Después de que Cristina Kirchner dijera ser la reencarnación de un gran arquitecto egipcio, de que enalteciera como paradigmas a los jóvenes idealistas de la “generación diezmada” y de que Axel Kicillof se hincara ante Rosas, parece tranquilizador tener un presidente que se siente reflejado en Sarmiento.
Gran prosista de la lengua, Sarmiento fue el padre del aula en Sudamérica, el primer apóstol de la educación pública, un visionario, un hombre polémico y también un polemista. Un peleador. Predicador de la modernidad, lo llamó José Ingenieros. Ricardo Rojas dijo el profeta de la pampa. Borges, nuestro primer poeta. El único problema es que Milei recordó el lunes a Sarmiento a partir del apodo que tenía, “el loco’”. Según el Presidente eso se debía a que “era un insultador serial”.
Entre los personajes universales que compartieron este apodo, muy pocos, como el rey Carlos VI de Francia (“le Fol”), efectivamente sufrían cada tanto episodios psicóticos. Los demás sólo fueron vehementes, temperamentales, turbulentos, líderes resueltos, sobre todo personas distintas de los prototipos corrientes. Singularidad que, combinada con la efectiva realización de ideas audaces (algunas extravagantes, por suerte no concretadas, como la que planteó en 1849 en “Argirópolis” de llevar la capital a la isla Martín García), incitaba al habla corriente a nombrarlo con un diagnóstico metafórico de locura a menudo ponderativo. El propio Sarmiento contaba risueño que durante una visita a un manicomio al recibirlo le habían dicho: “por fin vino uno de los nuestros”.
La expresión insultador serial merece ser considerada un anacronismo. No sólo no existía en 1868 sino que ni siquiera se la usaba demasiado hasta hace apenas veinte meses, cuando la imagen pública de Milei, involuntariamente, empezó a acapararla. Eso se debió a que él renovó como presidente la forma brutal de hablar sobre sus antagonistas y críticos que había empleado primero como panelista de televisión y luego como candidato presidencial exitoso.
Enhorabuena, junto con su evocación sarmientina Milei informó el lunes que va a dejar de insultar. El anuncio lo hizo luego del informe que publicó LA NACION con estadísticas sobre los insultos vertidos en sus primeros 12 meses, un total de 4149, cifra que sumó 611 en los últimos cien días, entre ellos 57 insultos con términos sexuales. Al cambio de actitud el presidente lo considera una prueba. “Voy a dejar de usar insultos a ver si están en condiciones de discutir ideas”. Lo cual supone un reconocimiento de algo que resultaba obvio para quienes lo criticaban: que insultar y discutir ideas hoy no son cosas compatibles.
Milei insiste con que todo se reduce a un problema de formas. “Este conjunto de abanderados y exquisitos de las formas” a Sarmiento “lo hubieran directamente condenado a la hoguera”. En tono burlón mencionó “la dictadura de las formas…, vamos a enfrentarlos respetándoles sus formas, así de una vez por todas, a ver si muestran tener nivel intelectual para poder darnos la batalla en las ideas”. Frase con la que avisó que el experimento aún no había comenzado.
El año pasado Milei había elogiado con énfasis al prócer y había despotricado contra el revisionismo en ocasión de rebautizar el Centro Cultural Kirchner, que ahora no lleva uno sino dos nombres: Centro Cultural Palacio Libertad Domingo Faustino Sarmiento. Pero en ese momento no mencionó su teoría de que el mentor de la familiar dicotomía civilización o barbarie fue su antecesor en el arte de insultar, una equiparación oblicua que adrede lo beneficia, también, por sugerir que ambos comparten el carácter determinado de los grandes transformadores.
Tal vez la breve lista de presidentes autorizados por sí mismos a considerar que sus derechos individuales son como los de cualquier peatón debería mencionar a Agustín P. Justo, quien, cansado de ser silbado en cada lugar adonde iba, un día se paró en la carroza descubierta que lo trasladaba en el hipódromo de Palermo, miró a la multitud que lo abucheaba y le hizo un ampuloso corte de manga. Claro, fue un one shot. Pero no por ello invalida esa honda cuestión que no hace tantos años planteó Alberto Fernández: “me muevo como un hombre común, me siento un hombre común y a veces no me doy cuenta de que soy el presidente y tengo que dar el ejemplo”.
