Violeta era una alumna brillante. Cursaba en una escuela técnica, en sexto año estaba a punto de ser abanderada y tenía muchos amigos. Hasta que un día dejó de ir al colegio. Primero fueron faltas, después silencios, y finalmente un llamado que su mamá, Susana, no va a olvidar: “Tu hija no viene hace un mes”.
En un punto difícil de precisar, la adolescencia de Violeta se volvió un laberinto de angustia, encierro y consumo. “No sé qué pasó. Hubo un clic”, repite Susana como si todavía buscara una explicación a lo que ocurrió con su hija, que hoy tiene 19 años, .
En el último tiempo, Susana aprendió a dormir con el teléfono en la mano, a rastrear en las redes si su hija estaba en línea, como una suerte de “prueba de vida”. A ir a la comisaría cuando se iba de la casa durante días y los silencios se alargaban demasiado.
A las cuatro de la tarde de un lunes de primavera, Susana llega por primera vez a la Plaza de los Periodistas, una manzana verde en el barrio porteño de Flores. Allí, en una casita en medio del parque, la esperan otras mujeres que también viven ese vértigo: madres, abuelas y hermanas de personas con problemas de salud mental y consumo.
Empiezan a llegar de a poco y se saludan con abrazos largos, de esos que parecen sostener más que un cuerpo. “¿Cómo estás esta semana?”, pregunta una. “Ahí, sobreviviendo”, responde otra.
Todos los lunes, durante dos horas, participan del grupo de escucha, orientación y contención de la asociación La Madre Marcha. Se reúnen en “La casita de las madres”, como llaman a ese espacio que la Comuna 7 les presta dentro de la plaza.
Ese día, Susana —su nombre y el de su hija fueron cambiados para preservar sus identidades— y sus compañeras son 15. A veces son más, otras menos. Aunque el grupo está abierto a familiares y amigos, en general quienes asisten son todas mujeres. “Acá venimos, sobre todo, a escuchar”, resume Stella “Lala” Maurig, presidenta de La Madre Marcha.
Durante dos horas, las mujeres se escuchan, lloran, se aconsejan. Aunque cada historia tiene sus particulares, hay hilos conductores que las atraviesan.
Algunas enfatizan la dificultad de que sus hijos acepten iniciar un tratamiento. Otras hablan del calvario que implica conseguir un turno con un psiquiatra, una cama de internación, un equipo interdisciplinario en un hospital público o una obra social que responda. Todas, de la soledad de sentirse juzgadas.
Lala estuvo en el lugar de esas madres que llegan desorientadas y atravesadas por un dolor que no cabe en palabras. Su hijo menor, David, se suicidó a mediados de 2019 tras atravesar años de consumo y padecimientos psíquicos.
“El consumo de drogas solo te lleva por tres caminos posibles: la cárcel, el hospital o el cementerio. Si no hacés un tratamiento, no terminás de otra manera. Es una carrera hacia la muerte”, advierte Lala.
De su experiencia, nació una misión: “Yo sé lo que es no saber qué hacer, sentir que todo se derrumba y que no hay respuestas. Por eso abrimos este espacio: para que nadie más transite eso sola”.
“No quiero que termines en una bolsa”
Cuando le dan la palabra para que se presente, Susana habla sin pausa. “Era una luz —dice sobre Violeta—. Todavía estamos intentando entender qué pudo haber desencadenado todo: si la pelea con su novio o qué. Al principio te cuesta que te caiga la ficha de lo que está pasando y no lo admitís”.
Fue en 2024 cuando comenzaron a encenderse las alarmas. “A principios de octubre me llamaron del colegio para decirme que no iba hacía un mes. Veinte días después, ella me dijo que estaba en un hospital porque no se sentía bien: había tenido una crisis y la derivaron a psiquiatría”, recuerda Susana, que está separada del papá de la adolescente y es policía retirada.
Y sigue: “El psiquiatra de la obra social la vio en abril, la medicó y le dio turno para julio. Y encima, cuando llegó la fecha, me llamaron para reprogramarlo”.
A Violeta le diagnosticaron un trastorno de la personalidad, sumado a consumos problemáticos. “Busqué atención particular, por fuera de la obra social. Conseguí una psiquiatra y una psicóloga buenísimas, pero era muy difícil que Violeta tomara la medicación. La psiquiatra me dijo que sin medicación no la iba a atender”, relata.
