Nadie los votó para que mueran con las botas puestas

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El grito de guerra –vamos a vender hasta el último dólar– hace acordar a la trágica altanería del general George Armstrong Custer, a punto de librar y perder la legendaria batalla de Little Bighorn y dispuesto a disparar hasta la última bala antes de rendirse o perecer. La película sobre ese histórico combate que ganaron los sioux y no los soldados del Séptimo Regimiento de Caballería romantizaba un poco al general Custer –al menos lo salvaba de su arrogancia– y se llamaba significativamente “Murieron con las botas puestas”. Se lo recuerda no como un acto heroico, sino como un pecado de temeridad y como una estrategia suicida. Es de esperar, por el bien de todos los argentinos, que la analogía no refleje tan fielmente el desenlace de esta situación tormentosa, signada por una preocupante crisis cambiaria que demuestra las limitaciones del programa de estabilización, unas inconvenientes bravuconadas del ministro de Economía, una yerma política desplegada por Javier Milei para detener la hemorragia de su credibilidad y una desvergonzada operación destituyente de algunos kirchneristas, que siguen los oscuros deseos de Cristina Kirchner: “El tic tac ya puedo escucharlo desde San José 1111”.

Para explicar la naturaleza emocional del suspenso, Alfred Hitchcock solía contar una escena: dos personajes intercambian banalidades sentados a una mesa, y la cámara muestra que debajo hay escondida una bomba de relojería y que faltan pocos segundos para que explote. La táctica del suspenso radica en que el público se desespere porque los personajes no advierten que van a volar por los aires y en ponerlo tan nervioso que, en su impotencia, hasta les grite desde la butaca y desee saltar directamente dentro la pantalla para salvarlos. Muchos economistas de alto nivel sienten la misma clase de impotencia y cuidan cada palabra que dicen, ya no por miedo a las guerrillas digitales sino por el temor a los mercados. Que no le creen al presidente más promercado de la historia, por la simple razón de que sus repetidos pronósticos resultaron fallidos, su esquema monetario es defectuoso y sus voceros no hacen más que transmitir negación y atizar inconscientemente el pánico.

El León deberá reinventarse a sí mismo, cultivar la humildad, abrir la cabeza y detener toda sangría

A eso se agrega que para el oficialismo el Congreso de la Nación es “golpista”, falacia que encubre el hecho evidente de que los libertarios han sido incapaces de generar una táctica de contención de los propios, un tejido consistente con aliados y una negociación seria con sectores potencialmente colaborativos. Ahora están revisando los puentes rotos: dinamitarlos se hace en un instante, pero reconstruirlos implica mucho tiempo y laboriosidad. Y es que no solo hay inflación reprimida, sino también rencor reprimido operando en la política argentina. La política también es una red de vínculos humanos y no depende exclusivamente del “toma y daca”. En las buenas me traicionaste, tus tuiteros me atacaron sin piedad, ¿y ahora querés que me trague los sapos por vos y te salga a bancar en la mala? Es como si un alumno agresivo y patotero te hubiera hecho la vida imposible en el colegio durante años: hubiese celebrado ruidosamente tus malas notas y se hubiera ufanado exageradamente de las suyas; te hubiese propinado varias palizas en el patio del recreo y al final, porque ofendió a una maestra y decidieron expulsarlo, te hubiera pedido que firmaras un petitorio a su favor. Ese rencor es, como nunca, transversal y juega su partido. Mucho más cuando se rompió el hechizo general, y la carroza se transformó en calabaza. Porque Milei tenía una armadura invisible y reluciente: se suponía que una mayoría silenciosa respaldaba incluso sus exotismos, sus desmanes, sus crueldades fácticas y sus insultos de tablón. No pocos opinólogos vocacionales y también de profesión, pertenecientes a todos los palos, seducidos por la superstición de la novedad y tentados por anunciar que se había producido un cambio cultural irreversible en el subsuelo de la patria, abonaron la idea de que no se trataba de una foto sino de una película, y afirmaron que la destrucción del Estado y la brutalidad se habían puesto de moda y no tenían vuelta atrás. Milei, para bien o para mal, era un iluminado de la época: había encontrado la llave de oro y había abierto la cerradura, y ese consenso social lo blindaba contra cualquier cosa. Algunos dirigentes hicieron lo de siempre –adhirieron al outsider porque la política es su modus vivendi y entonces hay que ir siempre a la moda–, y muchos otros se sintieron de pronto obsoletos y revisaban en silencio su praxis y su destino. Pero los comicios bonaerenses fueron una gran encuesta y evidenciaron que esa presunta mayoría de repente no existía, y que al León lo sostenía en el poder más una falsa creencia colectiva que una rotunda realidad de territorio. Caído ese blindaje imaginario, a la “revolución libertaria” comenzaron a entrarle todos los proyectiles: fue una conjunción de rencor reprimido, ajustes de cuenta, convicciones renovadas y también la certeza de que aquello que parecía un perro era efectivamente un perro. No hay más ilusiones ópticas. El Gobierno es víctima de esta hora y, además y también en consecuencia, de sus errores más gruesos en materias económica y política, que se extienden incluso a los planos discursivos y hasta morales y éticos. El infame Club del Helicóptero –las ansias siempre vigentes de desestabilizar al adversario por parte del justicialismo más crudo y forzar así que no cumpla su mandato constitucional– no sólo no disculpa las trastadas de una gestión mala, sino que aparece hoy con menos fuerza y relevancia que ellas, por más que los destituyentes luzcan verosímiles para la campaña de octubre y los libertarios logren con su denuncia pública cohesionar al electorado antikirchnerista. El problema central no reside en ese complot repugnante, sino en la fragilización que el mileísmo consiguió sin ayuda de nadie, por iniciativa propia y a pulso. Puede y debe seguir adelante, porque para eso lo eligió una sociedad desesperada y porque ese mandato es sagrado, y no cabe la menor duda de que hasta el alumno vapuleado firmará al final el petitorio. Pero el León deberá reinventarse a sí mismo, cultivar la humildad, abrir la cabeza y detener toda sangría. En democracia no vale la ley de Little Bighorn. El pueblo lo colocó en esa trinchera para que traiga un triunfo, no para que muera con las botas puestas.

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