En la producción porcina, la escala y la eficiencia son decisivas para sostener la competitividad. En la Argentina, los altos costos de inversión y financiamiento, sumados a las exigencias de bioseguridad, hacen necesario pensar en estrategias colectivas. El asociativismo aparece como una herramienta clave para que tanto pequeños como grandes productores logren un crecimiento sostenible.
No es un concepto nuevo: en otros países se consolidó la práctica de dividir las fases productivas entre distintos actores. Al igual que en la avicultura, donde una empresa produce pollitos y otros los engordan, la porcicultura comienza a adoptar este esquema. La especialización reduce la inversión inicial, mejora la eficiencia y distribuye riesgos. Un modelo frecuente es separar la producción de lechones del engorde: quien cuenta con cerdas reproductivas invierte en maternidad, mientras otros asumen la fase final. Así, cada uno se concentra en lo que mejor sabe hacer y un brote sanitario afecta solo una parte de la producción.
El asociativismo puede tomar diversas formas contractuales. Algunos acuerdos se hacen a “costo abierto”, repartiendo luego los resultados; otros fijan un pago por plaza o por animal engordado. Cada modalidad se ajusta a las características de los productores y al nivel de confianza entre ellos, pero todas persiguen el mismo objetivo: crecer colectivamente con menor inversión individual y mayor solidez para el conjunto del sector.
Hasta aquí, el modelo ha tenido una buena recepción en nuestro país. Sin embargo, hay un paso que aún no hemos dado con la fuerza necesaria: trasladar ese mismo criterio al procesamiento industrial. Muchos productores que desean dar el salto a la comercialización invierten en frigoríficos propios, aun cuando se trata de una actividad muy distinta a la producción primaria y que requiere desembolsos millonarios. No siempre es la decisión más acertada.
La Argentina cuenta con una capacidad de faena instalada que en gran medida permanece ociosa. Existen plantas frigoríficas que necesitan volumen constante para ser eficientes y que podrían convertirse en socios estratégicos de los productores. Tercerizar el procesamiento permitiría a los criadores destinar su capital al crecimiento de los planteles, mientras que los frigoríficos garantizarían trabajo estable y un flujo asegurado de animales.
Sin embargo, persisten viejos recelos entre ambos eslabones de la cadena: los productores temen quedar a merced de las plantas, y los frigoríficos dudan de comprometerse con convenios de largo plazo. Cambiar esa lógica es indispensable. En lugar de duplicar inversiones, deberíamos pensar en cómo aprovechar lo que ya tenemos. La construcción de un frigorífico puede demandar decenas de millones de dólares, un capital que en la mayoría de los casos rendiría más si se destinara a ampliar la producción primaria. A su vez, para un frigorífico resulta más seguro y rentable contar con contratos de servicio estables que depender exclusivamente de la compraventa de animales en el mercado.
Una salida virtuosa
El asociativismo ofrece una salida virtuosa: cada parte se concentra en lo que sabe hacer, mejora su eficiencia y reinvierte en su propio eslabón de la cadena. El productor amplía su criadero, el engordador utiliza mejor sus instalaciones, la planta de alimentos gana escala y el frigorífico asegura continuidad. El resultado final es un sector más sólido, con mayor capacidad de generar empleo en el interior, transformar granos en carne y abastecer tanto al mercado interno como a la exportación.
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Este modelo no solo es una estrategia de negocios, sino también una política de desarrollo territorial. La producción porcina se asienta mayormente en pequeñas y medianas empresas distribuidas en las provincias. Cada kilo de carne que se obtiene implica también un uso más eficiente de la soja y el maíz locales, empleo rural de calidad y arraigo poblacional.
Por supuesto, los desafíos existen. Hace falta construir confianza entre los actores, diseñar contratos claros y establecer marcos que aseguren la continuidad de los acuerdos. Pero la experiencia ya demuestra que es posible: los casos de integración en producción y engorde son cada vez más frecuentes y han mostrado resultados positivos. El próximo paso debería ser replicar ese espíritu de cooperación en la fase industrial.
La porcicultura argentina tiene un potencial enorme. Si logramos avanzar hacia un esquema asociativo más integral, el sector podrá crecer con menos riesgos, mayor eficiencia y mejores perspectivas comerciales. El camino ya está trazado: solo falta animarnos a recorrerlo juntos.
El autor es gerente general de Cabaña Argentina y presidente de la Federación Porcina Argentina