Vivimos en un mundo que reserva ciertos días para conmemorar, una vez al año, casi cualquier cosa. Solo este mes tenemos el día mundial del leopardo nublado, de los tambores metálicos, del hijo del medio y del orgasmo femenino, por citar unos pocos. Está también el día internacional de los abuelos, pero ya pasó: fue el 26 de julio. Dicen que se instauró para reconocer y honrar su amor y sabiduría, lo cual no deja de ser paradójico teniendo en cuenta que, si eso fuera lo habitual, que no lo es, sería innecesario dedicarle una jornada al asunto. Pero, claro está, un día internacional no se le niega a nadie.
Cada tanto, la celebración abuelística suele combinarse en distintos países, incluida la Argentina, con campañas públicas que instan a la gente a llamar por teléfono a los padres de sus padres, a ayudarlos; en definitiva, a no olvidarlos. Hay fundaciones enfocadas en ellos, como la española Adopta un abuelo, y campañas en las redes sociales como “Alto abuelo”, que impulsó en el país un grupo de jóvenes cordobeses para no dejar de acompañarlos nunca.
Banksy: “No tiene sentido portarse bien: igualmente serás castigado”
Sí, somos parte de sociedades contradictorias en las que el Estado invierte tiempo y dinero para instarnos a tener estos gestos de elemental humanidad, acaso con la inconfesable intención de lavar culpas por el poco reconocimiento social y económico que les concede a los viejos en la vida real. Ah sí, perdón, a los adultos mayores. A falta de otra cosa, abundan los eufemismos respetuosos.
Estamos en un país en el que jubilarse es sinónimo de ser pobre. Pasan los gobiernos y todos enfrentan el mismo rompecabezas demográfico. La población envejece y la cuenta para atender a ese universo va en aumento. Los números no cierran. Nadie parece encontrarle la vuelta y sin importar el color político, todos coinciden en postergar a los de siempre, a “nuestros abuelos”. Ante la falta de soluciones de fondo, apelan a la más fácil: pasar la tijera.
Como las reparaciones colectivas suelen resultar abstractas, propongo sensibilizarnos con la cuestión a través de la reivindicación individual. Pensemos, cada uno de nosotros, en nuestros propios abuelos. Es muy probable que hayan vivido tiempos más difíciles, que hayan tenido más coraje, que hayan sido más resilientes desde antes que existiera el término y que nos dejen su ejemplo, más que sus palabras, como guía para nuestras vidas. Esa es la imagen que me quedó de los míos y seguramente la que habrán dejado o están dejando muchísimos otros a sus nietos. Pensemos si se merecen este presente.
Mis abuelos salieron de Galicia hace casi un siglo y cruzaron el océano rumbo a una promesa de prosperidad en un joven país del que prácticamente no sabían nada. Y ese país entonces cumplió. Aquí llegaron, formaron su familia, trabajaron, se esforzaron y progresaron, lejos de la guerra y la pobreza, en tiempos en que se deshacían los colchones para, con la tela, hacerles vestidos a las niñas y en que se mataba el hambre con bolo envolto en borralla (bollo de harina con ceniza). Luego de una larga vida, les llegó el momento de partir no sin antes ver con tristeza que el cruce del Atlántico había cambiado de sentido. Aquel país al que habían llegado con apenas 24 años era otro muy distinto, en el que no había garantías de una vida digna no solo para los viejos, sino también para los jóvenes. La idea de que el superávit de las cuentas del Estado peligran por un exiguo aumento de jubilaciones seguramente haría sonreír irónicamente a mis abuelos, doña Carmen y don Severino. Casi que los estoy escuchando, dejándoles un mensaje a funcionarios sin imaginación ni voluntad de no relegar otra vez a los mismos, con su ácido humor gallego: “Vamos hombre, menos nosotros, todo tiene arreglo”.