“Nacha Guevara supo responder con ironía y belleza a los momentos más duros, adelantándose siempre a su tiempo. Su arte es una búsqueda obsesiva de la perfección. Trabajar con ella es como subir una escalera empinada: exige esfuerzo, pero al llegar, todo se ha transformado, el horizonte se expande y el aire se vuelve más claro. Ella no es una, es miles, y nunca se sabe cuál va a aparecer, pero la que llegue siempre traerá un nuevo desafío”, define Álvaro Rufiner, el curador de la exposición Nacha Guevara: aquí estoy, que desde el viernes 19 se presenta en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Descripción precisa de la homenajeada que se reconoce en esos trazos: “Está buenísimo lo que escribió -dice ella-. Es alguien que me conoce muy bien”.
Es que no es cosa sencilla conocer a Nacha. Como artista -y por lo tanto en su faz pública, porque entiende el arte como creación compartida-, ha recorrido seis décadas de teatro, música, cine y televisión en las que nunca renunció a ser ella misma donde sea que los proyectos la encontraran. Como persona -cuando no está en el escenario ni ante las cámaras-, solo los más cercanos sabrán de qué se trata, porque se mantiene a resguardo de cualquier asalto a su fortaleza.
En honor a su trayectoria, el Museo Moderno dedica una de sus salas a la artista y su abanico de reinvenciones en diferentes momentos políticos de la Argentina (que la obligaron dos veces a irse del país). La muestra está organizada a partir de nueve discos, entre casi 30 de su producción, que reflejan distintas etapas creativas. Fotografías, vestuario, audiovisuales, textos y documentos de su archivo personal, entre otros testimonios, cuentan el recorrido desde Nacha Guevara canta (1968) hasta Heavy tango (1991), pasando por éxitos como Las mil y una Nacha y Eva, el gran musical argentino. Por otro lado, esta muestra dialoga con Esto es teatro, otra de las exhibiciones del Moderno que incluye la protagónica participación de Nacha en el Instituto Di Tella, centro de experimentación artística en los años 60.
“Este ha sido un gran trabajo previo de rebuscar lo que no está escrito, un baúl de sorpresas del que salía cada vez más material. Creo que Álvaro (Rufiner) tiene ahora una casa paralela (se ríe) y espero que no me devuelva nada, que se quede con todo, porque yo no tengo espacio”, dice Nacha, mientras saca de la cartera su propia bolsita de té que pone en la taza de agua caliente. “Está muy bueno que el teatro esté en un museo de arte, porque es un arte más, aunque a veces no se lo considere; y que sea en el Moderno y no en uno de antigüedades. No es el cine, sino el teatro el que reúne todas las disciplinas; es la madre. En su esencia, es un arte mayor”, dice.
-Antes de incorporarte al Di Tella, ¿hiciste teatro de texto? Debutaste en el Teatro San Martín en 1965…
-Sí, con Locos de verano (de Gregorio de Laferrère) pero fue una versión musical dirigida por Juan Silbert, con un elenco hermoso en el que estaban Susana Rinaldi y Raúl Lavié. Yo hacía tres papelitos chiquititos y solo hablaba en una escena pero fue mi debut y en el teatro musical, una muy linda experiencia. Después hice Delicado equilibrio (de Edward Albee) y me di cuenta que no era lo mío, nunca la pasé bien haciendo teatro de texto, necesito la música. Paralelo a este período, escuchaba mucha canción francesa, porque hablaba de cosas que las canciones en español no hablaban; eran atrevidas, insolentes, con sentido del humor. Me atraían mucho Boris Vian, Jacques Brel, Léo Ferré, Georges Brassens, etcétera, y como yo estudié francés, las podía entender y traducirlas. Lo primero que hice fue cantar en francés y en un lugar muy chiquito, el Centro de Artes y Ciencias. Así que cuando hice Delicado equilibrio ya había pasado por esa experiencia. No fui feliz con el teatro de texto; extrañaba la música, no era yo, no podía transmitir lo que quería.
-¿Fue en esa obra que el público te gritaba que hablaras más fuerte?
