A lo largo de la vida uno carga, insoslayablemente, con múltiples ignorancias. De todo tipo y color. Ahora bien, hay desconocimientos puntuales que se corresponden con materias que son por completo ajenas a nosotros. Y es lógico que existan. Por caso yo, como periodista, ignoro todo lo relativo al universo de la física cuántica (ni siquiera sé si lo escribí bien). En cambio, hay otras cuestiones que ignoro que, por proximidad o por contactos cotidianos, deberían darme vergüenza.
Me explico. Durante mucho tiempo, cuando mi hija Lucía, era chiquita, uno de nuestros paseos preferidos era el de ir al Parque Chacabuco. En ese bonito espacio verde porteño atravesado por la autopista 25 de mayo, la niña la pasaba genial: disfrutaba de los juegos, se divertía con las fuentes y correteaba por los senderos. Pero sobre todas las cosas, su mayor fascinación radicaba en una escultura de un enorme felino realizada en bronce que miraba con sus fauces entreabiertas hacia la esquina de Emilio Mitre y la Avenida Asamblea.
Lucía se trepaba con mi ayuda al pedestal sobre el que se encontraba el animal, lo acariciaba, le ponía la mano en la boca y, al igual que muchísimos otros pequeños visitantes del Parque, se subía sobre su lomo y se pasaba un rato largo montada en la estática fiera. Tengo, por supuesto, muchas fotos de esos instantes, que se habrán repetido, calculo, decenas de veces.
Pues bien, acá llega el momento de reconocer una de esas vergonzosas ignorancias: viví convencido durante todas aquellas visitas a ese Parque, que el felino en cuestión era un puma. Y recién hace muy pocos días, y de casualidad, alguien me sacó la venda de los ojos: esa figura, en verdad, reproduce la imagen de un yaguareté. De hecho, un cartel en el mismo pedestal de la estatua dice su verdadera identidad, pero jamás lo vi.
En una especie de acto de desagravio por mi brutalidad, me gustaría contar que el yaguareté es el felino más grande de América, que habita en el norte de nuestro país y que está en riesgo de extinción. En cuanto a la estatua a la que tantas veces se trepó Lucía, tengo que decir que es obra del escultor porteño Emilio Jacinto Sarniguet (1887-1943). Un dato de este artista me enterneció: resulta que el papá de Emilio era cronometrista en el hipódromo de Palermo, y es por eso que él, desde niño, comenzó a dibujar caballos.
Más adelante, concretados sus estudios artísticos en Buenos Aires y en París, Sarniguet se dedicó básicamente a esculpir animales. Entre sus obras ecuestres más reconocidas se encuentra la de El Resero ícono de Mataderos y también el monumento a Julio Argentino Roca –personaje que despierta amores y odios- en el centro Cívico de Bariloche.
Si volvemos al felino del Parque Chacabuco, hay que decir que se inauguró allí en febrero de 1938. Y hay que agregar que, lamentablemente, el mismo salvajismo humano que dejó al portentoso yaguareté real al borde de la extinción en el país, es el que, en el año 1974, vandalizó su estatua. Le cortaron la cabeza, una pata y parte de la cola. Por fortuna, la dirección de Monumentos y Obras de Arte de Buenos Aires logró recomponerla y regresó al parque.
En 1980, y a causa de la construcción de la autopista 25 de mayo, la escultura volvió a ser removida. Por un tiempo estuvo en el zoológico porteño, hasta que este se privatizó, a comienzos de los ’90. Entonces, la imponente figura de bronce terminó arrumbada en algún depósito de la dirección de monumentos.
Sin embargo, los vecinos del Parque nunca olvidaron a su querido felino. Después de varias peticiones y a instancias del Ministro de Ambiente porteño de entonces, Norberto Laporta, el yaguareté regresó al lugar al que pertenecía. Fue en 2001, casualmente el mismo año en que ese animal era declarado Monumento Natural Nacional.
En fin. No tengo nada contra los pumas. Pero siento que le debía una reivindicación a este yaguareté de bronce. No tanto para resarcir mi ignorancia, sino por las tantas veces que hizo sonreir a Lucía.