“No pasa nada”: en la escuela, ni premios ni castigos

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¿Ha empezado a gestarse en la provincia de Buenos Aires una rebelión silenciosa contra la demagogia y el populismo? Si se mira con lupa un episodio ocurrido la semana pasada en un colegio de La Plata, tal vez asome una respuesta a ese interrogante en el que se cruzan la política y la educación, pero también el sentido de la norma y las reglas generales de la convivencia.

Los hechos ocurrieron en el Normal 2, un tradicional colegio de la capital bonaerense que abarca todos los niveles educativos y al que asisten unos dos mil estudiantes. Una feroz pelea entre adolescentes que van al secundario terminó con una preceptora herida cuando intentó separarlos en el patio de la escuela.

Hay que prestar atención al reclamo de algunos docentes después del violento episodio: “Así no se puede seguir. Tenemos que volver al régimen de antes, cuando había sanciones y amonestaciones. Ahora los chicos pueden hacer lo que quieran y tenemos que quedarnos de brazos cruzados”, dijo frente a los medios una auxiliar docente del colegio. ¿Es una voz aislada o representa un estado de ánimo que tiende a generalizarse en las aulas bonaerenses? Muchos padres han reclamado en la misma sintonía y proponen que la escuela recupere un sistema de disciplina en el que las inconductas sean sancionadas.

Desde hace ya varias décadas, el ideologismo ha colonizado el sistema educativo en muchas provincias. Se ha impuesto una especie de abolicionismo que no solo suprimió las amonestaciones: también eliminaron los aplazos, prohibieron la repitencia y hasta llegaron, en casos como el de La Pampa, a eliminar por decreto el requisito de buenas notas para ser abanderado.

Se han desdibujado todos los sistemas de evaluación y corrección, y en la escuela se ha impuesto, en lugar del lenguaje claro, una especie de jerga confusa que borronea las fronteras entre lo que está bien y lo que está mal. Los modelos de premios y castigos han sido desmantelados. Empezaron por descolgar los cuadros de honor y terminaron por suprimir las calificaciones. Ya nadie es “desaprobado”: ahora, en el peor de los casos, se le dice al alumno que “debe recuperar contenidos” o que “no alcanzó los objetivos”. Para los padres, leer un boletín es cada vez más difícil. Las notas en colorado, como se ponían antes, son un mal recuerdo de lo que el ideologismo descalifica como la “escuela autoritaria”. Hay palabras y denominaciones que han sido desterradas. Está prohibido hablar de “reglamentos de disciplina”. Fueron reemplazados por “acuerdos de convivencia”, que destierran la idea de reglas impuestas por una autoridad (algo inadmisible para el populismo educativo), o por entelequias burocráticas todavía más ininteligibles: lo más parecido que tiene hoy la provincia de Buenos Aires a un sistema de reglas en los colegios es una “Guía de orientación para la intervención en situaciones conflictivas y de vulneración de derechos en escenarios escolares”. Satisface todos los requisitos del lenguaje oscuro y rebuscado de la burocracia y encubre, con retórica militante, la abolición lisa y llana del régimen de amonestaciones. Cumple, en el ámbito escolar, un posible sueño zaffaroniano: reemplazar el Código Penal por un “Compendio de sugerencias para la comprensión de comportamientos humanos que una parte de la sociedad considere reñidos con estándares de conductas hegemónicas”. El hipergarantismo escondido en las penumbras del lenguaje.

Imágenes de la pelea en el Normal 2 de La Plata, que terminó con una auxiliar docente lastinada

Por supuesto que la escuela se debe modernizar y no quedar anclada en esquemas del pasado. Pero en muchos casos se ha confundido modernización con demagogia y avances con retrocesos. Una escuela innovadora y moderna no es aquella que teje un sistema difuso de normas y baja los umbrales de exigencia al amparo de supuestas corrientes pedagógicas, sino una institución que garantiza formación de calidad y ofrece herramientas prácticas para insertarse en un mundo cada vez más competitivo y desafiante. La educación del futuro demanda el estímulo del pensamiento crítico y la flexibilidad para adaptarse a los cambios, pero desde un sistema de reglas, donde la exigencia y el esfuerzo sean valores fundamentales.

