Occidente: doble moral y resurgimiento del antisemitismo

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Disidentes ejecutados por Hamas en Gaza

Las recientes ejecuciones públicas y extrajudiciales de palestinos disidentes en Gaza a manos de Hamás, su propio gobierno, apenas horas después de la parcial retirada israelí, revelan la naturaleza de esta organización terrorista. Sin embargo, las multitudes que marchan “por Palestina” guardan silencio ante estos asesinatos masivos, equivalente al terrorismo de Estado.

Fundado en 1987 como rama de la Hermandad Musulmana, Hamás no es un movimiento de resistencia ni una organización política, sino un actor islamista fusionando fundamentalismo religioso y estrategia terrorista. Sus cartas fundacionales de 1988 y 2017, proclaman expresamente la obligación religiosa de destruir a Israel calificando toda coexistencia como traición a la fe y considera a los judíos enemigos del islam a quienes hay que matar, (esto último eufemizado en su reforma del 2017).

Estudios como los de Matthew Levitt muestran que Hamás utiliza sus estructuras civiles para adoctrinar en escuelas, mezquitas y medios de comunicación, eliminando toda disidencia. Las ejecuciones públicas, torturas, detenciones arbitrarias y censura contra su propia población palestina son prácticas sistemáticas documentadas por Human Rights Watch y Amnistía Internacional. A ello se suma ahora y luego de la masacre terrorista perpetrada en octubre de 2023, el incumplimiento del reciente acuerdo por no entregar los cadáveres de israelíes asesinados y falsear otros, su negativa a deponer las armas más los recientes ataques violando el alto el fuego, confirmando que la tregua es para Hamás una táctica de reagrupamiento y no un gesto de paz.

Aun así, Hamás manipula exitosamente la sensibilidad occidental invirtiendo los roles morales donde el agresor aparece como víctima y el Estado de Israel como verdugo. Esta distorsión prospera gracias a la selectividad emocional de amplios sectores mediáticos y militantes que adoptan una solidaridad superficial, indiferente a las raíces del conflicto. Como señalan Pascal Bruckner y Paul Berman, el relativismo moral contemporáneo conduce a justificar el terrorismo cuando se reviste con la retórica del oprimido.

El poder de Hamás, armamentístico y en el monopolio del relato palestino, data de la violenta expulsión de Fatah en 2007, gobernando autoritariamente Gaza usando la causa nacional como legitimación. Bassam Tibi lo define como un movimiento que utiliza el islam como ideología de Estado, sostenido por redes regionales que lo financian y protegen. Aunque con sus particularidades, Hamás comparte con otros grupos yihadistas como ISIS, Boko Haram, Al-Qaeda o al-Shabaab, el patrón de la violencia indiscriminada, la persecución de minorías y la instrumentalización del islam como poder político.

A esta red de terror global se suman los recientes datos revelados sobre una organización transnacional creada por la Fuerza Quds de la Guardia Revolucionaria iraní para atacar instituciones y personas judías en todo el mundo. Esta red, dirigida por el comandante Sardar Amar y conformada por unos 11.000 efectivos, ha planificado y ejecutado atentados durante 2024 en Grecia, Alemania, Australia y otros países occidentales, utilizando intermediarios no iraníes para encubrir su origen.

Todo ello pone en evidencia no sólo la magnitud del terrorismo islamista sino su fortalecimiento bajo la inacción o tibieza de los organismos multilaterales, particularmente la doble moral de instituciones como la ONU, que condenan selectivamente a Israel antes que a las redes y estados terroristas que operan en su contra y contra todo judío en el mundo. Este silencio cómplice actúa además como incubadora del antisemitismo global, hoy en expansión.

El Estado Islámico (ISIS) perpetra limpiezas étnicas y religiosas en Iraq y Siria, esclaviza sexualmente y vende a miles de mujeres yazidíes y asesina cristianos. Boko Haram siembra el terror en África occidental asesinando más de 35.000 personas y secuestrando más de 2.000 mujeres y niñas usadas como esclavas sexuales; Al-Shabaab masacró a más de 140 estudiantes en Kenia, muchos de ellos cristianos, y asesinó a más de 600 civiles, incluyendo mujeres y niños en Somalia. Pese a estas atrocidades, la reacción internacional es mínima. Sin marchas masivas ni cobertura sostenida, el terrorismo islamista no despierta la presión política ni mediática que sí genera cualquier acción israelí. En ámbitos diplomáticos o eclesiásticos, las tibias condenas se emiten con un lenguaje neutro, evitando nombrar a dichos grupos terroristas ni en nombre de qué o quién realizan esos crímenes de lesa humanidad, silencio que oficia de escudo protector de los victimarios.

