“La minería tiene un estigma, pero es una actividad lícita y necesaria”, afirma Elizabeth. En esta entrevista, repasa cómo se construyen los prejuicios en torno a la actividad, por qué el acceso a información de calidad es clave y cuál es el rol de la logística y la regulación en el desarrollo minero.
¿Cómo es el panorama actual en relación con la minería y los derechos ambientales y humanos, tanto a nivel internacional como en Argentina?
En el derecho ambiental siempre vas a encontrar dos enfoques: uno que pone en el centro el derecho de la naturaleza como algo autónomo, y otro que se basa en el derecho ambiental pensado desde el hombre. Por ejemplo, en Bolivia se prioriza el derecho al ambiente, lo que hace que sea más difícil avanzar con ciertos proyectos.
La minería, sin embargo, es una actividad lícita, fomentada y muy necesaria. En Argentina, desde los primeros códigos legales ya se pensaba en su importancia: junto con el Código Civil y el Código Comercial, se dictó un Código Minero. Desde entonces se reconoce que es esencial para la vida.
Lo que ha sucedido es que, con el tiempo, se ha tergiversado mucho. Se ha instalado un estigma en torno a la minería, como si fuera incompatible con el ambiente o los derechos humanos, cuando en realidad es una de las actividades más reguladas. Tiene controles cruzados, normas estrictas y un seguimiento constante.
¿Qué pasa con los mitos sobre el uso del agua en minería?
Se ha hecho mucho daño con ese tema. Hay una idea muy instalada de que la minería usa cantidades exageradas de agua, pero no es así. Es una actividad súper eficiente, que utiliza un porcentaje muy reducido del recurso. Hoy en día, gracias a la tecnología, incluso se reutiliza el agua en circuitos cerrados.
En otros países, como Chile, utilizan agua salina tratada para la operación y también para el uso del personal. En Mendoza —de donde soy— el desarrollo minero ha costado mucho por este tipo de discursos que enfrentan “minería o agua”, cuando en realidad la agricultura consume mucho más y nadie lo menciona.
No se trata de negar los riesgos. Toda actividad tiene riesgos. Pero la minería tiene muchos más controles que otras industrias. Lo que necesita es que se la mire con más información y menos prejuicio.
¿Y qué pasa con los discursos que dicen que la minería no deja nada en el país?
También es un mito. Se dice que las industrias extractivas se van y no dejan nada, que pagan regalías mínimas. Y no es así. Hay regalías, sí, pero también un conjunto enorme de impuestos nacionales y provinciales que quedan en el país.
Además, es una actividad que genera mucho empleo, tanto directo como indirecto, y empleo de calidad. Registrado, formal y bien remunerado. Y eso también incomoda. A veces parece que hay recelo porque se necesita personal más capacitado.
En paralelo, no podemos olvidarnos de que todos los productos que usamos —un celular, una computadora, un tomógrafo— están hechos de minerales. Entonces, hay una contradicción muy fuerte en rechazar la minería mientras usamos todo lo que depende de ella.
¿Sentís que eso está empezando a cambiar?
Sí. Creo que el acceso a la información ayudó mucho. Hoy es más difícil engañar a la gente, hay más criterio propio, y basta con explicar de qué está hecho lo que usamos todos los días. Eso solo ya genera una reflexión.
También hay que acercarse a las personas. A veces se subestima a la sociedad, y eso es un error. Los miedos son legítimos, pero hay que acompañar, explicar, mostrar cómo se controla un proyecto. Esa vinculación social es clave. Las empresas también tienen que comprometerse a generar espacios reales de participación, no solo discursos.
¿Y qué lugar ocupa el transporte y la logística dentro de este marco regulatorio tan estricto?
Tiene un lugar central y también muy regulado. Por ejemplo, existe una ley específica sobre residuos peligrosos y para trasladarlos se necesita autorización, guías de permiso, inscripción en registros y demás. Está todo muy controlado.
En Mendoza, en particular, todavía estamos en una etapa incipiente del desarrollo minero. Pero hay un enorme potencial, sobre todo por la ubicación geoestratégica de la provincia. Está sobre la Ruta Nacional 7, que conecta el Atlántico con el Pacífico, y tiene un paso internacional que ya está en funcionamiento, aunque fue pensado para una capacidad menor. Hoy eso representa un desafío de infraestructura, pero también una gran oportunidad.
¿Qué proyectos se están desarrollando para fortalecer ese rol logístico?
Hay obras en marcha que buscan mejorar la infraestructura vial, como la variante Palmira, que permitirá descongestionar el tránsito entre la Ruta Nacional 7 y otras vías claves, separando transporte pesado del tránsito urbano.
Además, se está trabajando en la articulación público-privada a través de un plan provincial que busca posicionar a Mendoza como un nodo logístico. También se evalúa la creación de un puerto seco en Luján de Cuyo, Mendoza, que serviría como base para cargas, proveedores de servicios y almacenamiento. Todo eso tendría un impacto muy positivo en los tiempos y la competitividad del sector.
¿Cuáles son tus expectativas a mediano plazo para la actividad en la provincia?
Mi deseo es que la minería en Mendoza se convierta en una realidad. Ya hay proyectos en exploración, algunos en evaluación, y otros con declaración de impacto ambiental aprobada. Se está avanzando, pero la minería es un proceso largo, no es para ansiosos.
De 100 proyectos que se exploran, solo uno se convierte en mina. Requiere mucha inversión, mucho riesgo y tiempo. Pero es una actividad fabulosa, cuando ves cómo se controla, lo estrictas que son las normativas, te das cuenta de que debe salir adelante. No puede seguir siendo una mala palabra.