Nahuel Losada, la figura del campeón: el arquero atajó tres penales y fue decisivo para la fiesta inolvidable

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A veces, la moneda de la fortuna de la vida cae de este lado. De la vereda del sol. El calor de Asunción no derrite la sonrisa de Nahuel Losada, el héroe imposible. A los 32 años, sus manos construyen la base del campeón de la Copa Sudamericana. Tres penales en la serie decisiva contra Atlético Mineiro, un grande de Brasil, como si se tratara de un día en la oficina. Y lanza la frase, que define su vida.

“Remé mucho para estar en este momento. A veces te ponés a pensar en los momentos en los que nadie daba dos mangos por mí. Mirá la vida dónde me puso… Lo único que quería era jugar. ¡Sigan remando, que el fútbol paga!”, es su mensaje, sereno, tranquilo como si acabara de levantarse del escritorio.

Nahuel Losada ataja el penal decisivo contra Vitor Hugo

Hay lágrimas, abrazos: Lanús es la gloria sudamericana. El hombre de Berisso, que jugó en todos lados y casi nunca se afirmaba, es el héroe granate. Ojos celestes, sonrisa medida, dentadura recién armada por un partido anterior en el que se expuso en cuerpo y alma.

Un hombre común, sin divismo de campeón. “Las oportunidades no se me daban, buscaba jugar, hay algunos que se la jugaron por mí y hoy les estoy pagando. Este campeonato es un poco para ellos que me formaron como arquero”, cuenta parte de su historia.

Vale la pena, entonces, viajar hacia el pasado. Era un hombre del ascenso. Porque, después de ser parte de Estudiantes de la Plata, anduvo por Unión de Mar del Plata, Atlanta, All Boys, Deportivo Pasto y Belgrano (en donde se afirmó, al fin, por cuatro temporadas). En Córdoba empezó de abajo y en el Nacional.

La mayoría de los soldados del ascenso profundo en el fútbol argentino son luchadores que tienen que buscar otros trabajos para subsistir. Losada lo sabe.

El arquero fue papá de joven; los pañales y las mamaderas lo llevaron a manejar un taxi, mientras esperaba los guantes que nunca le quedaban. Pudo haberse retirado: lo pensó seriamente.

“Me ha tocado ser padre muy joven y cursando las divisiones inferiores en Estudiantes mi papá era poseedor de un taxi y para darme una mano y solventar gastos, me lo daba. Siempre estuvo, siempre estuve súper agradecido a esa mano que en su momento me ayudó mucho”, le contó hace unos años a TyC Sports, luego de un emotivo 3-2 sobre Brown de Adrogué.

Decía, siempre con claridad de conceptos, lejos de lugares comunes y sentimentalismos baratos. “Como todo padre, uno hace lo imposible para que a sus hijos no les falte nada. Me desmoroné emocionalmente cuando entró mi familia a abrazarme. Mi viejo me dijo que era un luchador de la vida, que lo merecía por todo lo que transpiro”.

Muchas veces, llegó a despreciar los tres palos. “A veces quería tirar la toalla, muchas veces lo pensé, y mi viejo atrás alentándome. Cuando se revirtió, la verdad que tomé noción de todo lo que ha transcurrido y saqué un fuego interior que hoy me está haciendo disfrutar”, decía. Ahora, se pone la medalla de campeón, se cambia la camiseta con la nueva estrella y sigue, como si nada. Un héroe invisible.

Figura contra Fluminense, en el Maracaná. Figura en la dramática serie con Universidad de Chile. Decisivo en la serie por penales contra Central Córdoba, al atajar uno. No es un especialista en este arte: no hay que engañarse. Vale este dato: había atajado 3 de 22 disparos en toda su carrera. El año pasado, le adivinó uno a Independiente Medellín, también por la Sudamericana. En la final, contuvo 3 de 7, en el 5-4 que viaja a la leyenda.

“Estoy inmensamente feliz, pero esto tiene que ser acompañado de un equipo, una estructura y Lanús me la dio. Todo esto tiene un premio doble para mí”, suscribe el hombre, que ahora sí, se abraza con Mauricio Pellegrino, el creador del campeón. Se parecen mucho: ante todo, tranquilidad.

Antes de la definición, tapó tres pelotas de gol, un mano a mano imposible, con las piernas, a lo Dibu Martínez y en el tiempo extra. Tenía 10 su libreta, antes de la función final. Hulk, Teixeira y Vitor Hugo chocaron con sus manos. Nadie “daba dos mangos” por sus manos y hoy, ahora mismo, valen oro.

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