-Sí. Por eso tuve que estudiar mucho con maestros para mejorar la dicción, hablando con un lápiz en la boca [lo hace en vivo]; detrás de todo lo que te diga hay trabajo. Pero ese era un problema que se podía resolver y se resolvió. El problema era que hacer teatro de texto es lo más difícil del mundo, porque es al actor a quien le corresponde hacer la música de ese texto. Por eso es el más difícil de hacer y no me siento cómoda ahí. Cuando entra la música, opera otra parte del cerebro. Me sentía más en casa. Entonces junté 12 canciones y me presenté en el ciclo de la Nueva Canción en el Teatro Payró. Entre otros, estuvieron Mercedes Sosa, Facundo Cabral, Jorge Schussheim, gente que no era muy conocida y que cantaba cosas que los demás no cantaban. Fue la primera vez que canté en un escenario y me di cuenta que por primera vez había sentido libertad y me dije “es esto”.
-¿Cantaste canciones francesas o de autores nacionales?
-En español, traducidas. Después empecé a cantar canciones de Carlos del Peral, con Jorge de la Vega, que también escribía canciones, con humoristas, empezó a ampliarse. Después de darme cuenta que era eso lo que tenía que hacer, lo voy a ver a (Roberto) Villanueva. Le expliqué y empecé en el Di Tella.
-¿Qué significó en tu carrera Villanueva (director del Centro de Experimentación Audiovisual del Instituto Di Tella)?
-Fue muy importante. Con esa amplitud que tenía en su cabeza, la menos sectaria y burocrática que he conocido, miro una agendita chiquita que tenía y me dijo: “¿Los jueves a la siete de la tarde te viene bien?”. Me abrió la puerta sin preguntar nada, a pura confianza, sin esperar que tuviera éxito, que no fuera ni bueno ni malo, ahí se trataba de hacer la experiencia. Esa fue la maravilla del Di Tella: abrir la puerta a la gente para que experimentara.
“Somos muy desagradecidos los argentinos con los que envejecen, con los ídolos que adoraron pero ya no interesan más”
-¿Cómo era como director?
-Me dirigió en Anastasia querida (primer gran éxito que consiguió la dupla Nacha y el músico Alberto Favero, considerado por la revista Primera Plana “el espectáculo más importante” de 1969). Era muy especial. No hacía nada, “digamos”. Era una presencia, una buena presencia que observaba, muy culto, y acotaba muy pocas cosas y exactas. Tenía una energía muy linda, comprendía lo que uno hacía; era una mirada hermosa, de mucha libertad.
-¿En el Di Tella lo conociste a Norman Briski?
-Lo conocí en ese reducto que era el Centro de Artes y Ciencias donde nos juntábamos todos estos locos que éramos. Después sí, en el Di Tella, donde hizo El niño envuelto, su primer espectáculo. Antes de que yo hiciera Anastasia, me dirigió en Mens sana in corpore sano, con muchos otros (participaron integrantes del grupo I Musicisti -después Les Luthiers- como Gerardo Masana).
Un parteaguas
-¿De esos años, antes del exilio en los setenta, qué rescatarías como un antes y un después de tu carrera?
-Todo lo que pasó en esos años fue un antes y un después, no solo para mí sino para mis compañeros, para el país, para todos. En todos los aspectos, lo artístico, cultural, social y político.
-A España llegás a casi un año de la caída del franquismo. ¿Cómo viviste el destape?
-El destape vino un poco después. Fue un momento muy especial, que estoy feliz de haber vivido. Un momento extraordinario, en el cual aprendí muchas cosas sobre la transición de una dictadura a una democracia, con líderes muy inteligentes que entendieron muy bien el momento. Pude ser testigo de la capacidad de transformación de España. Eso sí que fue un antes y un después. En 15 años dio un salto enorme: ¡Chapeau!
-¿Estuviste cerca del mundo almodovariano?