Hubo, además, tentativas de internación que chocaron con la negativa de la joven: “Ella no quería saber nada con internarse voluntariamente. Hice los papeles para una internación involuntaria. Le dije: ‘Prefiero que te enojes conmigo a que te tenga que ir a buscar y que estés en una bolsa’. Pero el profesional que la evaluó dijo que no había riesgo inminente”.
Mientras tanto, perdida en el consumo, Violeta desaparecía con frecuencia de su casa. “Hace tres días consiguió un trabajo, volvió al colegio y está con el tratamiento”, cuenta Susana.
“La determinación de incapacidad la tenemos en stand by, mientras veo si el tratamiento da resultado. Pero si no lo hace, voy a ir por la internación. Es todo muy difícil”, resume.
Todas las que están en la ronda saben bien de qué habla. “Cada historia es distinta, pero el dolor es el mismo: ver a un hijo sufrir y sentir que todo lo que una puede hacer no alcanza para sacarlo de ese lugar”, dice Lala y sigue: “A veces lo único que podemos hacer es estar, acompañar, sostener, y también aprender a poner límites. Pero eso se aprende entre todas, no sola”.
“Yo también decía ‘los drogadictos’”
Liliana tiene 73 años y es mamá de un joven de 37. “Yo era de las que decía ‘los faloperos’, ‘los drogadictos’ —confiesa—. Lo dije hasta que me golpeó la puerta a mí”.
Su hijo Gonzalo —nombre cambiado para preservar su identidad— empezó a mostrar signos a los 17: marihuana que Liliana encontró y él negó que fuera suya, fiestas descontroladas cada vez que los padres se iban un fin de semana a la costa, una sucesión de mentiras y engaños.
La familia tenía una obra social de primera línea y Liliana sacó turno con un psiquiatra. “El profesional nos dijo: ‘Quédense tranquilos, el chico la tiene re clara: se fuma un porro de vez en cuando’”. Pero el consumo fue en aumento y la convivencia se volvió cada vez más difícil.
Cuando Gonzalo ya era mayor de edad, Liliana y su marido tomaron una decisión: si se negaba a hacer tratamiento, debía irse de la casa. “A veces nos preguntamos si no fue demasiado fuerte. Te llenás de culpa. Pero hoy sentimos que fue la mejor decisión: nos preservamos para poder ayudarlo si pedía ayuda. Pero nunca la pidió, porque no se reconoce adicto”, asegura Liliana.
En su voz aparecen otros trazos: los empleos perdidos del hijo, el alcohol, los intentos frustrados de mantener el vínculo. Hace poco, cuando le escribió “te amo” y él respondió lo mismo, fue como si algo que ya no existía volviera a latir.
“Se me explotaba el corazón —dice—. Porque había llegado un momento en que eso no existía más. Por más que como papás quieras ayudar, estás atado de pies y manos. Es esperar a que en algún momento haga el clic y se dé cuenta de que necesita ayuda. Y ahí estaremos los padres para ayudarlo.”
Sentada al lado de Liliana está Claudia, mamá de Agustín, de 29: “Yo también lo tuve que expulsar de mi casa porque te das cuenta de que no podés convivir con un adicto. Es lo más doloroso que te puede pasar”, asegura.
Y sigue: “Le dije: ‘No entrás si no hacés un tratamiento’ y estuvo tres meses en la calle. Gracias a los grupos entendí que hay que cuidarse uno y cambiar muchas cosas”.
Como el hijo de Claudia, muchos de los hijos de estas mujeres terminaron —a veces durante meses— en situación de calle. De hecho, entre quienes duermen a la intemperie, las adicciones aparecen en muchos casos como un denominador común.
Gabriel Mraida, ministro de Desarrollo Humano y Hábitat porteño, sostiene que “las adicciones son el principal factor de cronificación” de las personas en situación de calle. “Si una persona, además de limitaciones materiales, tiene un problema de salud grave —como una adicción o una adicción combinada con un padecimiento mental— su perspectiva de progreso es muy limitada”, aseguró el funcionario a LA NACION.
