Pantalla apagada. Pudor y resistencia en la era de la conexión constante

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“Mirame cuando te hablo”. Esta orden, que muchos recibimos en la infancia de labios maternos o paternos, ha mutado en un imperativo digital. “Poné la pantalla”, exige mi amigo Rafael cuando me llama desde Boston o Buenos Aires, sin más protocolo que su voz marcial al otro lado de su iPhone. A veces me resisto y se lo digo: estoy reunido, con gente, en la calle, o en pijama. No importa. No hay negociación posible. La videollamada intempestiva se convierte así en un acto subversivo, en tiempos donde la comunicación ha sido domesticada –o intenta serlo– por algoritmos y convenciones.

Vale la pena detenerse en el fenómeno. Toda sociedad –incluida la digital– se sostiene sobre pactos no escritos. El consenso comunicacional contemporáneo se articula sobre una premisa fundamental: nada debe sorprender. Es cierto que vivimos hiperconectados, siempre localizables, con el celular al alcance de la mano. Pero justamente por eso hemos construido toda una arquitectura de señales, filtros y normas implícitas para regular esa disponibilidad exacerbada. En este contexto, la sorpresa –la irrupción sin aviso– no ha desaparecido, pero se ha vuelto una anomalía: una interrupción que desafía las reglas tácitas del juego digital.

Las apps de mensajería –esos nuevos mediadores de nuestros vínculos cotidianos– han desarrollado una ingeniería minuciosa para prevenir la irrupción. WhatsApp introdujo la confirmación de lectura y la posibilidad de ocultarla; Instagram permite restringir los mensajes directos; Telegram ofrece la opción de cuentas múltiples para dosificar la disponibilidad. Medidas preventivas, todas ellas, contra el antiguo privilegio de sorprender.

La videollamada sorpresiva, como la de mi amigo, funciona entonces como una transgresión a pequeña escala: suspende las garantías del pacto comunicacional. Deja al receptor en un estado de indefensión momentánea, sin tiempo para preparar el escenario de su rostro ni la escenografía de su entorno. Es, en cierto modo, una pequeña revolución en las interacciones digitales: se impone sin pedir permiso, desafiando los códigos establecidos.

Del tarjetón al timestamp, historia cultural de una transformación. Esta aversión a la irrupción exige una contextualización histórica. La tarjeta de visita del siglo XIX –ese pequeño cartón que anunciaba la intención de visitar a alguien– funcionaba como un dispositivo protocolar semejante al actual mensaje de texto que pregunta: “¿Estás?”. Ambos instrumentos compartían una función esencial: regular el acceso al otro, establecer una antesala, impedir la inmediatez.

En los barrios porteños del siglo XX, sin embargo, predominaba otra lógica: la del timbre sin aviso, la visita sorpresiva con facturas o masas. Esta práctica, propia de un tejido social denso donde los vínculos se sobreentendían, constituía una forma de proximidad sin mediaciones. No era necesario pedir permiso para existir en la vida del otro.

El teléfono fijo representó una fase intermedia en esta historia cultural de la comunicación. Su llamado –imperativo, inapelable– irrumpía en la intimidad doméstica sin filtros previos. Cualquiera podía acceder al espacio auditivo del otro con solo marcar un número. Esta “democracia del timbrazo” alcanzó su punto culminante cuando las tarifas planas permitieron llamadas interminables. La voz ciega –emitida sin el respaldo visual de un rostro– se convirtió en el vehículo de confidencias personales, chismes barriales y declaraciones amorosas.

El contestador automático, que empezó a masificarse en los años 80, inauguró lo que podríamos llamar “la era del filtro”. Por primera vez el receptor podía dejar que la llamada se registrara en la cinta, escuchar quién hablaba y, si el mensaje o el interlocutor lo ameritaba, descolgar en mitad de la grabación. Una década después, el identificador de llamadas refinó el mecanismo: ya no hacía falta esperar la voz; bastaba un vistazo a la pantalla para decidir si valía la pena atender. El poder de la interrupción se desplazó definitivamente del emisor –que timbraba a ciegas– al receptor, que administraba su disponibilidad. Ese cambio sentó las bases de la hegemonía contemporánea del consentimiento previo.

