La vida de Nico Sorín está llena y rodeada de música y de arte. Nació en 1979. Se formó en el Berklee College of Music. Pasó por las manos de grandes maestros de los sonidos. Escribió músicas para cine y para conciertos sinfónicos. Dirigió importantes orquestas del mundo. Encabezó proyectos electrónicos, el más renombrado de los cuales fue Octafonic. Condujo el Sorín Octeto y fue parte del grupo jazzero Fernández 4. Hijo del cineasta Carlos Sorín, para quien precisamente hizo las bandas de sonido de algunos films, está casado con la cantante Lula Bertoldi y tiene dos hijos.
Hace ya unos años, fue convocado por Pipi Piazzolla para revisitar el Octeto Electrónico de Astor Piazzolla. Aquel estreno ocurrió en el Palacio Libertad y, desde entonces, Nico Sorín lo ha hecho sonar en diferentes lugares, sobre todo en Niceto Club. Y ahora, arrancando el año frente al público porteño, volverá a escucharse en la más amplia sala del teatro Coliseo, este martes 15 de abril. De eso y de muchos otros temas, habló con LA NACIÓN.
-¿Qué tiene este proyecto Piazzolla Electrónico que lo has sostenido tanto a través del tiempo?
-Creo que es una combinación de todo. Mirá que yo soy una persona que me aburro. En general, a mí, los proyectos no me duran más de uno o dos años, como mucho. Con este, estamos haciendo el mismo repertorio hace cuatro años, con actuaciones todos los meses. Creo que es la música de Astor, por un lado, que es como una cebolla donde uno sigue encontrando cosas y desafíos, y además lo que pasa con la gente, que a través de ese disfrute que hay en los shows, nosotros también disfrutamos. Es muy raro realmente y nunca me hubiese imaginado, después de esa primera presentación que hicimos en la Ballena del CCK. Iba a ser un concierto único, al que llegué convocado por el Pipi. Fue el primero con capacidad máxima que se hizo en esa sala después de la pandemia. Fue algo especial también en ese sentido. Poder estar con siete músicos más en el escenario. Este año arrancamos con esto del Coliseo y después habrá algunas funciones más a lo largo del año, pero más puntuales. Habrá muchos invitados: Lito Vitale, Javier Casalla, Pipi Piazzolla con el que vamos a tocar a dos baterías; el Chino Laborde. Va a ser una celebración.
-¿Qué tiene entonces de diferente este proyecto de los muchos otros que atraviesan tu vida?
-Para mí es todo lo mismo porque todo es música. Considero lo mismo estar con mi banda Punkorquesta o con una sinfónica. La música la siento siempre de la misma forma. Todo este proceso de Astor, ahora empecé a hacerlo con la música de los grandes maestros. Hicimos ya varios conciertos en Niceto con la Punkorq, como la llamo yo, que es una banda de punk con cuerdas atrás donde hacemos los grandes hits (Mozart, Beethoven, Stravinsky, Orff). Para mí, hacer eso o hacer lo de Astor es una especie de master, es como ir a la escuela, es salirme de mi música y ponerme a estudiar a los grandes, desde Mahler hasta Piazzolla, justamente. Me relaja y me saca la cosa de compositor que me pone una presión extra.
-¿Cómo es eso de la presión de componer? ¿Te referís a cuando tenés que escribir por encargo? ¿A tus propias decisiones de escribir música?
-Al principio, quizá me hacía un poco más de ruido componer por encargo que hacerlo porque me da la gana, porque a uno le pagan, está el deadline. Pero finalmente es lo mismo y la presión es la misma porque la vara la pone uno. Para mí componer siempre es doloroso; hay un sufrimiento implicado que es inherente a esa tarea. Es como dice Stravinsky: 90 por ciento transpiración y 10 por ciento inspiración. No aparece nada mágicamente, y está la autocrítica. Jugar con los sonidos te produce cierta inseguridad. Ha de haber compositores que escriben, que agarran la guitarra y vamos, hacen un tema. Pero para mí, el pentagrama en blanco es siempre un momento un poco doloroso.
-Ya que lo mencionás, ¿cómo es tu modo de componer? ¿Con qué te inspirás?
-A partir de todo. La idea principal puede venir de cualquier lado y para mí no hay una fórmula. Sí hay técnicas después para desarrollar esas ideas. Pero el punto de partida puede ser un motivo melódico, algo más gestual, una palabra, una foto, un conflicto. Y lo lindo es eso justamente, no saber por dónde viene pero que te atrape. Eso es inspiración, cuando una idea te hace pensar en algo y después viene la posibilidad de componerlo, de que se transforme en algo. Es maravilloso.
-¿No te entusiasma entonces componer exclusivamente a partir de abstracciones técnico-musicales, sin guías temáticas?
-Cuando era joven, coqueteé mucho con el serialismo, con la polifonía, que resultaron callejones sin salida. Hay obras de Schönberg o del serialismo que son interesantes, por supuesto y en su contexto histórico. Pero para mí fue una época muy snob. Había algo elitista. Tenía 21 años, tenía profesores que estaban en esa y yo quería pertenecer a ese selecto grupo. Pero yo no estaba en Viena a principios del siglo pasado. A mí me gustan los Beatles, me gusta lo popular, aunque también pueda gustarme lo sofisticado.
-¿Cómo aparece esa sofisticación?
