No amamos lo suficiente a los libreros

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No debe existir amante de los libros que no haya fantaseado alguna vez con tirar su trabajo por la borda, vender todo lo que tiene a su alcance y darse el gusto de abrir su propia librería. La ilusión de pasar los días rodeados de estanterías abarrotadas es para los lectores empedernidos lo más cercano al paraíso que pueden imaginar. Se ven a sí mismos distendidos, sentados en un sillón disfrutando de un libro cuya lectura solo se verá interrumpida durante los escasos minutos que le dedicarán a cada cliente que ingrese. Un intercambio ameno, un diálogo enriquecedor, un consejo sabio, y vuelta al sillón a seguir gozando de la vida.

Sin embargo, el tan seductor sueño de convertirse en librero tiene un costado pesadillesco y poco idílico que no muchos de quienes ejercen esta faena revelan o exhiben. Pero hay quienes sí se han animado a poner en negro sobre blanco en qué consiste y qué implica verdaderamente ser un librero y han publicado sus experiencias. En Cosas raras que se oyen en las librerías, Jen Campbell reúne frases y diálogos que ella misma ha recogido como librera, así como otros que le han proporcionado sus colegas. Desde una mujer que muy seriamente le preguntó: “¿Tiene un libro con una tapa en este tono de verde que haga juego con el papel para regalo que compré?” hasta el irónico, ingenuo o tierno requerimiento de un simpático caballero: “¿Me podría enseñar cómo usar el Kindle?”, pasando por un cliente de muy claros propósitos quien le anunció sin vueltas: “Si tienen cámaras de seguridad ni entro”. De la retahíla que enumera, para esta autora el más llamativo pedido fue el de un hombre que quería saber si había una secuela del Diario de Ana Frank.

Al igual que Campbell, en Diario de un librero, Luis Mey a las pocas páginas de iniciar su anecdotario también cita a un cliente que le preguntó cuál era el último libro que había escrito Ana Frank, porque le había gustado mucho el diario. A diferencia de Campbell, Mey no solo reproduce los desopilantes pedidos, diálogos y comentarios de los clientes, sino que transmite qué siente el librero que soporta el asedio de esos inevitables intercambios. También hace añicos toda ilusión libresca cuando cuenta que una colega le confesó que cada vez que le decían: “Ustedes sí que tienen un lindo trabajo, se la deben pasar leyendo todo el día”, en el noventa por ciento de los casos ella justo estaba agachada acomodando libros. Siempre en orden alfabético, colocar ejemplares recién llegados en los estantes, mantener el orden de los que ya están instalados y ubicar donde corresponde los libros que los clientes dejan en cualquier lugar es la tarea principal del librero. Lectura cero. Todo esto mientras se atiende a la variopinta fauna digna de protagonizar la más encumbrada ficción que pide libros de Gael García Márquez, José Luis Borges y Julia Roberts. También están los que quieren comprar El vómito, de Jean-Paul Sartre, y Sinatra, de Hermann Hesse. O los que preguntan quién ganó este año el Premio Nobel de Clarín. Esto sucede muchas veces sin mediar un “buen día”, un “por favor” y mucho menos un “gracias”. Por supuesto que nunca faltan los autores que con disimulo merodean por las mesas en busca de sus obras cumbres. En caso de que no estén exhibidas, el librero es el blanco de la furia, porque ya no son lo que eran antes y ahora son unos ignorantes que no leen nada.

El fastidio y el desprecio que provocan estas situaciones convierten de a poco a los libreros en seres intolerantes. Y aquí Mey hace un mea culpa. Una vez, con tono impaciente le hizo notar a una mujer que si sacudía tanto el lector del código de barras jamás detectaría el precio. La mujer le devolvió el libro temblando y le dijo: “Yo soy la primera a la que le encantaría no tener Parkinson. Perdóneme”, y se marchó. En otra ocasión, se le acercó un compañero de trabajo y le preguntó por qué no había saludado a un cliente. Mey arguyó que lo había tratado muy mal. El experimentado librero le retrucó: “¿Y eso qué importa? Vos no tenés que ser él”. Y lo dejó ahí, petrificado, mientras se alejaba susurrando una sentencia sabia que muchos libreros deberían tener cuenta: “Si algo va a matar al libro alguna vez es la soberbia”.

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