Mismo silencio extendido a la falta de exigencia de reciprocidad religiosa entre Occidente, cuya libertad de culto permite la libre construcción de mezquitas, mientras que muchos países árabes o musulmanes prohíben iglesias o templos de otras religiones.

Las razones de esta selectividad incluyen: antisemitismo, wokismo, miedo a represalias en países con alta inmigración musulmana y cálculo de intereses de líderes incluso ante víctimas correligionarias. La consecuencia es siempre la misma: cuando no se condena con igual rigor todas las violaciones de derechos humanos, se destruye el principio de universalidad que sostiene la dignidad humana.

Esta selectividad moral revela una cultura política que ha reemplazado la ética por la emotividad ideológica. Hoy el valor de una vida depende del relato al que pertenezca. Si el victimario se presenta como oprimido, la crítica se diluye; si la víctima no encaja en la narrativa dominante, la empatía desaparece. La moral contemporánea se indigna por conveniencia, no por convicción. Es una doble moral que juzga según afinidades e intereses y no por principios universales. Estos defensores de los derechos humanos ejercen juicios morales selectivos, condenando o absolviendo según quién cometa el acto y no según el acto mismo. Cada silencio diplomático, cada condena tibia, cada marcha que invierte víctima y victimario fortalece a quienes asesinan y esclavizan en nombre de su dios, religión o causa política.

En Argentina, durante las últimas semanas, se registraron episodios de antisemitismo que reflejan la expansión social del odio. En un viaje de egresados, un grupo de alumnos y su coordinador adulto incitaban con cánticos a “quemar judíos”. En el barrio de Palermo, una madre y su bebé fueron atacados con insultos antisemitas y un objeto metálico en un intento de homicidio. Y en un partido oficial de fútbol infantil, un jugador gritó “hay que matar judíos” ante la pasividad de los adultos. No son hechos aislados, sino parte de la doble moral y contagio social que legitiman expresiones de odio alcanzando a niños y adolescentes en ámbitos donde debería cultivarse el respeto cívico.

En Brasil, la complicidad pasiva con el antisemitismo se manifestó en los ataques contra el juez del Supremo Tribunal Federal, Luiz Fux, por su pertenencia judía; y en la decisión del gobierno de retirarse de la IHRA, debilitando la lucha internacional contra el antisemitismo y enviando una señal de permisividad bajo el disfraz de crítica política.

En Uruguay, el diputado Gustavo Salle declaró recientemente que el Estado de Israel quiere ocupar el departamento de Maldonado, y que la ciudad de Punta del Este es el centro de lavado de dinero de una sinarquía judeo-masónica-sionista, confabulada con el narcotráfico.

Estos hechos muestran que el silencio no es neutral, construye contexto y permite que discursos antes marginales se tornen públicos e impunes, apoyando el terrorismo yihadista y reavivando el antisemitismo bajo nuevas formas culturales y políticas.

La recurrencia de estos episodios exige respuestas en tres niveles: a) Institucional y judicial, demostrando que el discurso de odio es sancionado y penalizado; b) Educativo, implementando programas obligatorios contra toda discriminación y antisemitismo; y c) Político, rechazando pública y rotundamente todo acto antisemita, sin relativizaciones ni silencios cómplices.

La doble moral se manifiesta también bajo la excusa de estigmatización usando eufemismos para evitar denunciar y actuar contra el mal, transformando un deber cívico en una opción ideológica. Y así, la defensa de los derechos humanos condicionada por afinidades e intereses, indignándose selectivamente, convierte la ética en propaganda.

Sólo la condena con el mismo rigor a todos los perpetradores de crímenes y delitos de lesa humanidad, sin importar su bandera o narrativa, universalizará la defensa de la dignidad humana recuperando su fuerza moral y política.

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