El cuyano alborotador, como tituló José Ignacio García Hamilton su rica biografía, no solía controlar la pulsión altanera que venía en el combo. “Usted es tan pobre que si lo ponemos patas arriba no se le cae ni un peso”, lo destrató una vez un diputado (anécdota que de entrada ahorra recordar cuán inversos son aquellos tiempos de los nuestros). “A usted lo pongan como lo pongan, nunca se le cae una idea inteligente”, le replicó Sarmiento.
Volaba algún calificativo de “ignorante”, “doctorcillo”, “abogadillo”, pero convivía con cierta elaboración de las palabras. Sarmiento llamó a Nicasio Oroño “desollador de saladero”. Es verdad que no se dirigía a Juan Bautista Alberdi con su mayor consideración. “Saltimbanqui”, “alma muerta”, “reo”, “gazmoño”, “alma y cara de conejo”, “jorobado de la civilización”, le decía. O “perro de todas las bodas”. También lo llamaba hipócrita, “mentiroso por hábito”. Podía espetarle incluso algo punzante como “vieja solterona a caza de maridos”. Eran entonces palabras fuertes. Pero la procacidad no formaba parte del repertorio, mucho menos había insultos consagrados a atacar la sexualidad del oponente mediante referencias a roles sociales opresivos. Insultos genitales, homofóbicos, transfóbicos, de sometimiento carnal, nada de eso había. Misoginia y ataques a la masculinidad del rival, sí.
Comparar graduaciones igual resulta muy subjetivo. ¿Con qué escala? Uno fue el segundo presidente fundador de la república. El otro asumió el día que la democracia continuada cumplía -récord histórico- 40 años. Los contextos culturales de dos épocas separadas por más de un siglo y medio son espectacularmente diferentes: una, con carretas; la otra, con vehículos eléctricos de seis ruedas que circulan por Marte.
Según escribió Félix Luna, Buenos Aires vivió en los treinta años posteriores a la caída de Rosas una vida política muy intensa y fervorosa. “Fue una eclosión de fuerzas vitales reprimidas durante la larga dictadura y expresó, entre otras cosas, el culto del valor, el sentido viril y compadrón que definía al porteño de la época, así como el difícil aprendizaje de una democracia todavía imperfecta e inorgánica”. Luna no idealiza el debate público de entonces, cuando no existía el registro de la voz. Nadie sabe qué voz tenía Sarmiento. El debate se daba a través de los diarios, cada uno de los cuales era la expresión de una personalidad o tendencia.
Es probable que Milei entienda como un respaldo temprano a sus costumbres aquella frase de Sarmiento de 1869 en la que dijo que el lenguaje de los diarios era digno “de una cueva de ladrones”. Se refería a la prensa que lo había calificado a él de salvaje, haragán, ranchero, sargento, caballo, chancleta, ignorante, embustero, plagiario, malnacido, sanjuanino canalla, chancha renga, envenenador del primer marido de su mujer, falto de seso, traidor a la patria, ególatra y -la lista de adjetivos es muchísimo más larga, pero resumiendo-, loco, aquí sí con sentido peyorativo.
Había partidos nuevos, desde luego, pero las reglas eran lábiles y los escrúpulos delante de la competencia electoral no abundaban. Si un partido tenía la suerte de contar a un militar capaz de movilizar, amenazar o derrocar gobiernos, escribió Luna, usaba al máximo estas posibilidades. Había que dar la sensación de triunfo, porque eso era básico para conseguir adhesiones.
Victoria Villarruel acaba de demandar a tres miembros del entorno presidencial y a un medio partidista del mileísmo extremo que la atacó a ella en forma despiadada luego de que el mismísimo Presidente la hubiera acusado de traición, de conspiración y de promover una corrida cambiaria.
Milei no aclaró el lunes si la tregua de insultos que se autoimpuso envolverá o no su disputa con la vicepresidenta. Tampoco se sabe si ella está dispuesta a modificar sus comportamientos hostiles, desafiantes, hacia el Poder Ejecutivo. Los problemas entre Sarmiento y su vice Adolfo Alsina, un poroto al lado de estos. Parece que no será tan fácil pasar de un sistema de relaciones con insultos ilimitados a un republicano debate de ideas.