Máximo Kirchner compartió una imagen de su madre junto al Indio Solari: “A votar como si estuviera en la lista”

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En la víspera del tercer aniversario del intento de asesinato de Cristina Kirchner, el diputado nacional de Unión por la Patria (UxP), Máximo Kirchner, publicó este domingo por la tarde en redes sociales una foto de la expresidenta junto al Indio Solari y Virginia Mones Ruiz en su domicilio de Constitución, donde cumple una condena por corrupción. Acompañó la imagen con un llamado a votar el próximo 7 de septiembre en las elecciones bonaerenses como si su madre “estuviera en la lista”.

“El 7 [de septiembre] votamos como si ella estuviera en la lista”, escribió el parlamentario, que incluyó además un texto titulado Me voy a comer tu dolor, del escritor Marcelo Figueras. El enunciado pertenece a una de las estrofas de la canción “El infierno está encantador esta noche”, de Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota, la banda que integró Solari hasta 2001.

“Les comparto un momento de un buen encuentro. A horas de cumplirse tres años del atentado contra CFK y una única certeza: las imágenes que todas y todos vimos”, señaló el legislador. Y añadió: “Nunca dejo de pensar por qué aquella advertencia de Carlos [Alberto Solari] no provino de dirigentes o fuerzas de seguridad, sino de alguien que, más allá de su opinión, proviene del mundo de la creatividad y el arte”.

El dirigente recordó así un comentario del músico en 2022, tras la pedrada que recibió la entonces vicepresidenta en su despacho en el Congreso: “Tienen que cuidarla. Van a intentar hacer algo. Es obvio”.

El diputado nacional de Unión por la Patria (UxP), Máximo Kirchner

En otro pasaje, Máximo Kirchner escribió: “Dios y los compañeros que redujeron al instrumento permiten que Ella esté con nosotros, y que la responsabilidad que hasta el día de hoy siento sea más llevadera”.

Y recordó: “El ataque con piedras a su despacho, carteles llamándola asesina, fiscales y jueces de [Mauricio] Macri en vivo por los canales comportándose como chacales de lujo, y finalmente el arma en su cabeza”.

Sobre el final de la publicación, Máximo Kirchner apuntó: “Falló el atentado, falló Ficha Limpia, la Corte hizo lo suyo proscribiéndola. Objeto de amor y de odio para muchos, mi vieja, para mí, cuando termina el día”.

La exvicepresidenta Cristina Kichner

Y dejó un mensaje de cara a los comicios legislativos del próximo domingo: “El 7 votamos a conciencia. Como si Ella estuviera en la lista. Sólo imaginarla en campaña en este inexorable contexto económico y político, deja clara la finalidad de su proscripción. Todos y todas a expresarse en las urnas. Esa es su instrucción.

El texto completo de Marcelo Figueras sobre el intento de asesinato de Cristina Kirchner

No suelo recordar ni qué hice hace dos semanas, pero de la noche del 1º de septiembre del ‘22 me acuerdo, y mucho. Estaba en Parque Leloir, en la casa del Indio y de Virginia. Una cena más de las que encaraba con frecuencia el mismo grupo de comensales: los Solari, Máximo Kirchner y yo, como elenco estable. Lo más titilante de la velada era el guiso de lentejas que se aproximaba a su temperatura ideal.

Pasadas las 21 rodeábamos la mesa, picoteando algo y bebiendo. Estaríamos hablando del país, como casi siempre, o escuchando alguna de las anécdotas que el Indio saca de su galera sin fondo. En mitad de la cosa, Máximo recibió un mensaje: que se comunicase con Diego, uno de los asistentes de Cristina, porque “había pasado algo”. Su celular daba cuenta de varias llamadas que había dejado correr, sin advertirlo. Clickeó el número de Diego y se disculpó, alejándose de la mesa. El resto siguió en la suya, sin mosquearse. Era habitual que Diego se comunicase aun a esas horas, para pasarle el celular a Cristina y que debatiese con Máximo algún tema que no podía esperar al día siguiente.

Lo que no tuvo nada de habitual fue lo que dijo cuando cortó: “Parece que alguien atentó contra Cristina”. Ante nuestra reacción azorada, se apresuró a aclarar que ella estaba bien. Habían detenido al agresor, pero él debía salir corriendo, para llegar cuanto antes al departamento que Cristina ocupaba todavía en Barrio Norte.

Como Máximo no sabía más que eso, hicimos lo que hace cualquier perejil ante una circunstancia que raja la tierra: prendimos la tele. Todavía estábamos de pie, desperdigados por el living y tratando de calibrar la dimensión de lo que ocurría —Máximo ya se había ido—, cuando la pantalla mostró por primera vez la imagen que ninguno olvidaría: el cuadro freezado del perfil izquierdo de Cristina y, a treinta centímetros o poco más, la mano que sostenía la pistola, presta a matar a quemarropa.

