MI MARIDO NO PARABA DE DECIR QUE IBA A MORIR JOVEN, PERO NUNCA NOS PONÍAMOS DE ACUERDO EN UNA CIFRA ACEPTABLE.
Siempre me decía que iba a morir joven. Discutíamos por eso. Ahora me doy cuenta de lo cómico que suena. No la parte de la muerte, obviamente, sino la discusión.
«¿Qué quieres decir con joven?», decía yo. «¡Define joven!».
La última vez que mantuvimos esa conversación, Jimmy trató de hablar de forma informal, como si estuviéramos hablando del tiempo: «Caray, no lo sé», respondió. «¿Tal vez 60?».
«¿Sesenta?», grité. Y entonces empezó el regateo, mientras él intentaba calmarme lanzando lo que suponía que podía ser una cifra más aceptable.
«Bueno, 65», corrigió.
«¿Cinco años más?», le dije. «¿Me das cinco años más? Tenemos queso cottage en el refrigerador más viejo que eso».
Cuanto más me acercaba a un colapso, más conciliador se volvía.
«¿Cómo voy a saberlo?», dijo. «¡No es como si tuviera una bola de cristal!».
«Bueno, o sea, sí suena como si tuvieras una bola de cristal», dije. «¡Después de todo, fuiste tú quien sacó el tema!».
Y con esa escurridiza ventaja, seguí regateando: «Tal vez podría aceptar 75, pero eso es lo más bajo que puedo llegar».
Hablábamos de edades hipotéticas como si se tratara de un ejercicio de arbitraje, una pequeña disputa conyugal, como por ejemplo si cenaríamos comida tailandesa.
Estas conversaciones nunca dejaban de provocarme. Yo había construido mi mundo a su alrededor y él me estaba avisando que podría desmantelarlo mucho antes de lo previsto. Por inútil que fuera, seguimos negociando una cifra con la que ambos pudiéramos vivir.
O una con la que yo pudiera vivir y Jimmy pudiera morir, supongo.
Y no es que él quisiera morir. De esto estoy segura. Hemos enterrado años y años de recuerdos, unos encima de otros, como catacumbas matrimoniales sagradas, en capas a lo largo del camino. Siempre que necesito tranquilizarme, me paseo por esas viñetas tan queridas.
Uno de esos recuerdos entrañables fue cuando ambos cumplimos 50 años y nuestros amigos nos organizaron una fiesta de celebración en nuestra propia casa. Esa noche, después de despachar a todo el mundo, nos quedamos juntos en el fregadero, lavando copas de vino, intercambiando fragmentos de las anécdotas de la velada y disfrutando de la lista de reproducción que compartíamos.
Cuando empezó a sonar una de mis canciones, «A Groovy Kind of Love» de Phil Collins, me quitó el trapo de cocina de la mano y me llevó a la pista de baile improvisada entre la isla y la mesa de la cocina. Pero no fue el recuerdo del baile en la cocina lo que quedó grabado en mi cerebro, sino cuando levanté la vista y vi que le corrían lágrimas por el rostro.
Al parecer, habíamos entrado en nuestra última década juntos y él había empezado a llorar nuestra pérdida.
Años más tarde, un domingo por la tarde, estaba tumbada en el sofá mirando las redes sociales sin pensar cuando sonó el timbre. No sé cómo no lo oí. Yo estaba mucho más cerca de la puerta que nuestro hijo pequeño, Tommy. Pero, por desgracia, él oyó el timbre primero.
Cuando Tommy entró en el estudio y dijo: «Mamá, hay un policía en la puerta con el celular y la cartera de papá», lo único que recuerdo que pensé fue esto: «Aquí está. Tal como dijo. Aquí está nuestro fin».
El oficial me dijo que un conductor distraído había asesinado a Jimmy. Tenía 54 años. Tardé unas semanas en darme cuenta. ¿Por qué no acepté su generosa oferta de 65 cuando tuve la oportunidad? Nunca se me dio bien regatear.
Muchos años antes, éramos universitarios despreocupados. Él era un intenso y ambicioso estudiante de la carrera de negocios y yo me interesaba por las humanidades. Mi profesor de filosofía asignó a nuestra clase lo que yo, de manera ingenua, creí que era la tarea más difícil que jamás se nos había encomendado. Teníamos que escribir un trabajo que contrastara el concepto de predestinación al de libre albedrío.
Pasé días construyendo mi argumento en la mente antes de poner la pluma sobre el papel. Parte de mi proceso de escritura creativa consistía en quejarme: «¿Cómo contrasto dos conceptos tan diametralmente opuestos?».
Él se rio y me dijo: «Solo tienes que fingir que sabes de qué escribes hasta que termines. Te saldrá bien».