-No trato de hacerme el sofisticado, pero también busco algo diferente para no aburrirme. Y esa vuelta de rosca que tienen los compositores que más me gustan permiten muchas lecturas e interpretaciones. Cuando una música es buena, se puede tocar de mil maneras, se puede reinterpretar. A eso llamo sofisticación. No es florearse, es contar una idea que es súper directa y fuerte pero que a la vez tiene múltiples formas de verse. Me gusta mucho encontrar esas ideas que tienen una vuelta de rosca, que pueden pensarse de muchos modos; más allá de lo emotivo, porque si no me emociona son notas nada más. Me voy haciendo grande y cada vez me doy más cuenta de lo importante que es emocionar y emocionarse.
-A la hora de trabajar con la música de otros, ¿sobre qué aspectos pone más el oído para luego trabajarlo?
-Depende el compositor. Si uno va a Mozart, el dominio melódico es enormemente grande. Si uno va a Stravinsky, el dominio rítmico. Si uno va a Strauss, el dominio orquestal. Cada compositor tiene preponderancia en algún aspecto: la melodía, la armonía, la orquestación. Igual me fascina el hecho de que con muy poco, con tres o cuatro firmas que tiene él, Piazzolla haya logrado un estilo y un imperio musical. Cuando uno escucha a Beethoven sabe que es él. Así con todos los grandes compositores. Esas firmas son lo que les dan autenticidad. Y Astor está tranquilamente entre esos grandes.
-¿El mundo de la “academia” sigue cuestionando estas búsquedas con los compositores clásicos?
-Con los conciertos de la Punkorq yo quiero hacer justamente eso: revivir melodías que todos conocemos y que podemos tararear, a veces sin saber ni de quién son. Yo quería capitalizar eso. Son los grandes hits que 200 o 300 años después siguen dando vueltas; no son los hits que te pone Spotify. Hemos hecho Prokófiev con un freestyler. De San Petersburgo a Villa Fiorito; es una cosa increíble lo que se arma. La gente conecta mucho con eso. Es una misión.
-¿En qué estás trabajando actualmente más allá de estar preparando el concierto del Coliseo?
-Acabo de terminar la “SinfoNoa”. Hace varios años me estoy dedicando a viajar. Estuve un par de veces en la Antártida. El año pasado me fui al Polo Norte. Hice la “Sinfonía Antártica”, la “Sinfonía Ártica”, el “Concierto Bipolar”, que estrenamos en la Ballena. Acabo de volver de Salta y estuve escribiendo tres semanas ahí esta obra. Estoy muy metido con ese mundo orquestal. Me interesa la orquesta sinfónica como instrumento, medio morriconiana [por el compositor Ennio Morricone], medio spaghetti western, con charango y bombo legüero, que es algo que me puso el lugar un poco. Aquí está un poco esa mezcla de lo que hablábamos antes. Lo ártico lo hice por mi gusto. Lo de Salta fue a pedido de la orquesta de allá. Viajar para mí ya no son vacaciones, es ir a componer. Me gusta ir a lugares inhóspitos, no irme a un Club Med. Lugares jodidos de llegar, donde hay poca gente.
-Es una vieja discusión de la musicología sobre cuánto tiene que ver la cultura y cuánto el paisaje en el estilo y en los géneros musicales de un determinado lugar. ¿Buscás esa inspiración que podríamos llamar geográfica?
-No hago un laburo antropológico. Es más directo. Trato de capturar un espíritu y ser lo más honesto posible. Son de siete a diez días que necesitás para aclimatarte, bajar y ahí empezás a aparecer; y a veces cuando eso pasa ya te tenés que volver. Cuando lo traté de manera más clínica y más científica no me funcionó, es un experimento raro. Gente que ha estado en la Antártida me dice que sí, que mi música marida con ese lugar, que es eso. Como una banda sonora, como un pintor pone el atril y dibuja lo que ve.
-¿Qué dice la familia de esos viajes para componer?
-La familia lo entiende. Mi mujer [Lula Bertoldi, de Eruca Sativa] se va de gira también, así que estamos acostumbrados a tener nuestros tiempos personales creativos. Nos vamos repartiendo los matripuntos para que la casa esté en orden.
-¿Todo este formato de trabajo le permite sostenerse en el terreno económico?
-Para los que elegimos vivir de la música es así. De repente estás tres meses con diez cosas a la vez y de golpe estás dos meses en que no tenés nada que hacer. Ahí planeo un viaje o me pongo a componer. Te vas acostumbrando al modo de vida. Pero tengo que estar en constante movimiento. Y cuanto más pueda hacer mi música, mejor.
–¿Con qué disfrutás más allá de la música?
– Me gusta la cocina, es mi otro lugar de la casa. La música y la cocina son artes muy similares. Son experiencias perecederas con manejo de niveles, de texturas, de dinámicas. Y soy parecido de cómo cocino y cómo hago música. Una berenjena, una cebolla y un poco de comino y armo algo. Trato de manejarme igual en la cocina que en mi estudio. Si no fuera músico sería cocinero.
-¿Hay proyectos de cine?
-Se estrena Mazel Tov, de Adrián Suar [este jueves 17]. Es la producción en la que trabajé el año pasado. Me encantan este tipo de trabajos. Me gusta la comedia, son pocas perillas y Adrián sabe dónde va cada cosa. Es un equipo de cuerdas grandes. Está buenísimo.