Menem vuelve

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De vuelta se está hablando de Carlos Menem en todas partes. Ahora el detonante ha sido un suceso artístico. El audiovisual “Menem”, una biopic ficcionada, subcategoría grotesco. Drama político, se consigna. Seguramente sin dobles intenciones.

Sólo es ficción, aclaran mil veces los realizadores y hasta intercalan en la propia serie divertidos carteles (“recuerde que usted está viendo una ficción”). Ahí nomás reverdecen las paradojas añejadas. Es que a esa misma advertencia ya se la escuchaba hace más de tres décadas cuando Menem gobernaba, sólo que invertida. Algunos aseguraban subyugados -por ejemplo el agitador mayor del menemismo Bernardo Neustadt- que la súbita conversión de Menem del peronismo tradicional a un peronismo neoliberal parecía ficción. Pero no. Sucedía de verdad.

Otros lo que no podían creer era que la realidad fuera un licuado de exotismo, banalización institucional y reformas profundas por completo imprevistas. Un presidente que un buen día le prohibía el ingreso a Olivos a la primera dama a través de un brigadier, que leía un discurso equivocado y se reía de sí mismo, que tenía por libro de cabecera “las obras completas de Sócrates”, que anunciaba inminentes viajes a la estratósfera, remataba las empresas públicas, liquidaba los ferrocarriles, establecía “relaciones carnales” con Estados Unidos, visitaba y besaba a la reina de Inglaterra, politizaba la farándula, farandulizaba la política, o que después de haber llegado al poder prometiendo el “salariazo” le daba el Ministerio de Economía a la multinacional Bunge y Born. Y mientras la frivolidad se colaba en todos los rincones de la vida pública se producían los dos atentados más grandes de la historia con su impunidad incorporada, hasta hoy intacta. Además de repartir indultos como pan caliente y congelar la inflación durante casi una década.

¿Alguna vez la sociedad argentina terminó de procesar aquellas luces y sombras? ¿No son acaso los noventa el fragmento del pasado más difícil de digerir de toda la democracia? Eso sí que fue magia: seis elecciones ganadas por Menem al hilo en las que, si es por los recuerdos, nadie lo votó.

La amnesia colectiva fue una epidemia muy fuerte en los albores del kirchnerismo, el período diabólico para Menem. Los Kirchner, los primeros que se olvidaron de cuán socios habían sido y de lo que se habían llevado por la privatización de YPF, lo culpaban entonces de todos los males argentinos. También lo acusaban de corrupto. “Se me desvía la vista –declaró Kirchner durante la campaña de 2003-, pero a mí no se me pierde la mano en la lata”. El aborrecimiento al antecesor adquirió representación gestual en 2005 el día que la hermana y la esposa de Néstor Kirchner juraron como senadoras. El presidente se apersonó en el recinto para presenciar la ceremonia. Nunca antes un presidente había pisado el Senado. Pero no resultó precisamente un suceso de alta calidad institucional. Kirchner se cruzó con Menem, quien también estaba allí para jurar la banca dejada por su hermano Eduardo. Lejos de saludarlo se tocó un testículo y apoyó tres dedos de la mano derecha sobre una mesa.

Aunque la serie aborda con bastante detalle la canallesca fama de mufa que se le hizo a Menem, el episodio del Senado ocurrido en el siglo XXI no aparece desarrollado. Quizás haya que esperar una segunda temporada para verlo con el ojo agudo de Ariel Winograd.

La serie selecciona apenas una muestra de las infinitas estampas multicolor del menemismo. No reescribe la historia sino que recrea el ambiente en una clave estética diferente. Mezcla lo cómico, que abunda, con lo trágico, que tampoco escasea. ¿O no sucedía así? Pero más allá de sus aciertos y de su éxito tal vez incite a formularse preguntas. Preguntas no referidas a la oferta sino a los consumidores. Los partícipes necesarios del fenómeno.

¿En qué parte del subibaja tienen hoy los argentinos a Menem, devenido un ente invisible durante los 16 años que quedó estacionado en el Senado casi sin pedir la palabra, guarecido allí frente a las causas de corrupción, un insólito ostracismo voluntario mucho más largo que su largo gobierno y que sólo la muerte, hace cuatro años y medio, interrumpió?