Ese desplazamiento del poder de irrupción no fue el punto de llegada de una transformación, sino su antesala. Con el cambio de siglo, la lógica del consentimiento se automatizó y se volvió ubicua: el derecho a no ser interrumpido se convirtió, paradójicamente, en una forma distinta de exposición.

Versiones editadas del yo en un monitoreo constante. El nuevo código –tan difundido como poco confesado– responde, en buena medida, a una transformación más honda: la erosión sistemática de la privacidad que introdujo el smartphone. Lo que alguna vez fue celebrado como un emblema de autonomía individual, ha terminado por volver al sujeto permanentemente localizable. A partir de la masificación del iPhone en 2007 y del avance posterior de sistemas como WhatsApp, el GPS o los mensajes instantáneos, se produjo un giro radical en la relación entre cuerpo, tiempo y presencia. La geolocalización pasiva, las aplicaciones para “encontrar amigos”, el estado “en línea” o el registro de la última conexión conforman una infraestructura de monitoreo suave, donde la desconexión se transforma en una rareza difícil de justificar. El sujeto contemporáneo está, en principio, disponible todo el tiempo: la comunicación es continua, transnacional, indiferente al huso horario.

Frente a ese entorno hipercontrolado, emergió una reacción compensatoria: el texto digital, con su posibilidad de edición, diferimiento y cálculo. Escribir permite diseñar una imagen: pulida, corregida, ajustada a la ocasión. Como los ensayos (este, por ejemplo) que atraviesan múltiples versiones antes de publicarse, la comunicación escrita favorece la autoadministración. La llamada de voz, y más aún la videollamada inesperada, interrumpen esa curaduría del yo: fuerzan a improvisar, exhiben el entorno, revelan el aliento.

Esa contradicción define al sujeto contemporáneo: busca escapar del monitoreo constante, pero no deja de producir versiones editadas de sí mismo para ser consumidas por seguidores desconocidos o anónimos, a toda hora. La vigilancia ajena y la autoedición convergen en una misma arquitectura: la que impide desaparecer.

Crisis y transición, de la voz al texto y del texto al píxel. La pandemia de Covid-19 representó otro punto de inflexión en las comunicaciones personales, acelerando tendencias que ya estaban en marcha. La videollamada –hasta entonces una herramienta corporativa o un recurso familiar ocasional— se convirtió en el nuevo espacio público del confinamiento. Zoom pasó de 10 millones de usuarios diarios a 300 millones en apenas cuatro meses: cifras que reflejan una transformación cultural sin precedentes.

Este encierro comunicacional produjo una globalización acelerada de los vínculos: se adoptó un patrón uniforme que ignoró matices culturales e idiosincrasias locales. Pero esa expansión cuantitativa –más conexiones, más pantallas, más intercambios– vino acompañada de una erosión silenciosa: la calidad de nuestras interacciones se volvió más frágil, más superficial, más intermitente.

La pantalla se volvió moneda corriente para los intercambios sociales, educativos y laborales. Como todo cambio abrupto en las reglas culturales, generó tanto adaptaciones como resistencias. Mientras algunos se ajustaron con agilidad al nuevo paradigma visual, otros comenzaron a tropezar con él: incapaces de sostener la mirada digital, de administrar silencios incómodos o de interpretar con claridad los códigos no verbales de una conversación mediada por píxeles.

Surgió entonces un nuevo tipo de pudor: no ya el victoriano, centrado en el cuerpo, sino uno algorítmico, enfocado en la imagen personal. Los fondos virtuales funcionaron como una fachada estética: construyeron una apariencia de normalidad que, al mismo tiempo, ocultaba el desorden cotidiano. En ese entorno, la apariencia digital se transformó en un capital simbólico –frágil y volátil– sujeto a devaluaciones súbitas por una mala iluminación o un ángulo desfavorable.

