Martín Sivak es periodista, pero también editor. Podríamos decir escritor de no ficción, aunque, en rigor, es escritor a secas. Su obra se mueve entre la crónica, la investigación y la memoria personal. En el ciclo Conversaciones, Sivak presentó su nuevo libro, La Llorería, que acaba de ver la luz y que dialoga de manera íntima con El salto de papá, su obra más reconocida, publicada en doce ediciones en Argentina. Si aquel libro abordaba la figura de su padre, este nuevo trabajo funciona casi como un díptico que se completa desde la experiencia personal y familiar.
En la charla, Sivak recorrió algunos de los núcleos de La Llorería: el diario de una separación, la evocación de un viaje formativo a Tijuana junto al documentalista británico Sean Langan y la memoria de su madre, atravesada por la enfermedad y la pulsión vital. También habló de los duelos, de la amistad como refugio y de la potencia del humor aun en medio del dolor, además de contar cómo encontró en unas cartas familiares el inesperado cierre de un libro que le llevó años escribir.
¿Qué te trajo hasta La Llorería?
-En principio, poder hablar de este libro, que tiene que ver con la insistencia en escribir y contar algo. Yo no tengo el don de la escritura. Hay gente que escribe muy rápido, muy bien. En mi caso, lo que me trajo hasta acá fue esa insistencia: escribir, reescribir, hasta poder terminar un libro. Es un trabajo enorme, contrario a la idea de que se escribe rápido y que las cosas pueden sacarse de encima con facilidad.
¿Vos decís que no escribís bien?
-Lo que quiero decir es que escribo con faltas de ortografía, con problemas de concordancia, y reescribo mucho más de lo que escribo. Eso me hizo recordar cuando era chico y estudiaba bandoneón. Mi gran ídolo era Piazzolla, y una vez le preguntaron: “Maestro, ¿en qué momento del día usted se inspira para componer, para crear?”, esperando una respuesta como “mirando un atardecer”. Y Piazzolla contestó: “Ocho horas sentado en la silla”. Entonces, si Piazzolla dijo eso, lo que nos queda al resto no son ocho, sino quizá catorce horas.
¿Y por qué este libro? ¿Y por qué ahora?
-La razón de un libro, para mí, siempre tiene que ver con escribir sobre las cosas que realmente importan. Este es el décimo que publico y todos existen porque me importaron mucho. No se trata de cálculos sobre lectores o sobre el momento oportuno. Cada libro responde a algo que me tocó profundamente.
Este trata tres historias supuestamente inconexas. Una es el diario de una separación, un dolor universal que todos atravesamos. En medio de ese diario de agobio y sufrimiento apareció una pulsión vital: recordar quizá el mejor trabajo que tuve en mi vida, cuando viajé de Buenos Aires a Tijuana con Sean Langan, un gran documentalista británico. Tenía 25 o 26 años, y fue una experiencia formativa tanto laboral como sentimental.
Ese diario convivió con la evocación de ese viaje, que a su vez se partió en tres. El primer recreo fue cuando Sean volvió a Londres porque nacía su hijo. Yo regresé a la Argentina, donde murió mi mamá. Esa muerte, en medio de una experiencia extraordinaria, me llevó a escribir sobre su vida y sus años de lucha contra el cáncer.
El libro termina siendo sobre esas tres historias. Con la reescritura y el paso del tiempo, pude intentar amalgamarlas y darles sentido. El sentido de los duelos: los duelos amorosos, el duelo por la muerte de mi madre, y también esa amistad extraordinaria con Sean, que después fue secuestrado por los talibanes. Su vida es muy extraordinaria y tuve la suerte de acompañarlo. Hoy somos muy amigos.
¿Por qué elegiste llamar al libro La Llorería?
-Es una frase que decía mi papá cuando, de chicos, perdíamos en un partido de fútbol u otra competencia y nos quejábamos. Él decía: “A llorar a la llorería”. Esa expresión quedó. Y en este libro, con bastante pudor, el narrador llora mucho por distintas circunstancias. Pero lo de “a llorar a la llorería” no es un “bancátela”, sino que el llanto es parte del desborde. Y este libro tiene mucho de desborde, que no quise disimular. No tenía título hasta último momento, cuando apareció esa palabra. La discutimos con las editoras y quedó.
Hay una frase tuya en el libro que es brutal y muy potente: “Mamá intentó lo que papá no pudo o no quiso: quedarse”. ¿Qué querés decir?
-Creo que es una frase que me llevó toda la vida. A veces es absurdo hablar de orfandad a los 49 años, teniendo hijos, pero siempre queda la pregunta: ¿cuándo uno deja de ser huérfano? Mi papá se suicidó, mi mamá estuvo enferma de cáncer. Y aun en ese contexto difícil, ella tuvo una pulsión de vida que quizás sea el legado más hermoso que nos dejó.
