Hace cinco años que Pedro Mairal y su familia están instalados en Montevideo. La decisión, que empezó como una prueba para responder una pregunta que el escritor se hacía cada vez que viajaba a la capital uruguaya (“¿Cómo será vivir acá?”), dejó de ser transitoria cuando empezó a buscar colegio para sus hijos. “Durante la pandemia vimos la oportunidad porque el trabajo se volvió bastante digital”, cuenta Mairal a LA NACION. “Montevideo es una ciudad con una escala muy distinta, tiene una velocidad más lenta y queda muy cerca. Estamos contentos y, cuando extrañamos, cruzamos el río”, agrega el autor de Una noche con Sabrina Love, que viajó a Buenos Aires para promocionar su último libro, Los nuevos (Emecé), que marca el regreso a la novela después de La uruguaya, publicada en 2016 y adaptada para el cine en 2022.
-¿Por qué volviste a la novela después de nueve años?
-Para escribir una novela tengo que tener muchas ganas, tiene que surgir algo que me lleve. No la puedo empujar yo, me tiene que empujar la historia. Y entonces apareció primero la voz de Thiago, un chico que está en carne viva, muy enojado. El trabajo fue más que nada permitir que esa voz encontrara su espacio. Y la voz de Thiago me trajo otra voz, la de su amigo Bruno, que vive lejos y lo extraña. También entró de golpe el personaje de Pilar, que irrumpe en la historia con una patada, literalmente.
-¿Esa irrupción fue un recurso para incluir una mirada femenina, como pasó en la adaptación de La uruguaya al cine que el narrador se convirtió en narradora?
-En la primera parte aparecen estos dos personajes y lo femenino irrumpe desde la voz y desde la presencia. Entra otra energía. Me gustaba que la voz de Pilar entrara para equilibrar, contar las cosas desde otro lugar y desde otra vulnerabilidad. No solo por una cuestión de género, sino también por su historia personal. Lo de Pilar me dio mucho trabajo. Lo escribí muchas veces, hice muchas versiones. Debo haber hecho como cuatro versiones.
-¿Por qué te costó tanto?
-Quería encontrar el tono de esa voz y en un momento me di cuenta de que le estaba haciendo algo injusto como personaje: le estaba pidiendo a Pilar que cerrara las líneas argumentales de los otros dos. Y eso estaba teniendo más peso que su historia. Quedaba forzado. Tuve que volver a escuchar su voz y pensar para dónde va esto. Después descubrí que la última parte podía ser un desplazamiento de la voz narrativa. Cuenta uno, cuenta otro. Los tres se van pasando la pelota y eso fue muy liberador. Como pasa cuando te juntás con amigos, cada uno recuerda algo que no es exactamente lo mismo que registra el otro o cada uno pone más énfasis en alguna parte. Aparece la experiencia y la mirada de cada uno.
-En 2019, cuando publicaste Breves amores eternos, decías que el cuento involucra más al lector y eso implica una exigencia mayor a la hora de escribir. ¿Seguís pensando así?
-Hace rato que no escribo cuentos. Es verdad que tienen una intensidad muy grande, te meten en un mundo y te expulsan. Si hay diez cuentos en el libro eso sucede diez veces y le exige mucho al lector porque tiene que entrar, salir y volver a entrar. Eso a mí me gusta mucho. El libro de cuentos es como un edificio de departamentos donde cada historia está por su lado. Y las novelas son como casas, en las que te quedás más tiempo, te hospedan en distintos espacios.
-Eso desde el lado del lector. ¿Qué pasa al escribir?
-Pienso de un modo espacial lo que escribo, o sea, el espacio a modo escenográfico es parte de la trama. Hace a la historia. En esta novela en particular me gustaban que los espacios fueran tres geografías: un balneario despoblado, un pueblo de otro país frío y siempre nevado y los espacios que se le van achicando al personaje de Pilar, que en un momento termina viviendo en una baulera. Entonces, entre la playa, el hielo y la baulera va circulando la historia. Creo que la literatura siempre crea un espacio o, por lo menos, la literatura que me gusta.
-¿Cuál sería esa literatura?
-La que tiene un costado inmersivo. Por ejemplo, lo que le pasa al personaje de Cortázar en el cuento “Continuidad de los parques” que se mete tanto en el cuento que el cuento se mete en él y se cruzan los espacios. Eso me interesa mucho. Hay un libro de Pablo Maurette que se llama Por qué nos creemos los cuentos que habla de eso. Analiza la cualidad de las historias para que uno de alguna manera se compenetre y casi pase a esa dimensión sabiendo que estás sentado leyendo.
