Matar por gritar un gol y la encrucijada de la Justicia

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El 19 de mayo de 2016, la noche porteña se tiñó de tragedia en un bar de la Capital Federal. Eduardo Nicolás Cicchino, un joven lleno de vida, celebraba con amigos un triunfo de su equipo. Un grito de gol, un estallido de alegría, desató la furia de Gustavo Aníbal Olivera. Según los fundamentos de la sentencia, Olivera profirió insultos cargados de odio: “¡Bosteros de m…!” o “¡Estos bosteros p… ganaron otra vez!”. Lo que comenzó como una cadena de insultos verbales escaló hasta una violencia finalmente irreversible. Olivera, sin mediar advertencia, extrajo una navaja oculta y asestó una puñalada en el área cardíaca de Eduardo, quien solo había intentado mediar en el altercado. La herida, profunda y certera, causó un taponamiento cardíaco y una ruptura en el ventrículo izquierdo. Eduardo luchó por su vida hasta el 2 de junio de 2016, pero no sobrevivió.

El 19 de mayo de 2017, Olivera fue condenado a 16 años de prisión por homicidio simple, una pena que, con las accesorias legales, lo mantendría tras las rejas hasta el 18 de mayo de 2032. Sin embargo, hoy, en julio de 2025, su solicitud de libertad condicional ha llegado a mi escritorio. La fecha tentativa para este beneficio, según el cómputo de pena, sería el 18 de junio de 2025, apenas unos días atrás. Pero ¿es este el momento de abrir las puertas de la cárcel? ¿Qué dice la ley, qué clama la Justicia, qué exige el dolor de una familia destrozada?

Los invito a ensayar un experimento mental. Imaginemos que soy una jueza de ejecución penal que aún confía en que la Justicia puede ser un faro en la tormenta. Sobre mi escritorio reposa un expediente que pesa más que sus páginas: el caso de Gustavo Aníbal Olivera, condenado por el homicidio de Eduardo Nicolás Cicchino.

Cada expediente cuenta una historia, pero este no es solo un relato de un crimen; es un grito de dolor que aún resuena en una familia, un eco de violencia que interpela a la sociedad y un desafío a mi deber de impartir justicia. ¿Cómo debe una jueza enfrentar un caso así? ¿Qué significa ser ecuánime cuando al revisar los documentos surgen sombras que no puedo ignorar? ¿Cómo puedo, como jueza, confiar en un pronóstico de reinserción social si no se explora si este hombre, capaz de matar por una discusión trivial, ha confrontado el peso de su acto? La querella, representando a la familia de Eduardo, señala con razón que estos informes carecen de la profundidad necesaria para garantizar que Olivera no representará un peligro al volver al medio libre. Me pregunto: ¿no es mi deber, como garante de la Justicia, exigir un análisis más riguroso antes de tomar una decisión que podría afectar la seguridad de la sociedad?

Por último, los informes médicos de junio y julio de 2025 declaran que Olivera está internado por un cuadro de EPOC agravado por una infección respiratoria. Aunque su estado es “estable”, requiere oxígeno y tratamiento especializado. La querella sospecha que esta afección, coincidente con la solicitud de libertad condicional, podría ser un intento de apelar a un argumento humanitario. Sin embargo, la ley es clara: la prisión domiciliaria, regulada por el artículo 32 de la ley 24.660, aplica a enfermedades terminales o intratables en prisión, condiciones que no se acreditan en este caso. Además, los informes penitenciarios mencionan ingresos mínimos de una sobrina y la jubilación de una abuela como sustento económico para la reinserción de Olivera, pero esta fragilidad económica no garantiza la atención de una persona que requiere oxígeno. ¿Debo permitir que una situación médica, posiblemente temporal, influya en una decisión que debe basarse en la justicia y la seguridad?

Como jueza, mi deber es interpretar la ley con equidad, pero también con humanidad. Las Reglas Mandela de las Naciones Unidas, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la ley 27.372, de derechos y garantías de las víctimas de delitos, me recuerdan que las víctimas no son un eco secundario en el proceso penal. Tienen derecho a ser escuchadas, a participar activamente y a que sus intereses sean considerados en decisiones que las afectan directamente. La familia de Eduardo Cicchino ha sufrido una pérdida irreparable. Su dolor no es abstracto; es una herida que no cierra, un vacío que la Justicia no puede llenar, pero que debe respetar.

El artículo 491 del Código Procesal Penal de la Nación es un obstáculo para las víctimas. La querella argumenta, con razón, que esta restricción viola tratados internacionales de rango constitucional, como el artículo 8 de la Convención Americana, que garantiza la tutela judicial efectiva, y el artículo 3 de la ley 27.372, que reconoce el derecho de las víctimas a ser escuchadas y a participar en todas las etapas del proceso. ¿Cómo puedo, como jueza, ignorar que esta limitación deja a la familia de Eduardo sin herramientas para impugnar una decisión que podría poner en riesgo su seguridad y su confianza en la Justicia?

Un juez ecuánime no se inclina ciegamente hacia el condenado ni hacia la víctima. Busca el equilibrio, aplicando la ley con rigor técnico, pero también con sensibilidad hacia las consecuencias de sus decisiones. Un juez abolicionista, en cambio, podría priorizar la resocialización del condenado por encima de la seguridad pública y los derechos de las víctimas, interpretando la pena como un medio exclusivamente rehabilitador. Pero la Constitución nacional y los tratados internacionales no imponen la libertad condicional como un derecho absoluto. El artículo 18 de la Constitución protege al condenado de tratos crueles, pero no exige su excarcelación anticipada. La resocialización es un objetivo, no una obligación que prime sobre la Justicia.

La libertad condicional, según el artículo 13 del Código Penal, es un beneficio discrecional, no un derecho. Como jueza, debo evaluar si Olivera representa un riesgo para la sociedad, si su reinserción es viable y si la concesión de este beneficio respeta los derechos de la familia de Eduardo. Los informes actuales no me dan certezas. La impulsividad que llevó a Olivera a matar por un grito de gol no ha sido suficientemente analizada. Su arrepentimiento, su empatía, su capacidad de enfrentar frustraciones en libertad son incógnitas. ¿Puedo, en conciencia, liberar a alguien cuya conducta en un momento de tensión podría repetir la tragedia?

Estos apuntes no son más que un intento, desde la pluma de un ciudadano común, de imaginar la conciencia de una jueza frente a un caso que desgarra el alma. No soy jueza; soy alguien que, como tantos, aún deposita su esperanza en un sistema judicial que debe ser un refugio de equidad y verdad.

Al cerrar este expediente imaginario, pienso en Eduardo Cicchino, cuya vida se apagó en un instante de furia sin sentido. Pienso en su familia, que lleva su ausencia como una sombra eterna. Y pienso en la Justicia, esa balanza frágil que debe pesar el dolor, la ley y la esperanza de una sociedad que no quiere olvidar. ß

Presidente de la Usina de Justicia

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