El libro también habla de eso: de la pulsión de vida de mi madre, incluso en sus últimas horas. Ella era hija de un imprentero español, bibliotecaria, y el sentido de su vida era formar una familia. Fue incondicional con sus hijos. A diferencia de mi padre, que tuvo una vida más extravagante, ella estaba consagrada a lo familiar.
Durante años este libro no tenía final, hasta que en una mudanza encontré cartas que mi mamá le escribió a mi papá cuando él estaba preso por razones políticas en 1969. Eso me dio el cierre que necesitaba.
En esa línea, vamos a entrar en la cocina de la escritura. La estructura de la novela que vos anticipaste tiene tres ejes. Pero no es que se cierra uno y arranca el otro, sino que aparecen, vuelven, se cruzan. Eso obliga al lector a hacer el recorrido completo. ¿Cuánto tiene eso de espontáneo y cuánto de pensado?
-Hay mucho de ensayo y error. Nunca tengo una idea muy clara de cómo va a ser un capítulo. Es más bien intuición, reescritura e insistencia. Mucha lectura también. Este libro está atravesado por lecturas de estos años, desde Apegos feroces de Vivian Gornick hasta [Emmanuel] Carrère. Me fascinó la literatura de padres, de madres, y la de corresponsales de guerra, esa gente que deliberadamente se expone y arriesga su vida como algo necesario. Todo eso influye en cómo escribo y reescribo. Los libros me llevan mucho tiempo, no por jactancia, sino porque no sé escribir de otra manera.
Vale aclarar que el libro aborda episodios duros, tristes, pero al mismo tiempo tenés un talento para mechar humor.
-Sí, en esos años horrendos del cáncer de mi mamá había algo celebratorio en ella, la posibilidad de insistir. Quería salvarse por sus hijos. Era psicóloga, quería tener más pacientes, recuperarse. Había algo festivo, a pesar de que quizá veía lo que nosotros no: que iba a morir.
Te doy un ejemplo de esa dinámica. En la página 172 decís: “Fue la primera vez, hasta entonces, que sentí una desesperación que podía pagarse solamente con la muerte. Vi también con una nueva luz el dilema de mi papá el día que decidió tirarse desde un edificio al vacío y estaba, por azar, en un piso 16, 15 años más tarde”. Dos párrafos después, hablás con el inglés y le decís: “¿Y qué tengo que casarme con una contadora?” y él responde: “Si querés evitarme los dramas, sí”. Esa capacidad de reírte de vos mismo es genial.
-Sí, Sean fue un gran interlocutor, un maestro en ese arte. Cuando lo conocí era una estrella de la BBC, corresponsal de guerra. Después de ser secuestrado por los talibanes, su vida colapsó. Y aun así conservó una pulsión de vida, la misma que vi en mi madre: la de burlarse de las supuestas desgracias. Eso me lo enseñó mucho Sean, a desdramatizar y también a reírse de sí mismo.
Viviste con él desde episodios de tiroteos hasta cenas en Londres interrumpidas por un ratón…
-Sí. Sean fue un gran generador de situaciones absurdas. Yo nunca entendí por qué alguien decide arriesgar su vida por escribir o filmar. Él tenía como objetivo entrevistar a Bin Laden, y fue a montañas donde podían matarlo. Finalmente lo secuestraron, pero aun en esa situación buscaba la manera de reírse. Su libro tentativo se llama Hotel Talibán, justamente para desdramatizar.
Me conmueve esa pregunta que él mismo se hace: “¿Cómo les explico a mis hijos que arriesgué mi vida?”. No era paranoia: había antecedentes de periodistas asesinados. Él se salvó porque Channel 4 de Londres pagó un rescate, aunque era ilegal. Su carrera se vino abajo, pero me interesa contar esa declinación con dignidad. No lo vivió como un final, sino como un sentido distinto para su vida.
Mencionás que abordás su historia, pero lo hiciste con su consentimiento.
-Sí, soy gran admirador de Carrère y obviamente fue una inspiración. Pero la intimidad de los otros hay que cuidarla. Con Sean todo estuvo sobre la mesa. Hay un pacto implícito de amistad de 25 años.
Mi editora, Maga [Magalí] Etchebarne, me dijo algo que me iluminó: que este es un libro sobre la amistad. Y es cierto. Nuestra amistad sobrevivió un documental que ni siquiera recomiendo, pero sí sobrevivió 25 años de avatares.
En varios momentos duros te apoyaste en un entramado de amigos.
-Sí, de hecho el libro está dedicado a mis amigos más cercanos. Es un agradecimiento enorme por esa amistad de tantos años. (Solloza).
¿Sos muy llorón?
-Sí, un montón (ríe). Lloro por temas muy diversos. No lo digo jactanciosamente ni como invitación al llanto.
En mi familia decimos “me meché” cuando nos emocionamos.
-(Ríe). Mi hijo mayor, Cami, cuando me ve llorando por algo supuestamente sin importancia, me dice irónicamente: “¿Momento sentimental?”. Y yo le contesto: “Sí, momento sentimental”.