Igual que Yrigoyen, Alvear, Illia, Frondizi o Alfonsín, pasar a mejor vida lo mejoró a Menem en la consideración pública respecto de los niveles de afecto y de centralidad que traía. Eso sin considerar las peculiaridades del duelo intrapartidario. Sutil como es ella, para subrayar la idea del Menem ajeno Cristina Kirchner sólo mandó condolencias para “sus” compañeros, mientras el presidente Alberto Fernández enumeraba mecánicamente los distintos cargos que desempeñó el riojano en su vida para poder aclarar de manera encomiosa que el sujeto siempre había sido elegido “en democracia”. Fue por si alguien creía que Menem el ajeno vino de Marte o que lo puso en la Casa Rosada un golpe militar. De las raíces de este político de raza, ni media palabra.

Tiempo después de las exequias su figura volvió a languidecer. En eso irrumpió Milei y lo catapultó, al menos por un rato: el mejor presidente de los últimos 40 años. Título cancelado de hecho cuando Milei le tomó el gusto a repetir que el mejor gobierno de la historia era el suyo.

Hace poco más de un año Milei hizo con Menem lo que el peronismo, convencido de que quien dosifica el bronce resulta el dueño de la historia, siempre evitó: la colocación del busto del riojano en la galería de presidentes de la Casa Rosada, que por ley correspondía haber concretado en 2008. Se redujeron los bronces en mora. Nadie sabe quién ni cómo algún día se hará cargo de Isabel Perón, de Fernando de la Rúa y de Cristina Kirchner. Tampoco es que Menem sea el único pasado difícil de procesar por los argentinos.

Milei tiene en su equipo político cercano a dos miembros de la familia Menem, Martín y su primo Lule. Al expresidente lo admira más que nada por haber sido domador de un proceso híperinflacionario. En aquel acto Milei recordó emocionado cuando su ídolo le dijo “vos vas a ser presidente”. Premonición que intentó refutar. “No me gusta la política”. Menem se quedó con la última palabra: “yo no me equivoco”. En la serie, la propia determinación de Menem de llegar a presidente aparece como el motor de su destino.

Tiene mucho peso en la narración la histórica interna de 1988, única vez que el peronismo probó la democracia en el PJ. Quizás sea oportuno recordar cómo vivió esos mismos hechos Antonio Cafiero, el contrincante, de acuerdo con el diario personal citado en su autobiografía (Militancia sin tiempo; mi vida en el peronismo, Planeta, 2011). “Subestimé al Turco -escribió Cafiero-, no le debí dar la oportunidad de la interna, debí llevarlo a la elección de presidente del PJ y después reformar la Carta Orgánica y elegir presidente por congreso nacional; no le debí dejar tantas ventajas, ni que se paseara solo con el menemóvil. Pero ya no se puede volver atrás”.

El sábado 3 de septiembre el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires escribió una vez más sobre “el Turco” en su diario: “Cada día me resulta más incoherente y misterioso. ¿Tendrá idea de su responsabilidad? Parece que sí. Pero sus limitaciones me parecen insuperables”. Antes de la asunción presidencial Cafiero describiría a su vencedor “aterrorizado”.

Lo que le está sucediendo a Winograd debe ser el sueño de todo director. No sólo hablan de su obra quienes ya la vieron sino también muchos que (¿aún?) no la vieron. En reuniones familiares, sobremesas, cumpleaños, hasta en algún panel de televisión, por estos días es posible escuchar otra vez opiniones diversas, cruzadas, ardientes sobre Menem. Sólo que no siempre es posible saber si se refieren a Leo Sbaraglia o al auténtico. “Yo la serie todavía no la vi, pero me acuerdo cuando…”, intercalan los que entran a la conversación por contagio emocional, cualquiera sea el signo.

Quizás por haberse reunido varias veces con los realizadores -lo contó ella, incluso estuvo un día en la filmación-, Zulemita Menem ofrendó al debate un hilvanado de observaciones de agudeza infrecuente. Primero confirmó el dato crucial de que fue su padre el que cedió los derechos para que la serie se hiciera. Después hizo suya la advertencia de que se trata de una ficción, no de un documental y que así hay que verla. Elogió las actuaciones (quién no) y aceptó con hidalguía “algunas exageraciones”. Pero celebró la ausencia de extremos: “si hubiera sido una serie totalmente a favor de Menem, no hubiese funcionado, y si hubiese sido completamente en contra, tampoco”. Por fin, llegó el momento de sacar la cuenta final. Su padre, dijo Zulemita, “quería que se siga (sic) hablando de él, y lo logró; hoy todos estamos volviendo a mirar a Carlos Menem”.

Efectivamente el verbo justo, la liturgia del ancho mundo peronista no toleraría otro, es volver. Ahora se vuelve a mirar a Menem.

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