por considerarla demasiado sencilla para la etiqueta cortesana.
La muestra también incluye un espacio olfativo, donde se recrea el perfume predilecto de la reina, con notas de rosa, jazmín y azahar. Esta incorporación, lejos de ser anecdótica, permite entender cómo el estilo maría antonietesco fue una suma de estímulos sensoriales, no meramente visuales. “La moda, en su caso, era una atmósfera total, que se respiraba, se tocaba, se encarnaba en gestos”, señala Grant.
Las piezas provenientes de Versalles –muchas nunca antes vistas fuera de Francia– constituyen el corazón de la exposición. Hay vajillas, accesorios de tocador, fragmentos de textiles que hablan de la intimidad de la reina. El contraste con las reinterpretaciones contemporáneas de Moschino, Dior o Vivienne Westwood subraya el carácter transhistórico de esa estética. “La fascinación radica en que cada generación ha visto en ella un espejo de sus propios deseos y ansiedades”, apunta Grant.
El cierre del recorrido se centra en la figura mitificada, la María Antonieta cinematográfica y de pasarela, para sugerir que la memoria de la reina se ha convertido en un repertorio de gestos, colores y siluetas que la moda reinterpreta una y otra vez. El guion curatorial evita el juicio político para situarse en la intersección entre mito y estilo. “No buscamos absolverla ni condenarla –añade Grant–. Nos interesa mostrar cómo el artificio se convierte en verdad cuando logra sobrevivir al tiempo”.
La exposición, en este sentido, se presenta como un espejo invertido: no es la reina la que se nos revela, sino nosotros quienes nos reconocemos en su reflejo.
Los lenguajes de un estilo que aún respira
Hablar de la impronta de María Antonieta es apelar a una gramática de contrastes que llega a nuestros días. Su reinado en Versalles fue un laboratorio donde la etiqueta se transformó en un espectáculo y la sencillez aparente se convirtió en un signo de distinción. “Ella entendió que la indumentaria podía ser un arma de seducción, pero también un manifiesto estético –reflexiona Grant–. En sus vestidos vemos un gesto de libertad que incomodó tanto como fascinó”.
Uno de los rasgos que definieron su época fue el pouf, aquel peinado imposible de varios decímetros de altura que servía de lienzo para pequeñas alegorías. Coronado con plumas, frutas artificiales, maquetas de barcos o flores frescas, convertía la cabeza en escenario de fantasía. La moda capilar impulsada por la reina fue motivo de sátira, pero también un signo de modernidad. Los peinados transmitían un mensaje político, social y personal: hablaban de alianzas, victorias militares, aspiraciones íntimas.
En la vestimenta, la silueta cambió de manera radical. Los corsés rígidos y las faldas voluminosas de la etiqueta borbónica dieron paso a telas livianas y a un tipo de vestido menos encorsetado, el chemise à la reine. La mentada muselina blanca, sin adornos recargados, provocó escándalo. Sin embargo, abrió un camino hacia una moda más ligera, anticipando la naturalidad del siglo XIX. “Este vestido es probablemente el gesto más revolucionario de María Antonieta –asegura Grant–. En esa elección se condensa la tensión entre ser reina y querer ser mujer”.
El gusto por lo íntimo y lo pastoral también se expresó en los interiores que encargó. El Petit Trianon se convirtió en refugio, donde desplegó una estética inspirada en jardines ingleses, con espacios que simulaban rusticidad dentro de la más refinada artificiosidad. Las porcelanas de Sèvres, la vajilla diseñada especialmente para sus veladas y las telas suaves que cubrían las paredes crearon un ambiente de frescura campestre que contrastaba con el barroco severo de Versalles. Esa atmósfera híbrida ha inspirado a generaciones de diseñadores de interiores, desde el romanticismo decimonónico hasta las reinterpretaciones contemporáneas del shabby chic.
La influencia de sus elecciones llega hasta la paleta cromática. Los tonos pastel –rosas empolvados, azules pálidos, verdes agua– quedaron ligados para siempre a su iconografía. La ligereza de esas tonalidades sigue reapareciendo en colecciones de moda, en campañas publicitarias y en decoraciones que buscan transmitir dulzura sofisticada.
Pero quizá lo más perdurable haya sido su capacidad de hacer del exceso un lenguaje estético, un sistema donde la abundancia se transformaba en signo. Ese código continúa vivo. “Su estilo nunca fue neutral –continúa Grant–. O se lo amaba o se lo detestaba, pero jamás pasaba inadvertido. Ese poder sigue actuando en nuestro presente”.
Los rizos altísimos, los encajes vaporosos, las flores bordadas, las sedas con brillo nacarado son códigos visuales que se reeditan una y otra vez. Su lenguaje se ha vuelto universal, despegándose de la tragedia personal para convertirse en repertorio de inspiración colectiva.
Ecos creativos en el cine y la moda contemporánea
Si algo demuestra la exposición londinense es que el estilo de María Antonieta nunca se limitó al siglo XVIII. Su figura se convirtió en un archivo vivo al que los artistas vuelven una y otra vez, transformando su imagen en metáfora. Grant lo resume con precisión: “la reina más a la moda, más escrutada y controvertida de la historia se ha convertido en un lenguaje cultural. Su estilo es una gramática que cada creador reescribe a su manera”.
Sofía Coppola lo entendió en 2006 cuando estrenó su célebre Marie Antoinette, con Kirsten Dunst como protagonista. La película no buscaba la fidelidad histórica, sino la atmósfera: zapatillas de Converse que se cuelan en el plano, música de The Strokes y un vestuario desbordante de dulces colores. “Coppola hizo visible que la reina podía ser leída como una pop star”, señala Grant. El vestuario de la película, con zapatos diseñados por Manolo Blahnik, abrió un nuevo diálogo entre el pasado cortesano y la sensibilidad contemporánea, consagrando a la reina como musa de la cultura pop.
En paralelo, la moda de pasarela recogió ese legado y lo llevó a un territorio irreverente. Vivienne Westwood se inspiró en el corsé y la teatralidad de Versalles para dotarlos de un carácter punk. Su reinterpretación del traje de corte, con faldas desestructuradas y colores explosivos, reveló que la estética de Antonieta podía ser tan rebelde como aristocrática. “Westwood comprendió que en la figura de la reina coexistían la elegancia y la insubordinación –comenta Grant–. Su manera de traducirla fue convertirla en símbolo de resistencia a las normas de la moda”.
Moschino también jugó con ese imaginario, llevando la ironía al extremo. Sus colecciones han recuperado pelucas monumentales, corsetería exagerada y un simbolismo donde el exceso se vuelve sátira contemporánea.
Otros nombres, como Dior, Valentino o Chanel, han preferido exaltar el costado etéreo y romántico: los tonos pastel, los encajes delicados, la muselina de su chemise à la reine. “Lo fascinante es que no hay una única María Antonieta en el presente –subraya Grant–. Cada diseñador encuentra en ella un repertorio distinto: la rebelde, la romántica, la víctima, la diva”.
La muestra del V&A trabaja estos contrastes mediante un montaje que pone frente a frente un par de zapatillas bordadas de la reina con zapatos de Blahnik, o un vestido de corte con creaciones de Westwood. El efecto es claro: la distancia temporal desaparece y lo que queda es una continuidad estética.
“Lo que perdura no es la reina histórica, sino la energía de su estilo”, concluye Grant. “Me lo han quitado todo, excepto mi corazón”, dijo la monarca mientras la juzgaban. Esa energía, a la vez lúdica y trágica, ligera y monumental sigue marcando caminos.