“Siento que somos invisibles”
La casita reúne muchas otras voces que completan el mapa de la experiencia: madres que tuvieron que “echar” a un hijo para proteger al resto de la familia, abuelas que se hicieron cargo de nietos, mujeres que relatan internaciones frustradas o abandonadas.
Diana, mamá de una joven de 31 años con psicosis y esquizofrenia, cuenta: “Esta semana fue muy complicada porque mi nieto de 7 años, del cual tengo la guarda, iba a empezar un tratamiento psicológico en un hospital público. La psicóloga me dijo: ‘Él está bien, no lo vamos a atender’. Yo le pregunté: ‘¿Y si este nene es una bomba de tiempo y en un año se complica todo, qué hago?’”, dice con un hilo de voz.
Y sigue: “Mi nieto estuvo expuesto a violencias. La psicóloga me dijo que se iba de vacaciones, que si quería me daba turno para diciembre. Siento que somos invisibles para todo el mundo”.
“Nadie se va con la solución”
El grupo de familiares de La Madre Marcha funciona con una ritualidad sencilla y eficaz: el fin de semana anterior a los encuentros, las mujeres se envían por WhatsApp lo que llamaron “parte de estado anímico” o “PEA”. Si alguna está mal, Lala se comunica.
Ofrecen algo que el sistema muchas veces no garantiza: contención humana sostenida, información práctica y una red de pares que habilita la conversación sin juicios.
“El tema es estar. Acá nadie se va con la solución al problema de su hijo. Pero entrar acá es un antes y un después. Es un lugar de encuentro, de abrazo”, dice Lala. Y advierte: “El cambio en los hijos puede no ocurrir, como me pasó a mí. Nosotros cambiamos todos como familia y mi hijo no”.
Esa honestidad también es una denuncia: Lala, operadora socioterapéutica y consejera en salud mental y adicciones, asegura que no hay dispositivos suficientes para que aquellas personas que lo necesitan, puedan acceder a internaciones; que la Ley de Salud Mental de 2010 necesita una actualización urgente y que artículos como el 20 —que prevé internaciones solo ante riesgo cierto e inminente— excluyen situaciones que, sin ser explosivas en el momento, configuran un peligro real a futuro.
“Si tenés obra social te tienen esperando para que salga una internación, y si no tenés, la Sedronar no está dando becas: solo tratamientos ambulatorios. Eso lo sabe todo el mundo”, señala.
Consultados por LA NACION, desde la Sedronar aseguraron que cada tratamiento se define a partir de una evaluación sobre la persona y su contexto: “Se indica el abordaje terapéutico más adecuado, que posibilite una respuesta singularizada y concreta en cada caso”.
Con respecto a la dificultad de conseguir becas de internación, respondieron que “siempre hubo una internación disponible cuando el tratamiento lo consideraba” y que “está prevista la incorporación de nuevas instituciones convenidas”.
Volviendo a “La casita”, allí las mujeres aprenden a hacer solicitudes al Estado, a judicializar cuando hace falta, a manejar la comunicación con profesionales, a pedir derivaciones. Aprenden, sobre todo, a desprenderse de la falsa creencia de que caminan solas.
Y descubren una enseñanza menos formal pero crucial: “Cuando llegan, muchas dicen: ‘Vengo por mi hijo’. Y lo primero que se aprende acá es a decir: ‘Yo vengo por mí’”, explica Lala. Esa reorientación del cuidado las salva, paradójicamente, para poder seguir acompañando.
Dónde pedir ayuda
- La Madre Marcha es un grupo de escucha, contención y orientación para familias de personas con consumos problemáticos y problemáticas de salud mental. Es gratuito y funciona los lunes de 16 a 18 horas en la Plaza de los Periodistas de la Comuna 7 de la ciudad de Buenos Aires. Más información en su Instagram.
- Línea 141: es para una primera escucha. Es anónima, gratuita y funciona las 24 horas. Depende de la Sedronar.
- Narcóticos Anónimos: brinda atención gratuita y confidencial las 24 horas a través de su línea 0800-333-4720 o por WhatsApp al 1150471626. Desde su página web se puede asistir a una reunión virtual.
- Para informarte sobre más lugares donde pedir ayuda, a qué señales hay que estar alertas y cómo acompañar a un familiar, podés navegar la guía de La Fundación LA NACIÓN sobre adicciones.