Nuestra parte del mundo y una exacta disección de la vida en pareja

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Nuestra parte del mundo (Argentina-Uruguay/2025). Dirección: Juan Schnitman. Guión: Juan Schnitman y Agustina Liendo. Fotografía: Julián Apezteguía. Música: Maximiliano Silveira. Edición: Andrés Pepe Estrada y Guillermo Madeiro. Elenco: Juan Barberini, Margarita Molfino. Duración: 88 minutos. Distribuidora: Cinetren. Calificación: solo apta para mayores de 13 años. Nuestra opinión: muy buena.

A Juan Schnitman le alcanza con un breve y elocuente recorrido como director para dejar a la vista su ojo experto en la disección de las relaciones de pareja. Sus películas tienen la rara virtud de mostrar con precisión casi quirúrgica y un paciente trabajo de orfebre cómo van resquebrajándose esos vínculos hasta el punto de volverse irrespirables a partir de un cierto momento en el que vemos alguna grieta en la endeble estructura que hasta allí lograba sostenerlos. Quedan entonces frente a sus protagonistas, después de que ese precario material se rompe, los hilos de una larga simulación que ahora quedan en evidencia, precipitándolos hacia el vacío, la pérdida y una muy evidente sensación de orfandad.

Diez años atrás, en la magnífica y perturbadora El incendio, la relación comenzaba a arder entre una llamarada cada vez más extensa después de iniciarse apenas con una chispa de tensión. Ahora estamos frente a un desprendimiento de aquél relato que no se menciona, pero nunca deja de estar presente. Quien llega desde allí a este nuevo capítulo es Marcelo (Juan Barberini, infaltable presencia en cada nueva obra de Schnitman), a quien le toca vivir en el sentido más amplio del término el amanecer de otra separación.

En una madrugada que se inicia con un encuentro corporal expuesto como una estéril y vana tabla de salvación, Marcelo y Jazmín (Margarita Molfino) se preparan para un último viaje compartido antes de una separación previamente acordada. Los reproches más duros quedaron atrás. Quedan solo algunas amables e irónicas menciones a todo lo que provocó anteriormente el derrumbe mientras los dos se aferran a la civilizada repetición de las rutinas de siempre para no lastimar esa instancia final.

En su nueva película, estrenada en el último Bafici, Schnitman se mueve con mano maestra en un espacio cerrado y claustrofóbico que escapa en todo momento a cualquier riesgo de rigidez teatral. La cámara fluye a través de esas escuetas dimensiones con la invalorable ayuda de una puesta en escena desde la cual las diferencias entre el “adentro” y el “afuera” quedan delimitadas a la perfección. Sobre todo al comprobar que ese muy preciso fuera de campo está dominado por la determinante figura, siempre citada y nunca mostrada, de un hijo.

Margarita Molfino

Esta presencia, configurada sobre todo por un diagnóstico cercano a alguna de las muchas manifestaciones probables del espectro autista, será crucial en la evolución de esa secuencia final de la vida compartida en pareja por Jazmín y Marcelo, que se narra en tiempo real y transcurre entre el final de la noche (una larga noche, tal como la vislumbra uno de los protagonistas) y el comienzo del nuevo día.

Las miradas, los silencios y las palabras de esos únicos ocupantes del espacio, si no contamos una fugaz aparición que no cambia demasiado el cuadro, siempre nos resultan creíbles y precisas. También los dolores y las culpas (sobre todo del lado femenino) frente a una realidad que no resultó como lo había imaginado.

Durante todo ese tiempo rigurosamente medido los personajes pasan del desconsuelo a la alegría y del pase mutuo de facturas a un juego seductor que se parece bastante a la quimera de una reconciliación. A Barberini y Molfino les sobran recursos para recorrer con soltura todo ese amplio arco de sentimientos. Respaldado en esa convicción y en un admirable trabajo de fotografía, sonido y edición, Schnitman vuelve a preguntarse con las mejores herramientas de la narración cinematográfica cuánto hay de fugaz y cuánto de permanente en una relación de pareja.

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