-Lo conozco a (Pedro) Almodóvar, he estado muchas veces con él y ha venido con sus grupos a verme a Nacha de noche (espectáculo con varias versiones, que atraviesa gran parte de su carrera), porque lo que yo hacía en ese momento era muy común a lo que ellos hacían y buscaban. Hemos ido a comer después de alguna función. Pero nunca trabajé con él aunque me hubiera encantado.
-En otra nota dijiste que “el cine te debía un protagónico”
-Sí, y a esta altura ya me lo va a deber (se ríe). Sí, me lo debe. Con las otras disciplinas sí me he dado muchos gustos.
-Con Harold Prince (director de los musicales Cabaret, Evita y El fantasma de la ópera, entre otros) sí te diste el gusto. Te llevó a Broadway.
-Sí, el sueño del pibe. Lo llamaban el Mago de Broadway, el gran director de los grandes musicales, antes de que Broadway decayera también. Y para mí fue un mago porque me abrió, con enorme generosidad, las puertas del espectáculo en los Estados Unidos. Me vio en Palma de Mallorca, donde él tenía casa y yo hice Nacha de noche, en verano. Vino sin decirme nada; después me escribió una carta. Dijo que había quedado tan impresionado, que ni siquiera tuvo valor de venir a verme al camarín y que se ofrecía a abrirme las puertas en Broadway.
-Y cumplió.
-Viví casi dos años ahí. Hay una anécdota muy linda. Alquiló un domingo el Teatro Saint James e invitó a mil amigos, la gente más prestigiosa y conocida de Broadway. Y llenó el teatro con todos ellos, un domingo. Eso dice mucho de una persona. No sé cómo me animé a salir al escenario. Fue una noche inolvidable. Lo hice todo en castellano. Fue la primera vez que se habló español toda la noche en un teatro de Broadway. Después, en las otras funciones, hacía casi la mitad del show en inglés. Fue todo de película, las críticas, la repercusión. Hicimos funciones en Chicago, en el Kennedy Center en Washington. Nos quedamos hasta, prácticamente, el regreso a la Argentina.
-¿Cómo fue esa vuelta?
-Bastante accidentada. Siete horas de retraso del avión, le gente que me iba a buscar se había ido, una escala en Colombia para descargar una persona que había muerto… Esa fue la primera impresión. Después fue todo alegría. Vine para la asunción de Raúl Alfonsín, un día inolvidable, la energía en las calles, el período que siguió también fue el que recuerdo de mayor alegría de este país.
-¿Se parecía a aquel momento en España?
-Había más alegría en la Argentina. Lo que había observado en España -donde fueron casi 40 años de dictadura- era la dificultad del regreso para los exiliados, por la variedad de experiencias vividas. Eso me hizo pensar en que no quería sufrir esa decepción. Me sirvió para prepararme y volver de otra manera.
-Volvés y cumplís el sueño de hacer Eva, el gran musical argentino, un proyecto de muchos años que parecía una locura.
-Justamente por eso. Durante el exilio la soñamos como se nos antojaba, con esa libertad que te da saber que no había ninguna posibilidad de hacerla. Como era imposible, la escribimos a lo grande, como se sueña, sin pensar en productores ni posibilidades. Si nunca se estrenaba, no importaba porque fue un proceso que nos acercaba de nuevo a nuestro país. Nos llevó siete años.
Público extranjero
-¿Por qué pensás que tuvo éxito en 2008, cuando se reestrenó, y no en 1986?
-Porque la gente todavía no estaba preparada. Tampoco ahora funcionaría porque estamos en la grieta más profunda. En 2008, no eran así. Además tuvimos muchísimo público extranjero.
-¿Harold Prince la vio?
-No. La escuchó. Sabía de la obra porque habíamos tenido muchas conversaciones sobre las diferencias que teníamos con Evita, el musical de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber, y le interesó conocer otra mirada del personaje por parte de gente que vivió esa época.
-¿Hablaron sobre el casting al que te presentaste en Londres cuando preparaba Evita, a fines de los 70?
-Él no quiso que yo hiciera Evita. Me dijo que estaba sobrecalificada. En los Estados Unidos no les gusta tener personas sub ni sobre calificadas para un papel, lo cual es muy inteligente porque en ambos casos se produce incomodidad con el director. Y el papel de Evita es muy lineal y básico, tal como está escrito en la de Webber.
