El atorrante lo motivaba a Miguel. El creativo dentro de la cancha, incluso el que afuera demostraba que se juega como se vive, le despertaba ganas de dirigirlo y de educarlo para la profesión, sin alardes pero con certezas. “Dejame a mí”, dijo más de una vez. Había un origen compartido, bien disimulado por la postura de dandy que nunca abandonó. La diferencia de épocas es notable: en la actual, los momentos se viven para mostrarlos; Miguel Ángel Russo, en cambio, supo que la vida se disfruta sin necesidad de que el resto se entere. Quiso al díscolo también, al irreverente. Hasta que se daba cuenta de que no había manera. “Hasta acá llegué”, dijo hace menos de un año, cuando en San Lorenzo no pudo encarrilar a un habilidoso colombiano. El talento individual se celebra, las normas grupales se respetan.
Ascendió, descendió, volvió a ascender, se coronó, ganó lo que muy pocos ganaron, evitó un descenso, no cumplió un objetivo, ascendió nuevamente, se reimpulsó en el exterior, regresó para ser campeón. Ganó más de lo que perdió. Pero el punto no es ese sino la forma. La manera. El método era el simple: la observación, antes que cualquier otra virtud. El olfato y la intuición puestos sobre los nuevos recursos. Consideraba que para liderar primero debía conocer. Le entraba a la persona, y luego se encargaba del jugador.
Aquella discreción fue la misma con la que transitó este último tiempo. Pocas personas supieron cómo llevó su día a día final. En Boca, incluso, a veces tenían respuestas más optimistas que lo que marcaba la realidad. Gonzalo Belloso, más un amigo que el presidente de su antepenúltimo club, contó que Russo le preguntaba por su vida pero no le contaba ningún detalle de una enfermedad que, entre idas y vueltas, lo maltrató durante ocho años.
Miguel conversaba con cualquiera. Un psicólogo podía darle una herramienta, pero también uno de sus mozos preferidos. Cuando terminaba el entrenamiento en San Lorenzo, se sentaba a dialogar con quienes cubrían la información del club. El temario era diverso, aunque con un detalle de códigos: del equipo se hablaba poco y nada. Tuvo aceptable, buena y excelente relación con los periodistas. Para las relaciones públicas, en el fútbol hubo pocos como él.
A sus 5 años, despidió a su papá. Prácticamente no le quedaron recuerdos. Se crio, entonces, a base de mirar a los otros y absorber. Se forjó cerca de Valentín Alsina. Aprendió los lujos de otra vida gracias a su abuela, que lo llevaba “al teatro Colón, a museos, a tomar el té a Harrod’s Gath & Chaves… Después, volvía a mi Villa Diamante”. Si la juventud forma el carácter, el deporte termina de moldear la personalidad. Russo sería técnico de muchos escudos, pero fue jugador de una sola camiseta. Incorporó el perfil bajo y el esfuerzo que se aprenden en Estudiantes, como también la conciencia de que el fútbol es un testimonio que pasa de generación en generación. Que en cada club existe una identidad, y los protagonistas (circunstanciales o duraderos) deben respetarla y potenciarla. Por eso se transformó, en varios de los lugares donde dirigió, en un ajeno incorporado a la familia.
Lanús fue una de las instituciones donde dejó su nombre. Conocía el club, había vivido cerca. Pero no había tenido vínculo en clubes donde quedó marcado para siempre: Vélez, Boca, Central. Tanto en este último caso que en Rosario encontró su lugar en el mundo. Justo Rosario, una ciudad con sus características tan marcadas: el disfrute por la mesa de café y la pasión por el fútbol, un compendio de la vida de Miguel.
Quizás haya sido porque este deporte le permitió un nombre. O tal vez simplemente porque la pelota le gustó de pibe. Russo no quiso despegarse nunca del fútbol. Dirigió equipos durante 36 de los 69 años que vivió. Nunca estuvo más de ocho meses sin hacerlo. En mayo, Juan Román Riquelme volvió a llamarlo porque quiso recurrir a un pacificador. Al último técnico campeón de la Libertadores, sí, pero ante todo a quien podría calmar un bravo vestuario. Lo sabía enfermo, claro. Sin embargo, le escuchó total convicción acerca de cómo encararía su tercera etapa en Boca, con el Mundial de Clubes como primer paso.
A la vuelta de Estados Unidos, su deterioro fue gradual y notorio. Si en algún momento nos preguntamos por su fortaleza para dirigir en la inmensa caja de resonancia que es Boca, hoy nos respondemos que la cuestión pasaba por otro lado. Sus familiares reconocían en intimidad que no podían lograr que se quedara en su casa. Ellos sabían que no había manera de que llevara simplemente la vida de un paciente de cuidado.
Miguel demostró su personalidad hasta cuando pudo. Hace sólo tres semanas, incluso, se hizo cargo en una charla privada, ya con un hilo de voz, acerca de por qué no había hecho más cambios contra Central Córdoba. Fue su último partido. Lamentablemente no todo se cura con amor, como dijo en Colombia tras aquella victoria (aunque sea parcial) a la primera manifestación del cáncer. Quien lo visitaba últimamente lo veía con la ropa de entrenamiento de Boca, su última ligazón a uno de los equipos con los que tanto se embanderó. Si se hubiese cuidado más, ¿habría vivido más? Al revés: habría vivido menos. El fútbol fue casi hasta el último día su vía de escape, la búsqueda de sentirse pleno, su especial motivación.