Heredero de una estirpe de pianistas formados con Vicente Scaramuzza —aquel venerado maestro calabrés que llegó a la Argentina para hacer “la América musical” en los albores del siglo XX y por cuyas aulas desfilaron los grandes prodigios Bruno Gelber y Martha Argerich—, Nelson Goerner es hoy uno de sus más brillantes sucesores. Reconocido en el mundo, es el pianista argentino más aclamado de su generación.
Nacido en San Pedro y radicado en Suiza desde hace casi cuatro décadas, Goerner ha mantenido un vínculo estrecho con la Argentina, regresando asiduamente no solo a Buenos Aires, de donde emigró a los 18 años, sino también a las provincias que le depararon satisfacciones a lo largo de su vasta trayectoria. Esta vez como solista invitado en la gira sudamericana de la prestigiosa Orquesta de Cuerdas del Festival de Lucerna (Festival Strings Lucerne), el lunes 26 hará su regreso al país en el marco de la temporada de un amigo y socio entrañable: el Mozarteum. Y lo hará para compartir la belleza del arte chopiniano en su escenario favorito: el Teatro Colón.
“Volver a la Argentina es algo que siempre espero, algo que vivo con anticipación porque es un momento mágico e intenso —cuenta el músico desde Ginebra en diálogo con LA NACION a días de emprender la tournée con el ensemble suizo que lo llevará también a Uruguay, Perú y finalmente Brasil. Con el Mozarteum hemos forjado un vínculo que tiene su peso porque me becó de joven y me apoyó siempre. Está además mi familia, hay un público fiel y esa sala maravillosa e incomparable que es el Colón. Volver al país es la conjunción de cosas extraordinarias”.
—Los dos conciertos de Chopin (si bien en esta oportunidad tocarás el segundo) son de lo más conocido y amado del repertorio pianístico, obras de las que el público probablemente tiene sus versiones de referencia, ¿qué sentís que le aportás vos al tocar esta música a lo largo de tantos años?
—Chopin es uno de los compositores más amados del público. En la historia de nuestro instrumento hay un antes y un después de él. Fue un revolucionario que llevó el piano a una cima de la creación artística, justamente porque se consagró a él con exclusividad. Y allí dijo todo lo que tenía que decir musicalmente. De tal manera que su música sigue siendo una de las más amadas. El 2º concierto es mi predilecto. El primero es brillante y este es nostálgico. No tiene la pujanza ni la fuerza de su antecesor, pero sí una belleza cautivante desde el punto de vista armónico-melódico, de la escritura y la invención pianística. Lo he tocado infinidad de veces, pero cada vez que lo retomo le encuentro rasgos nuevos, un detalle del fraseo, un pedal para reforzar una sutileza armónica o una polifonía, un matiz diferente. Eso fantástico de lo que hacemos los músicos porque tenemos la posibilidad casi sagrada de no entregarnos a la repetición. Eso que hace que una obra siga viva en nosotros. Tengo grandes versiones de referencia, pero con los años he creado una visión propia, de modo que el público puede venir seguro de que no escuchará el calco de nadie, sino la obra a través de mi personalidad, una interpretación verdadera que es la suma del trabajo y la espontaneidad que no se parece a la de nadie.
—¿En qué se manifiesta tu visión?
—Primeramente, en el tipo de sonido que puedo producir. Cómo lo vivo y lo hago propio, porque si hay algo que aprendí de los grandes pianistas “del pasado”, es el hecho de tener una personalidad. Cortot, Rubinstein, Horowitz o Rachmaninoff por ejemplo. Son modelos de una individualidad que uno puede reconocer en una sola frase, algo que pasa a través del sonido. Después están el decir, la agógica, el fraseo, la matización, la paleta de colores que también es algo individual. Pero antes que nada, siempre está el sonido.
—¿Trasmitís estas ideas en la docencia? ¿Te gusta enseñar cuando venís al país?
—En Suiza tengo una clase pequeña de 4 alumnos porque mi actividad no me permite tener 10 o 15 estudiantes. Y cuando voy a Buenos Aires (esta vez no porque estoy de gira) suelo escuchar pianistas y dar alguna clase porque me gusta el contacto con las generaciones jóvenes.
—Siendo vos “un nieto musical de Scaramuzza”, ¿encontrás que la Argentina sigue siendo el semillero de otros tiempos?
—Sus descendientes directos ya no están o quedan muy pocos, pero afortunadamente creo que eso no se ha perdido. Ha quedado una huella. Y lo importante es saber qué hacer con ella, cómo revivir esa herencia musical.
—¿Y cómo pensás se revive?
—Con la labor de un verdadero maestro. Por supuesto, que la formación de una escuela pianística es imprescindible, pero después la labor del maestro, que no es aquel que te da su receta ni el que modela al alumno a través de lo que él quiere oír, sino el que logra que el alumno saque lo mejor que tiene dentro de sí. Aunque a veces parece que se ha perdido, creo que ese legado está, que hay que saber recogerlo para darle vida.
—Hablaste de los maestros “del pasado” Cortot, Rubinstein y Horowitz y de sus maneras de tocar el piano, cada uno con su sello único y reconocible. ¿Qué otras cosas percibís que han cambiado en el quehacer musical de las últimas décadas?
—Vivimos en un mundo en el que todo se consume rápido, en el que hay que ser eficiente en el uso del tiempo. Ese signo de la época se ha llevado buena parte de la capacidad de concentración. Por eso, como hoy la gente está acostumbrada a secuencias cada vez más cortas, la configuración de los programas para escuchar la música ha cambiado mucho. Antes, cuando se presentaba un artista solo, el repertorio en dos partes era imponente. Era una especie de retrato del artista completo. En la actualidad los programas se acortaron porque los organizadores temen —con o sin fundamento— que el público no resista dos partes de 45 minutos cada una. Los recitales se han vuelto más cortos. Sin embargo, tengo fe en lo inmanente de la música. Porque mientras más inmersos estemos en esta dinámica de la celeridad, de la eficiencia y del consumo veloz, más necesitados nos sentiremos de la comunicación e incluso del romanticismo que es inherente al arte, que nos hace trascender por sobre las dificultades de la vida, de la realidad, de los miedos cotidianos y de las miserias propias de la existencia. Yo tengo una fe total porque siempre habrá, en las generaciones que vengan después de nosotros, gente con la sensibilidad y el talento para transmitir lo perdurable de la buena música.
Para agendar
Mozarteum Argentino. Orquesta de Cuerdas del Festival de Lucerna (Suiza) Solista: Nelson Goerner (piano). Obras: Menuet sur le nom d’Haydn (Ravel), Piccolo concerto grosso op 87 de (Dubugnon), Serenata en do mayor op 48 (Tchaikovsky), Concierto para piano y orquesta nº 2 en fa menor op 21 (Chopin). Lunes 26 de mayo (hoy), a las 20, en el Teatro Colón.