El del espejo soy indudablemente yo: la nariz aguileña un tanto desviada, las arrugas en la comisura de los párpados que se van hundiendo, como grabando, debajo del cuenco de mis ojos. Pero, esta vez, en los despojos que la noche dejó sobre mi rostro, adivino algo distinto, perturbador. Tardo en identificar de qué se trata, hasta que, indolente, ella comienza a brillar bajo el haz de luz matutino: mi primera cana.
No me juzgue, querido lector: no soy ni tan joven ni tan iluso como para creer que se trata de algo singular o inesperado, ni siquiera intempestivo. De hecho, hace años ya que llevo la barba cenicienta, colmada de pinceladas blancas como jirones de nieve. Pero debe saber que el pelo tiene una implicancia casi ontológica, existencial, para un hombre. De modo que interpreto esto como si se tratara de un ómen, de un oráculo irreversible: “Aunque te laves con lejía o te friegues con mucho jabón, ella será por mácula ante mí”, dijo Dios, o acaso fue Jeremías, el más joven y también el más irascible de los profetas. El primero, probablemente, al que le crecieron canas.
Y entre Dios y Jeremías huelo el aroma del café que mi esposa (siempre es ella la que se levanta primero) prepara en la cocina. Pienso que así debe de haber olido el Edén y entonces recuerdo la crónica del envejecimiento de Adán, el primer hombre. Un relato que está por fuera del texto canónico, en los libros así llamados apócrifos (o pseudoepigráficos, para los que se pongan más exquisitos, aunque ni siquiera van a poder pronunciar la palabra).
Adán yace en su lecho de muerte, exangüe, despojado ya de todas sus fuerzas. Manda llamar a todos sus hijos, pero ellos no comprenden lo que su padre intenta explicar: vejez, dice. Dolor, aflicción, dice mientras se retuerce ante los ojos impávidos de su progenie. Ellos continúan sin comprender. Creen que su padre solo está enfermo de nostalgia: quizás añora su tierra natal, el paraíso, murmuran entre sí. Pues ellos no entienden de finitud: como todos los jóvenes, se saben eternos.
El agua de la canilla sigue corriendo, como el curso del Éufrates a la vera del Edén. Oigo del otro lado de la pared que mis hijas se están levantando: ruego que en ninguna se encarne el celo de Caín ni el hado de Abel. Y aunque me pierda en mis cavilaciones inútiles por horas, el pelo cano va a seguir ahí, impertérrito, en su lugar. Cada vez más enraizado en la piel, en el cráneo, en el alma. Y pienso que todo hombre es el primer hombre (o quizás eso lo haya dicho, antes que yo, Mark Twain, en el más apócrifo y maravilloso de los libros sobre el Génesis: El diario de Adán y Eva). Pienso que el estigma de Caín debió de ser una cana emplazada en medio de su frente y no una marca ígnea, al estilo de Harry Potter, que el buen Dios imprimió sobre él tras la muerte de Abel.
Pienso que este año, mientras en todas las sinagogas del mundo comenzamos a leer nuevamente el Pentateuco desde el principio, voy a entender el mito de la Creación de un modo distinto, más adulto, acaso más sombrío y nihilista, como lo habrá entendido el autor del Eclesiastés. Pienso –con pesar y también con cierto alivio— que, como el primer hombre y como el último, soy un ser arrojado hacia la vida, es decir, hacia la inexorable muerte.
Por eso, a mis enemigos les digo: cuando se crean demasiado importantes, cuando se jacten de su opulencia y bonanza, posen su mirada en el flanco superior izquierdo (es decir, su lado derecho) de mi frente. Allí, solitaria aunque ufana y orgullosa, se pavonea mi primera cana como un presagio irrebatible. Acaso, dijo Iehuda Amijai (más profeta que poeta), como la más triste de las profecías: la que se ha cumplido.