El imperio de los algoritmos y el recurso del rostro ausente. La actual economía comunicacional opera bajo un régimen de escasez artificial. La cara –ese territorio biológico que durante milenios constituyó la interfaz natural entre humanos– se ha convertido en un recurso escatimado. Instagram procesa millones de selfies diarias, pero la cara viva, sin filtro, en movimiento, se ha vuelto una rareza.

En las oficinas, las aulas virtuales y hasta los cumpleaños por Zoom, un gesto muy común fue apagar la cámara. En lugar de rostros, vimos íconos, iniciales, fotos de perfil. El rostro se volvió incómodo. Cargar con él implicaba una responsabilidad gestual: sostener la mirada, reaccionar, implicarse. Frente a esa exigencia, surgió un nuevo anonimato: no el del seudónimo, sino el del rostro ausente.

Al igual que el contestador automático introdujo la posibilidad de escuchar sin responder, la cámara apagada permite estar sin exponerse. Es la continuación técnica del filtro emocional: se puede participar sin encarnar. La cultura digital ha reemplazado la presencia física no solo mediante la conexión, sino por su simulacro mínimo: el punto verde que indica que alguien “está”.

¿Por qué exhibimos rostros editados mientras escatimamos nuestras expresiones en tiempo real? La respuesta está en la lógica del control: la imagen fija puede ser corregida antes de ser publicada; el rostro en videollamada es un territorio indómito donde asoman microexpresiones que ningún filtro puede domesticar. Restringir ese acceso es, en el fondo, una forma de preservar la intimidad. No es pudor: es resistencia.

El nuevo ecosistema comunicacional no está regulado por consensos locales, sino por algoritmos diseñados en Silicon Valley. Meta, Google, Microsoft, las empresas que administran la infraestructura del vínculo han impuesto un orden sin política, una cultura sin deliberación. El doble check azul no es un invento argentino, ni la función “en línea” responde a códigos regionales. Son decisiones técnicas convertidas en reglas sociales.

Este sistema ha dado lugar a una nueva élite comunicacional: no se define por su capital económico, sino por su dominio de los protocolos simbólicos. Sabe dosificar emojis, administrar silencios, cronometrar audios. En este marco, la videollamada sorpresiva equivale a hablar fuera de turno en una cena formal.

Y sin embargo, como toda disrupción, tiene su reverso. El fastidio inicial da paso, a veces, a una gratitud inesperada: la de quien redescubre el valor de la presencia no programada.

Epílogo con pantalla encendida. La videollamada intempestiva –ese gesto anacrónico que desafía los consensos de la comunicación contemporánea– nos devuelve, paradójicamente, a una forma de vínculo que precede a toda interfaz. Como el timbrazo de antaño o el teléfono fijo sin identificador de llamada, reintroduce la presencia como valor no negociable.

Mientras reescribo estas líneas, mi celular vibra. El nombre de mi amigo Rafael aparece en la pantalla, acompañado del ícono inequívoco. Atiendo. Su cara, ligeramente pixelada, surge del fondo blanco de la aplicación.

–¿Sabés qué? –dice, sin preámbulos–. Este tema de la pantalla que te resistís a encender da para otro de tus ensayos delirantes.

No puedo evitar sonreír. Mi dedo se desliza hacia el botón de la cámara frontal y cedo. En tiempos donde todo puede editarse, el rostro en vivo es –como la amistad– una de las últimas verdades compartidas.

Quizás el próximo desafío no sea perfeccionar filtros ni aumentar la resolución, sino algo más simple y más difícil: animarnos a aparecer. Recuperar el rostro, no como objeto estético, sino como acto de confianza; como una forma silenciosa –e irreemplazable– de decir: acá estoy.

Mostrarnos imperfectos, en movimiento: ese podría ser el último lujo. Y también, tal vez, la forma más honda de resistencia.

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