“En este país, unir cosas es muy difícil; lo fácil es separar”
-En 2011, otro musical: Tita, una vida en tiempo de tango, sobre otra mujer mítica. ¿Te atrapan los cuentos de Cenicientas?
-Es que es el cuento ideal. Si Eva no hubiera existido, alguien tendría que haber escrito esa historia porque teatralmente es impecable. El de Tita también es un cuento perfecto aunque no tan extraordinario, porque muere viejita y de una manera muy triste, no en la gloria. Somos muy desagradecidos los argentinos con los que envejecen, con los ídolos que adoraron pero ya no interesan más: eso no pasa en otros países.
-En los noventa también te metiste con el tango pero desde otro lugar, fusionado con el rock pesado, en el disco Heavy tango, acompañada por el músico Miguel Ronsini. ¿Fue tu trabajo más criticado?
-Siempre recibí críticas. La primera crítica que tuve decía: “Una nueva clase de insecto aterriza en el Di Tella”. Si hubiera escuchado las críticas, no estaría ahora sentada con vos. Pero fue muy valioso Heavy tango. Fui la primera persona que unió el tango con el rock y después muchos lo hicieron. Hoy todavía es muy moderno. Lo defiendo y reivindico totalmente. Con temas mejores que otros, se trató de una búsqueda, pero en este país unir cosas es muy difícil, lo fácil es separar.
“Toda la vida se trata de sacarse el ego y ser quien uno verdaderamente es. Eso es el trabajo de una vida, como las cáscaras de la cebolla, sacar y sacar hasta llegar al núcleo”
-¿Quién fue tu principal socio artístico? ¿Alberto Favero?
-Si, fueron 18 años. Es posible que en noviembre o diciembre haga un ciclo pequeño con él de nuevo.
-Tu libro Desobediente, acerca de tu vida, no salió. ¿Por qué? ¿Tendrá formato audiovisual?
-El libro no tuvo destino, como tantas otras cosas. Cuando vi que la editorial no iba a respetarlo como me había prometido, le devolví el adelanto. Lo trabajé como posible película, como posible espectáculo de teatro… Está ahí, me gusta mucho, pero si se hace, se hace, y si no, no. Es muy rico, una vida donde han pasado muchas cosas: va desde mi infancia y el Di Tella, al exilio y el regreso con Alfonsín. Ahí termina.
-¿A esta altura, valorás más la crítica especializada o el reconocimiento popular?
-La crítica especializada ya no existe más. Hubo críticos extraordinarios, como Ernesto Schoo, que escribían con inteligencia e información. Yo he cambiado cosas de espectáculos si los críticos tenían razón. Ahora, cuando son ignorantes y ni siquiera saben redactar, ya es otro tema. Lo lamento, porque la crítica es importante para el espectáculo; te ayuda a ver desde otro ángulo. Por otro lado, recibo mucho amor de la gente en la calle, gente de distintas edades y clases sociales, que tal vez nunca me vio en el teatro.
-¿Quiénes son tus amigos?
-Amigos son cinco en la vida de cualquier persona, nadie tiene más; los demás son conocidos y, en general, no pertenecen al espectáculo -algunos, sí- pero no es para estar exhibiéndolos. A los amigos hay que dejarlos donde tienen que estar.
-Tu hijo, Ariel del Mastro, dijo que el gran problema de los actores es el ego. ¿Qué opinás?
-Es el gran problema de las personas, porque el ego es el personaje que hemos fabricado. Toda la vida se trata de sacarse el ego y ser quien uno verdaderamente es. Eso es el trabajo de una vida, como las cáscaras de la cebolla, sacar y sacar hasta llegar al núcleo. Y los actores, en ese sentido, son bebés de pecho al lado de los políticos.
Para agendar
Nacha Guevara: Aquí estoy. Desde el viernes 19, en el Museo Moderno (Av. San Juan 350). Todos los días menos los martes, desde las 11 hasta las 19, y sábados, domingos y feriados hasta las 20.