-Las edades de los personajes (19 años) y la salud mental son dos puntos centrales en la trama. ¿Qué te preocupa de esos temas?
-Por un lado, es un momento de la vida muy volátil y vulnerable, pero también muy poderoso, cargado de narrativa, donde aún no se sabe para dónde saldrán disparados. Los jóvenes se enfrentan a su deseo y a los mandatos familiares y sociales. Reconozco que mi enfoque fue medio anacrónico, tomé mis propios 19 (de los 90) y buscando algo universal en esa fuerza y fragilidad, les agregué celulares y redes sociales. Es una etapa de la vida en la que salís de una especie de “demencia” extraña de la infancia y muchas veces uno termina en una “demencia” senil. Pienso mucho en la cordura como algo con cierta fragilidad y, también, en la literatura como un lugar donde puedo enloquecer.
-¿Al escribir?
-Sí, en el sentido de que uno como adulto responsable está todo el tiempo haciendo fuerza para mantenerse en un lugar de cordura. Tenés que ser funcional, hacer esto, lo otro, pagar impuestos, mandar los chicos al colegio. Entonces, la literatura entendida como una rama del arte es un lugar de resistencia, en el sentido de que te vas para un lugar donde se rompen las reglas. Yo lo viví con la enfermedad de mi mamá, que tuvo una especie de Parkinson. Fue muy difícil, muy duro, ver que alguien tan entero, que se ocupaba de tanta gente, de golpe ya no podía hacer eso. Ahí cobré conciencia de la fragilidad de lo que llamamos cordura.
-En una entrevista reciente con un medio uruguayo definiste al autor como “un gran manipulador emocional”. ¿Por qué?
-La palabra “manipulador” es muy jodida, tiene mala prensa. Pero estamos hablando de un plano donde se establece un pacto con el lector: “Yo te voy a contar una historia y vos vas a jugar a creértela”. En ese sentido hay una especie de manipulación consentida. Llamémoslo así. Pasa también en el teatro, en el cine. Le proponemos al lector que cree su propia película mental y lo hacemos viajar por una serie de emociones. Como autor, eso te da un “superpoder” en el sentido de que estás, de alguna manera, metiéndote en la cabeza del otro.
-¿Seguís las noticias sobre el país o te desconectas?
-Cuando te vas afuera, hay una parte emocional que queda muy pegada. Yo leo los diarios todo el tiempo. Y me pasa que, a la mañana, la Argentina es una y a la tarde, ya cambió y es otra. Lo que me falta en Montevideo es la Buenos Aires que no es noticia. Porque la Buenos Aires que recibís a través de los medios es como si en cada esquina hubiera un choque, un afano y una pelea entre taxistas. Entonces, vengo y camino mucho por barrios y calles que no salen en las noticias. Más allá de los gobiernos, hay un músculo cultural en Buenos Aires que no se vive en otras ciudades. El ambiente cultural sigue haciendo sus cosas, aguantando. Es muy impresionante eso en Buenos Aires.
-¿La vida diaria en Montevideo se parece a la que tenías acá o hubo también un cambio de ritmo?
-Allá tengo amigos de la literatura y de la música, pero salgo menos. Acá todas las semanas tenía algo, entre las presentaciones, el teatro, los recitales y los cumpleaños, salía siempre. Pero es cierto que necesité bajar un poquito, un par de cambios, no andaba bien. Hubo una necesidad de buscar un lugar donde tener una vida un poco más tranquila. Allá escribo y tengo tiempo. Siento que esta ciudad te obliga a correr. Tiene la frecuencia muy arriba. Cuando vengo unos días, como ahora, me reconecto con esa velocidad y después vuelvo.
-En esta vida a menor velocidad, ¿tenés más tiempo para leer? ¿Qué historias alimentaron tu proceso creativo?
-Algo que pasa con la “neura” es que, cuando viajás, cruza con vos la aduana. Te la llevas a donde vayas. Uno cree que se va al campo y listo. Chau neura. Como si fuera que, por vivir en Buenos Aires, el problema está afuera tuyo. Pero cuando te vas a un lugar más tranquilo te das cuenta que el problema no era el entorno, eras vos.