Supongo que eso hice, pero hasta el día de hoy no recuerdo ni una palabra de lo que escribí, solo que saqué una calificación sobresaliente. No obstante, el rigor mental de aquella tarea nunca abandonó mi conciencia. El momento en que escribí ese trabajo fue después de su muerte, cuando se abrieron las compuertas de la creatividad, lo que me llevó a reflexionar sobre cuánto control tenemos realmente sobre los resultados de la vida.
Cuando me sumerjo en estos elevados pensamientos, me acuerdo de aquella escena de «La bella durmiente» en la que le advierten al rey que la princesa morirá en su cumpleaños 16 después de pincharse el dedo en una rueca. En un esfuerzo por controlar el destino de su amada, dicta un decreto: «¡Quemad todas las ruecas!».
Pero, al final, ella se pincha el dedo de todos modos. La lección que saco de todo eso es que en la vida no se puede controlar nada, ni siquiera cuando uno cree estar al mando de todo su reino.
Y trato de sacar consuelo de eso.
Cuando conocí a Jimmy, ambos teníamos 18 años. Llegó con actitud, una chamarra de cuero y una moto, el paquete de accesorios perfecto para la etapa en la que estábamos de nuestras vidas. Años más tarde, después de comprometernos y planear nuestra boda, atreviéndonos a hablar de futuros hijos, supe que mi novio necesitaba un cambio de imagen.
Un sedán de cuatro puertas y un maletín encajarían perfectamente en la nueva era que yo imaginaba, un poco más «El hombre de familia», un poco menos, «Rebelde sin causa».
La suerte quiso que le robaran la moto cuando trabajaba en un restaurante de Houston meses antes de la boda. Fue la primera vez que lo vi llorar.
«¡Me robaron la maldita moto!», se lamentó.
«No necesitas una moto», le dije. «Estamos a punto de casarnos y tener hijos. Las motos son demasiado peligrosas. No queremos que nuestros hijos crezcan rodeados de ellas». Cité un par de estadísticas.
Las cosas encajaron a la perfección cuando compró el viejo Plymouth Volare de su abuela. Nunca olvidaré la primera vez que entró en la casa de mis padres en aquella bestia. Seguía siendo aquel chico genial. Su frescura era intrínseca a su personalidad y no dependía de su medio de transporte.
No obstante, la sensación que tuve aquel día es la misma que imagino que deben sentir los ganaderos cuando doman a un semental preciado: El semental puede seguir siendo una criatura magistral, pero sabes que has cincelado un trozo de su alma. Quizá por eso no intervine de manera más agresiva en lo que ocurrió 30 años después, cuando se me acercó con una gran sonrisa, me mostró la pantalla de su computadora y me dijo: «¡Mira lo que encontré en Craigslist!».
Había encontrado su moto robada. O una moto del mismo año, marca, modelo y color, con las mismas franjas personalizadas.
«Siempre me prometí a mí mismo que si alguna vez tenía éxito», dijo, «volvería a comprar mi moto».
Por supuesto, intenté disuadirlo, según el manual de la buena esposa. Pero tampoco podía negar lo desinteresadamente que había trabajado para darnos una vida a mí y a nuestros hijos, sin permitirse nunca pasatiempos ni aficiones. Según mi plan, se había convertido en la personificación de un hombre de familia. No sentía que hubiera mucho que pudiera decir para disuadirlo. Después de todo, el más joven de nuestra familia estaba haciendo las maletas para ir a la universidad.
Compró la moto y prometió que nunca conduciría por la interestatal, sin casco o de noche. Fiel a su palabra, murió a plena luz del día en una carretera rural detrás de nuestra casa. Los desconocidos que lo vieron morir a un lado de la carretera confirmaron que llevaba el casco bien abrochado.
El conductor distraído que acabó con su vida no tenía permiso de conducir, ni seguro y al parecer, ningún remordimiento.
Vuelvo a pensar en aquel trabajo de filosofía de la universidad y en aquellos dos jóvenes ingenuos que creían que, si fingían un poco, se podía superar todo. Ahora sé que no es así. Como viuda con experiencia vivida, ahora me interesa más la verdad a la que quería llegar el profesor que la calificación que yo buscaba.
¿Tenemos libre albedrío? ¿Podemos tomar decisiones que cambien el futuro? Sí, claro que podemos, y así lo hacemos. Pero también nos precipitamos por un camino inalterable sobre el que tenemos poco que decir.
Lo único que sé es que hay vulnerabilidad en amar a otra persona con todo tu corazón y toda tu alma, en construir tu vida en torno a otra persona. Y eso es a menudo mucho más de lo que esperábamos.