En materia de convivencia, es cierto que la escuela debe lidiar hoy con problemáticas más complejas. Las aulas son, además, las cajas de resonancia de una conflictividad social que nace fuera del colegio, de una pérdida de autoridad que se registra primero en los ámbitos familiares, y de nuevas amenazas, como la violencia digital, el grooming y el ciberacoso, además de patologías derivadas de una creciente epidemia de salud mental. Pero la pregunta es cómo se para la educación frente a esos desafíos complejos: ¿con más o con menos autoridad docente? ¿con reglas claras o normativas difusas? ¿con una cultura del límite o una tendencia a la anomia? Es probable que hoy la amonestación no tenga el mismo sentido ni la misma eficacia que en generaciones anteriores, donde todo el sistema de autoridad y liderazgo adulto tenía otra significación. ¿Pero la alternativa es abolirla o complementarla con nuevas herramientas y dispositivos disciplinarios?

¿Cuáles fueron los resultados de haber eliminado las amonestaciones? Según la organización Bullying Sin Fronteras, entre 2020 y 2024 se duplicaron los casos de violencia en las escuelas del AMBA. En una encuesta del Observatorio Argentino por la Educación se detectó que el 51% de los alumnos bonaerenses de nivel primario sufrieron algún tipo de violencia escolar. Alguien podría alegar que con las amonestaciones el panorama no hubiera sido más alentador. La respuesta la da Mónica, una auxiliar docente del Normal 2 de La Plata, en una crónica periodística de Fabián Debesa publicada el jueves pasado: “Ahora los chicos pueden hacer lo que quieren y tenemos que quedarnos cruzados de brazos”. No lo dice desde un laboratorio pedagógico ni desde un despacho oficial en el que se diseñan políticas educativas: lo dice desde el patio de un colegio.

Violencia escolar en Córdoba: un alumno atacó a un preceptor con agua hirviendo.

En ese reclamo tal vez asome el síntoma de una rebelión silenciosa. Después de años de abolicionismo y demagogia, la escuela se está encontrando con las consecuencias. Se ha degradado la convivencia al mismo ritmo que se ha deteriorado su capacidad formativa. Se les ha hablado a los docentes y a las familias de una educación “más inclusiva” y “más igualitaria”, pero se ha consolidado un sistema más injusto y más anárquico, que perjudica, fundamentalmente, a los sectores vulnerables. Maestros y profesores quedan expuestos a agresiones y hostilidades cotidianas. Pierden respeto y autoridad ante la indiferencia de un sindicalismo politizado que se defiende a sí mismo. ¿Qué es más retrógrado: la aplicación de amonestaciones o la imagen de una preceptora ensangrentada por la agresión de un alumno?

Lo que está en juego, en el fondo, es el mensaje que les da la escuela a las nuevas generaciones. La idea que se transmite es desoladora: los actos no tienen consecuencias. Si le disparás con una gomera a la profesora, no hay amonestación; si no estudiás, no te llevás la materia; si faltás mucho, no quedás libre; si escribís con errores de ortografía, no te corrigen. Todo remite a esa frase de Mónica, desde el patio del Normal 2: “Pueden hacer lo que quieren; da lo mismo”. Así se forma a millones de adolescentes en la certeza de que hacer las cosas bien o mal no marca la diferencia: “total, no pasa nada”.

La eliminación de las amonestaciones debe verse como algo más amplio. Se articula con una suerte de populismo filosófico que concibe la norma como una imposición autoritaria. El kirchnerismo llevó ese dogma a niveles extremos desde el Estado: asoció el orden, la disciplina, la sanción, la exigencia y el mérito con “la derecha”. En realidad, con algo peor: “lo facho”, “lo reaccionario”. Como si las reglas de la convivencia y el progreso a través del esfuerzo no fueran, en realidad, la raíz y la columna vertebral de una sociedad moderna y civilizada. Se pervirtió hasta el concepto de progresismo, vinculándolo a una suerte de anomia regresiva en la que rige la ley del más fuerte: del matón en la escuela, del piquetero en la calle, del “capanga” en el barrio y el caudillo en la política.

La reacción contra ese amasijo de confusiones conceptuales es, seguramente, una de las explicaciones del giro electoral que protagonizó la sociedad en 2023. Pero hay señales más sutiles, más pequeñas y cotidianas que marcan, en el territorio que aún gobierna el kirchnerismo, los síntomas de una fatiga social con esa demagogia permisiva que ha degradado la escuela, pero también la seguridad en las ciudades, la calidad de los servicios públicos y la propia convivencia ciudadana. La misma ideología que suprimió las amonestaciones cree que exigirles a los empleados públicos estándares de eficiencia y productividad también “es facho” y tomar exámenes rigurosos para acceder a la carrera judicial u hospitalaria, por ejemplo, “es elitista y excluyente”. No cree en los controles de calidad, en la gestión a través de datos, en la verificación del presentismo ni en la eficacia de la sanción. Todo eso lo considera “de derecha”, sin advertir que no se trata de categorías ideológicas, sino del viejo y simple sentido común.

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