Si bien inmensamente popular en Uruguay, José Mujica nunca logró en su país esa admiración casi unánime que le dispensaron los argentinos.
Al ex presidente uruguayo lo querían los kirchneristas, porque lo sentían un igual, y lo querían los antikirchneristas, porque veían en él un modelo de honestidad y austeridad que pocos políticos en la Argentina eran capaces de exhibir.
Su muerte la semana pasada tuvo repercusiones mundiales. Hasta el rey Carlos III envió un mensaje. Como decía el poema de Kipling, Mujica se codeaba con las masas y caminaba junto a reyes sin nunca perder su estilo.
Pocos políticos uruguayos alcanzaron tanta popularidad. Sus seguidores lo querían genuinamente y así se comprobó con la multitud que salió a la calle a darle su último adiós. Pero también fue rechazado por quienes no olvidaron su rol en la guerrilla.
En los años 60 integró la guerrilla tupamara y participó en acciones armadas violentas. El gran pecado de los tupamaros fue levantarse en armas contra un país que vivía en democracia. Pasaba por una larga crisis económica, es verdad, pero seguía siendo un Estado de derecho. La agresividad de la guerrilla complicó la situación y el combate contra ella fortaleció a las Fuerzas Armadas, que la derrotó en 1972. Un año después, tras haber evitado que los tupamaros tomaran el poder por las armas, lo tomaron ellas, y por las armas.
Derrotada la guerrilla, Mujica estuvo preso durante trece años en condiciones inhumanas. Salió libre cuando retornó la democracia en 1985, pero recién en 1995 entró a la política institucional como diputado y luego senador. Ahí sí cambió su actitud ante la democracia. Pero si bien renunció a las armas, jamás se disculpó por haber metido al país en aquella espiral de violencia que, insisto, fue contra una democracia vigente, con el propósito de instaurar un régimen revolucionario de inspiración totalitaria.
Con esa deuda pendiente y nunca saldada, la de pedir perdón, Mujica accedió a la presidencia en 2005. Tras varios años de fluida vida institucional, con alternancia de partidos en el gobierno, al asumir el viejo exguerrillero y por solo haberlo sido, marcó un hito en la larga transición de la dictadura a la democracia.
Dado su aspecto desalineado, su desprolija vestimenta y su hablar cansino, nadie hubiera apostado a que llegaría a ser presidente. Sin embargo, hábil constructor de su propia imagen, sagaz y pícaro, rápidamente se hizo creíble y llegó al cargo más alto.
Pese a ser tan distinto a los presidentes anteriores, incluido el sobrio y también frentista Tabaré Vázquez, no actuó por fuera de las instituciones ni gobernó con estilo disruptivo. Acató sin rebeldía las reglas de juego de un Estado de derecho. Sus peculiaridades además, fueron expresiones más vistosas de cosas que también hacían sus antecesores. Si bien no vivían en una chacra desvencijada, todos tenían por costumbre almorzar en lugares populares y caminar por la calle con escasa custodia. El llevó esa arraigada práctica al extremo.
Si no generó una unanimidad similar a la que tuvo en la Argentina es porque en Uruguay gobernó, tarea que siempre provoca controversias. Fue muy querido por un sector grande de la población, pero hubo otra parte que apenas si aceptó respetarlo y un tercer grupo simplemente lo detestó y no compró su particular modalidad. Pesó en ello su pasado guerrillero.
Fue el peor presidente desde el retorno de la democracia. Si no se notó, se debió a que la bonanza que arrancó en 2004 y puso fin a la crisis de 2002 continuó en ancas de una pujante exportación agropecuaria.
No tuvo agenda ni prioridades. Un día proponía lo que al otro descartaba. Desperdició oportunidades y alentó el despilfarro en las empresas públicas. Tuvo sí la genialidad de persuadir a Julio Bocca para que dirigiera el Ballet Nacional.
Era audaz para proponer ideas alejadas de la rigidez ideológica de la izquierda, pero no era capaz de sostenerlas. Resignado, decía “no me la llevan” y retrocedía sin hacerse mucho drama. Es curioso, pero pese a su abarcadora presencia en el escenario político, no fue un líder de los que marcan rumbos. Sí fue un referente. Su gente lo admiraba, pero no siempre acataba lo que proponía.
A diferencia de otros grupos de izquierda y al igual que sus compañeros tupamaros, fue flexible ante el tema de la violación de derechos humanos durante la dictadura. Esa tolerancia respondía a la quizá perversa “lógica del combatiente”; quienes a espaldas del país enfrentaron en tiempos de fuego al ejército, compartían códigos militares que les permitieron posteriores entendimientos entre ellos, también a espaldas del resto del país.
Se llevó bien con Hugo Chávez e intentó hacerlo con Cristina Kirchner, que había hostigado al frenteamplista presidente Vázquez por las plantas de celulosa en Fray Bentos. Pero no le resultó fácil y si bien Cristina quiso pegarse a su popularidad, en el fondo lo subestimaba.
Fue recíproco en el cariño que le dispensaban los argentinos. Aceptó la invitación de Mauricio Macri, entonces en el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, para asistir a la reapertura del Colón y dio un sabio consejo que, ante tanta grieta, se hizo leyenda: “Por favor, quiéranse un poco más”.
Su imagen internacional fue asombrosa y más por venir de un país que cultiva el bajo perfil. Impactó su “nueva agenda de derechos”: ley de aborto, regulación (no liberación) de la marihuana y matrimonio gay. No eran prioridades que en lo personal le importaran. Pero su círculo cercano lo convenció y con astuto pragmatismo las tomó.
Al final de su vida, con su antiguo enemigo, luego adversario y al final amigo, el expresidente Julio María Sanguinetti, acordaron que ya viejos ambos renunciaran el mismo día al Senado. Uno fue el protagonista de las primeras y complicadas horas de la salida democrática. El otro cerró el ciclo al dejar las armas de lado y reconocer que gobernar en democracia era garantía de una convivencia armoniosa.
Sus reflexiones fascinaban:, algunas por su atinada oportunidad y su rampante sentido común; otras porque tenían tufillo a un simple manual de autoayuda.
Pegó fuerte lo de ser “el presidente más pobre del mundo”. Pobre no era, no en el sentido estricto de la palabra. Austero, sí. En un mundo donde tantos gobernantes viven de una riqueza mal habida, y además la ostentan, su rústica chacra impresionó.
Así fue Mujica, escuchado pero no siempre seguido, popular como pocos políticos lo fueron, pero también resistido, y pese a que por sus pecados del pasado parecía incapaz de aportar a la consolidación democrática, se sumó a las figuras de una era y cerró el círculo: todos los protagonistas del sacudido pasado reciente terminaron incorporados. Su muerte señala, ahora sí, el fin de una etapa rica y compleja que se inició en 1985. Los siguientes presidentes, Luis Lacalle Pou y Yamandú Orsi, pertenecen a otra generación e inician una era distinta, ojalá siempre dentro de la saludable continuidad institucional que caracteriza a Uruguay.
Periodista y ensayista uruguayo; autor de El asedio a la democracia (Planeta)