Durante el siglo XX y comienzos del XXI, el ideal del “buen empleado” radicó en la presencia física cotidiana, la disponibilidad extendida y la socialización dentro del espacio institucional laboral. La reputación y la promoción se jugaban en el “estar y permanecer”, más que en el “hacer”.
Hace apenas una década, el “sueño dorado” del trabajo moderno era ingresar a una gran tecnológica con su campus corporativo lleno de comodidades. Google, emblema de esa cultura, ofrecía desayunos y almuerzos, siestarios, guarderías, gimnasios, transporte privado y hasta clínicas internas. La promesa era clara, “quedate más, aquí tenés todo”. Pero en realidad, ese bienestar estaba diseñado para que el trabajador viviera dentro de la oficina, muchas veces durante jornadas mayores a 12 horas.
Pero la evolución de la economía del conocimiento, la digitalización y, especialmente, el shock pandémico, aceleraron una mutación ética donde trabajar ya no equivale a habitar la oficina, sino a entregar valor medible con la menor fricción vital posible. Así, la métrica pasó del tiempo al resultado, y el vector, de la obediencia al autogobierno responsable.
Hoy el paradigma está cambiando rápidamente. Estudios recientes de organizaciones como Gallup y Pew Research Center confirman que generaciones Millennials y Z priorizan cada vez más la flexibilidad, el propósito y el bienestar mental sobre salarios altos o jerarquías tradicionales. Por ejemplo, la encuesta global de Deloitte (2023) reportó que el 70% de aquellas generaciones prefieren opciones de trabajo remoto o híbrido. No compran más ese modelo de “vida en la empresa”. Prefieren la autonomía temporal y espacial, decidiendo cuándo y dónde trabajar. Rechazan la obligatoriedad del trabajo presencial priorizando la calidad de vida y la salud mental por sobre el salario o la estabilidad tradicional.
Y esto tiene sus raíces socioculturales, tecnológicas y económicas, lo cual impactó en el diseño organizacional, la gestión en recursos humanos y la estrategia empresarial, orientándose hacia modelos remotos, híbridos y asincrónicos.
Este viraje es tan profundo que algunos hablan de una nueva ética laboral, fenómeno que la historia conceptual ayuda a entender. Max Weber mostró cómo, en la modernidad, la ética protestante asoció trabajo con legitimación moral mediante disciplina, racionalización del tiempo y acumulación. Luego Richard Sennett advirtió que modelos flexibles y discontinuos podían erosionar el carácter, mientras que Zygmunt Bauman habló de identidades laborales frágiles propias de la “modernidad líquida”. Recientemente, David Graeber denunció los “trabajos sin sentido” como patología organizacional, mientras Kathi Weeks cuestionó el “trabajocentrismo” que coloniza cada minuto de la vida, reivindicando el tiempo no mercantilizado.
Estas perspectivas ayudan a comprender que la ética laboral actual ya no se centra en la presencia, en la pertenencia ni en el sacrificio en favor de la empresa, sino en la calidad de vida, la agencia y el sentido.
Hoy un joven profesional analiza una oferta laboral según su flexibilidad horaria, el propósito de la empresa, la compatibilidad con proyectos personales o familiares, y el entorno psicosocial. Un buen sueldo importa, claro, pero ya no compensa el desgaste del desplazamiento diario ni los ambientes tóxicos. La estabilidad comienza a ser reemplazada por un concepto más dinámico, la empleabilidad, como la capacidad de sostener habilidades, reputación digital y redes de contacto en un mercado volátil.
El contraste entre lo viejo y lo nuevo es evidente. Mientras en los campus de Silicon Valley se intentaba retener a los empleados en el edificio, hoy la expectativa es que el trabajador pueda elegir desde dónde rinde y vive mejor. En otras palabras, el bienestar ya no se consigue con amenities, sino con control temporo-espacial.