En esa línea, hay una frase buenísima. Vos y Sean están riéndose y decís: “Vos casi lloraste cuatro veces”. Y rematás: “Yo fui el valiente porque lloré de verdad”.
-Sí, con Sean había encuentros muy desbordados de emoción. Él estuvo muchas veces al borde de la muerte. Había cuidado y protección recíprocos. Cuando murió mi mamá, volví a viajar con él a Honduras y Guatemala. Compartí ese duelo tan grande con alguien que entonces era casi un desconocido. Eso dejó una huella muy fuerte en nosotros y en nuestra amistad.
Me parece que es muy valioso y no me quiero emocionar. Es como si vos pudiste abrir un canal de comunicación con tu hijo en el cual son capaces de llorar arriba de un avión los dos juntos varias veces. Pero lo digo de manera positiva, no como si fuera melodrama. Sí, es parte del recorrido, es parte de la vida. Y que vos puedas sentarte y tu hijo al lado y los dos están llorando…
-La fragilidad no es mala. Exponerla no es ni bueno ni malo, pero disimularla sí lo es. El libro tiene que ver con esa posibilidad. No creo que la escritura sane, pero sí ordena un desorden.
Es que es esta capacidad que has tenido de mostrar las partes arduas, pero también las zonas luminosas, y reírte de vos mismo, de esa cosa que también como lector se agradece.
-Gracias. No sé si uno escribe para algo, pero supongo que la razón es que lo que se cuenta no quede en un regodeo personal, sino que pueda rozar lo universal.
Ahora hablemos de las cartas.
-Encontré un sobre de papel madera que decía “cartas mamá, papá”. Mi mamá tenía muy mala letra. Yo también y por eso me sentí muy próximo a mi mamá, que en su momento no las había podido entender por la letra. Entonces en la mudanza me empeciné en entender. Que es un ejercicio al trabajar con una mala letra, que es también pura insistencia. Podés encontrar el sentido, las palabras, los giros. Y de repente, ese libro que no tenía final frente a esa conmoción de las cartas de mi mamá a mi papá a los 26 años, la misma edad que yo tenía cuando empecé el viaje con Sean me dieron un final que es como una especie de descubrimiento de una mamá que en ese momento no era mamá, porque tuvo años más tarde de esa mujer totalmente enamorada y consagrada a ese proyecto familiar. Y también encontré a mi papá, mi papá desprolijo, descuidado, que no le contestaba todas las cartas cuando estaba en la cárcel. Entonces ahí me sentí también un poco representado.
Y apareció algo desconocido en mi mamá. Y en este libro no entrevisté a nadie, a diferencia del libro de mi papá ahí sí hice una suerte de pesquisa. Acá lo que de la historia mamá, su hermana Piti, que es una tía que quise muchísimo, descubrió en un viaje que nosotros del lado materno somos también judíos. Entonces, salvo esa parte que es mérito de mi tía Pity, que falleció en pandemia.
No quise hacer una pesquisa y confié más en mis recuerdos. Pero el único material nuevo son esas cartas que son como una salida. A veces los libros no tienen final y esas cartas me dieron un final.
Con el desafío que conlleva meterse en la eventual intimidad de tus papás. Porque no sabías el contenido contenido pero si se ponían por un recorrido que no quisieras ver, como por ejemplo el de ellos en la cama… Entonces fue tirarte a una pileta sin saber si había agua ahí abajo, ¿no?
-Sí, hubo incomodidad. Parecía que los espiaba. Pero las cartas eran más de la vida cotidiana, del enamoramiento. Fue un descubrimiento revelador.
Quiero leer un párrafo que me “mechó”. Dice: “En las cartas veo una forma del amor, el que puede parecerse a lo definitivo, algo que me ha quedado lejos por cierta inclinación a lo fugaz, lo demencial y los atajos con unas pocas excepciones… Solo lo separó la muerte de papá”.
-(Se emociona). Lo bueno de escribir es que no hay que hablar de lo escrito. Pero cuando se habla, se hace más difícil.
¿Vamos a abrir La Llorería acá?
-Y sí, son párrafos que tardan toda una vida en poder escribirse.
Últimas dos preguntas: ¿hay algún libro o película que te haya marcado? Para siempre sería una exageración…
-Sería interminable. Te diría Crimen y castigo. Soy lector compulsivo de géneros variados. Por mi formación leo historia y sociología, pero ahora más literatura. No tengo un libro definitivo pero creo que sería muy valioso tenerlo. Solo me salió decirte Crimen y castigo, que ahora por ahí es una lectura muy importante a los 20 y no sé qué me pasaría con volver a leerlo ahora.
Me pasa lo mismo.
-Releo poco, no por miedo a la decepción, sino porque hay demasiado por leer.
Y la última: ¿con quién te gustaría tener una última charla?
-Con mi mamá.
Me estás jodiendo. Creí que ibas a decir a tu papá…
-No, con mi mamá sin duda.