Todavía puedo oír el grito que pegó Virginia ante esa imagen. Creo que todos gritamos entonces, aunque más no fuese por dentro. Porque ese cuadro era la expresión gráfica —la prueba inapelable— de aquello que no terminábamos de concebir, que no podíamos creer: que alguien había intentado poner una bala en la cabeza de la conductora del movimiento político más popular de la Argentina. Que un desconocido se había arrogado el derecho de acabar con una vida ajena. Que una persona a la que conocíamos personalmente, queríamos y respetábamos, había estado a esto de ser asesinada. Resultaba inconcebible que un mismo cuadro incluyese la imagen de Cristina, tan familiar, y a la vez una mano anónima empuñando un arma. Era una visión ultrajante, una obscenidad.

Casi de inmediato recordamos otra velada, que había transcurrido en el mismo lugar, pocos meses atrás. Cristina fue a Leloir a conocer al Indio y a Virginia, y detrás nos colamos muchos de los que queríamos ser testigos de ese encuentro histórico: Máximo, Wado, Mayra, Facu, Santiago, los asistentes de Cristina —Diego y Mariano— y yo. (No pienso elaborar aquí sobre el calificativo histórico. Si alguien no entendió todavía que el Indio y Cristina son las dos personas vivas más convocantes, por amadas, de este país —¡al punto de que todavía hoy convocan multitudes, aun cuando ellos mismos no pueden presentarse físicamente!—, no lo entenderá tampoco ahora, aunque yo me desgañite.)

Aquella noche fue otra cosa por completo: pura celebración y deslumbramiento, particularmente para aquellos que mirábamos desde afuera. Compartimos un asado —con carne bien roja para Cristina, me recuerda Virginia, siempre atenta a los detalles—, hablamos del país y del mundo, nos cagamos de risa. Hubo un momento picante, también: cuando el Indio dijo que él siempre había pensado que, antes que peronista, Alberto Fernández —por entonces Presidente— había sido siempre un radical —o sea un tibio, afecto a componendas. (Doy fe de ello: el Indio venía repitiéndolo desde mayo de 2019, cuando Cristina lo ungió candidato.) En aquella circunstancia, como la dama que es, Cristina se abstuvo de replicar.

Pero la escena de aquella velada que volvió a nuestros cerebros el 1º de septiembre fue otra. En un momento, a raíz de un comentario sobre la apedreada que había recibido en su despacho del Congreso en marzo del ‘22, el Indio dijo, con total seriedad: “Tienen que cuidarla. Van a intentar hacerle algo, eso es obvio. Está muy expuesta”. No se lo decía a ella, claro: nos lo decía a todos los demás, que escuchamos en un silencio que se prolongó aun cuando puso punto final a su advertencia.

La idea se instaló en el salón como una sombra, y aunque todo pareció volver a su cauce coloquial, nunca se fue. El 1º de septiembre seguía allí, mientras contemplábamos la imagen intolerable una y otra vez, como quien revisa un accidente en cámara lenta para convencerse de que es real.

Esa imagen pudo haber sido la última instantánea de la Argentina antes de sumirse en el infierno. Hoy creo que es lo que terminó siendo, eventualmente. Porque Cristina se salvó de milagro, pero la Argentina se fue al carajo igual. Aquella noche significó el parto de una violencia que ya venía gestándose, en un país ya traumatizado por los genocidas de los ‘70. Que Cristina siguiese entera fue un alivio que se transformó en estupor: quedamos paralizados, sin saber cómo reaccionar ante lo-que-pudo-haber-sido-pero-no-fue, ciegos a la realidad de que algo se había roto, de todos modos; algo delicado y sin repuesto. No hubo víctimas, no. Pero aun así fue una tragedia. Que terminó de consumarse tiempo después, cuando la metieron presa y nos chorearon la democracia.

Porque un gobierno no es democrático tan sólo porque se consagró a través de una elección. Se confirma como democrático, o no, en la práctica de cada día. Y esto que hoy padecemos todos —los peronistas y los que no— es cualquier cosa menos un gobierno del pueblo. Llenarse los bolsillos con guita que le afanan a discapacitados, enfermos de cáncer y jubilados no es un acto que pueda reivindicar ninguna democracia, del signo político que sea. Es una infamia, nomás. Algo propio de personas ruines, que ante el sufrimiento de una persona en desgracia sólo piensan en una cosa: “¿Qué más puedo quitarle?”.

Ese es el infierno cuyas puertas se abrieron el 1º de septiembre del ‘22, cuando la violencia volvió a emponzoñar la vida de los argentinos. Ese es el infierno donde quedamos atrapados en junio de este año, cuando nos despojaron de la posibilidad de elegir libremente a quien nos represente y gobierne.

Desde entonces, cada vez que sentimos sed de democracia alzamos su copa rota y nos cortamos los labios. Debe haber alguna forma de reconstruirla, tiene que haberlo. Pero no lo encontraremos hasta que todos, incluyendo a los antiperonistas más recalcitrantes, entiendan que lo que hicieron y le siguen haciendo a Cristina se lo están haciendo también a ellos. Porque a ellos también se los somete a violencia cotidiana. (¿O no es violencia la falta de guita?) Porque a ellos también se los despoja de derechos. (¿O no son derechos elementales comer sano y bien, educarse, conservar un techo sobre la cabeza y curarse cuando la salud falla?)

Todos alentamos la esperanza de que este vuelva a ser aquel país donde vivir no suponía una tortura. Pero la única manera de que eso ocurra, y pronto, es no esperarlo con los brazos cruzados.

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