Claro que este giro también trae tensiones. La autonomía puede colisionar con la vigilancia digital; la flexibilidad no es igual para todos, porque no todos los hogares permiten teletrabajar cómodamente ni todos los trabajos por su propia naturaleza posibilitan la virtualidad; la asincronía puede fragmentar equipos; y el trabajo remoto global habilita competencia salarial desleal entre países. Y ello conlleva, acorde a Guy Standing, un actual “precariado” como nueva clase social caracterizada por la inseguridad estructural. Trabajos temporales o freelance, ingresos inestables impidiendo proyectar a largo plazo, ausencia de derechos y de protección social, carencia de beneficios como vacaciones pagas, jubilación, seguro de salud o indemnización. Dicho precariado no se agota en clases bajas, sino que incluye jóvenes profesionales sobrecalificados, migrantes y trabajadores de plataformas digitales, conformando una identidad que no se reconoce como una clase trabajadora cohesionada, sino como individuos aislados en competencia viviendo sin las garantías materiales, sociales ni simbólicas que antes definían al trabajo como eje de la ciudadanía.
Las empresas experimentan este nuevo escenario, donde el talento ahora se busca en un mercado mucho más amplio y global, más una creciente rotación del personal porque el “arraigo” a un lugar ya no es relevante. Y en muchos casos, la permanencia prolongada en un mismo rol dentro de una organización, más que un signo de compromiso, puede evidenciar mediocridad entendida como incapacidad de desarrollarse y asumir nuevos desafíos, al tiempo que obstaculiza el ascenso de otros que aspiran a dicha función y limita la renovación institucional mediante la incorporación de nuevas perspectivas. Con oficinas reducidas apostando por coworkings, y la cultura corporativa ya no construida en los pasillos y cafés, sino con rituales digitales y retiros presenciales puntuales, hoy se exige una reinvención organizacional.
El impacto también se evidencia en la gestión. La cultura no depende de un edificio sino de un propósito y las métricas depende de resultados por sobre la presencia; la calidad del trabajo, la capacidad de aprender rápido y de colaborar eficazmente hacen que el management mida impacto y no permanencia física, reservando la presencialidad para actividades de alto valor agregado como la ideación, la socialización profunda y el mentoring, perdiendo legitimidad cuando sólo implica “ocupar una silla”. Además, la asincronía como la posibilidad de trabajar con latencia en lugar de simultaneidad, permite compatibilizar zonas horarias y ritmos personales diferentes. Pero todo ello exige nuevas competencias como autoevaluación constante, escritura clara, documentación sistemática, trazabilidad, gestión y organización del tiempo más uso responsable de datos.
Y no es sólo un asunto privado. Los Estados también están interpelados. La legislación sobre teletrabajo en varios países de América Latina, incluida Argentina, comenzó a tratar el derecho a la desconexión, estándares de ergonomía en el hogar y criterios de compensación de gastos. Pero falta mucho, como garantizar conectividad de calidad como bien público y evitar tanto la desregulación total como la sobrecarga normativa que desaliente la contratación.
La pregunta de fondo es qué entendemos por “trabajar bien” en el siglo XXI. La respuesta parece inclinarse hacia una ética de la responsabilidad, no de la comodidad. Significa producir mejor y con menos fricción vital.
Por ello, el tránsito del modelo del campus total, donde el trabajador permanecía físicamente en la empresa como si fuese un espacio autosuficiente con oficinas, servicios, ocio y vida social integrados, hacia un ecosistema laboral distribuido, caracterizado por el teletrabajo, la flexibilidad horaria y la descentralización de tareas, no es una moda ni un mero capricho hedonista. Se trata de un realineamiento entre nuestra concepción de lo que significa llevar una vida buena, plena y equilibrada, más las condiciones que exigimos al trabajo para que esté a la altura de ese ideal. Esto no sólo redefine la relación del individuo con su empleo, sino que también obliga tanto a las empresas como a los Estados a revisar sus políticas de organización laboral y regulación económica, así como los valores de fondo sobre los que descansan dichas políticas.