Una amiga me recomendó hace un tiempo La passion de Dodin Bouffant, una película de 2023 con Juliette Binoche y Benoît Magimel, dirigida por Anh Hung Tan. Me encantó, la vi dos veces y después fue quedando en el olvido, como pasa siempre. Hasta que hace poco, en otra conversación, me vi obligado a reflexionar sobre la precisa relojería que le permite a uno cocinar no solo todos los días, sino además cargar con la enorme responsabilidad de nutrir, que no es lo mismo que dar de comer, y todo eso sin desatender nuestras otras obligaciones cotidianas.
No tengo la más mínima aspiración de que en las líneas que siguen haya ni una pizca de universalidad, pero como hace 40 años que cocino a diario, es probable que algunas de estas ideas puedan resultarles de utilidad a aquellos que, como me ocurrió en su momento, se van a vivir solos y se dan cuenta de que no habían reparado que uno tienen que comer más o menos sanamente todos lo días. Y no es fácil.
Con la cocina, anoto antes que nada, hay que amigarse. Amigarse quiere decir una sola cosa, no dos ni nueve. Solo una. Dedicarle tiempo. Es lo que hacemos con aquellas actividades que amamos. Acá es lo mismo. Es por completo imposible cocinar de forma consistente durante mucho tiempo y a diario si pretendemos despachar el asunto. Mejor transformarlo en un momento dichoso o, al menos, placentero. En mi caso, son no menos de dos horas por día. Así que o es una forma de la felicidad o no va a funcionar.
Ese tiempo incluye el hacer las compras, lo que requiere un largo entrenamiento, pero de a poco, te vas aprendiendo las frutas y verduras de estación, las diversas y muchas veces crípticas versiones de la proteína animal y, un buen día, alcanzás el satori de la despensa, si nadie se toma a mal esta licencia. Te das cuenta de que en tu cocina hay cosas que, simplemente, no deberían faltar.
Es mi forma de pensar el inventario, dado que, sin feriados ni excusas, cada noche, la mesa tiene que estar servida. De modo que no puede faltar arroz, papas, zanahorias, tomates, alguna verdura de hoja, una o dos legumbres, quesos varios, morrones, huevos, cebollas, manteca, leche, y así. En general, también, alguna forma de proteína animal (aparte de los huevos y los lácteos), pero hay como 500 años luz entre el arroz o la cebolla y, ponele, los hongos de pino. Por supuesto que tengo hongos de pino, pero eso, como el mango o la palta, están en la otra categoría, que podría denominar complementaria. Salvo que vayas a hacer un risotto de hongos, claro.
Pero se entiende. Hay un conjunto de alimentos que te permiten salir del paso y, sobre todo, que están en la base de casi todos los platos. De modo que son indispensables. ¿Dije aceite y limones? Anotalos.
Especias. Ay, son mi perdición. Pero, de nuevo, hay una distancia grande entre la sal y la pimienta y, digamos, el cardamomo o el anís estrellado. Llevan tiempo, pero son tan importantes que llevaron a un señor a cruzar el océano hace más de 530 años para tratar de alcanzar las Indias. Y se topó con América.
Utensilios. No creas que gastar una fortuna en herramientas de lujo va a cambiar en algo tu relación con la cocina. No es así. Ni cerca. Necesitás, sobre todo, una cuchilla bien afilada y una buena lección de bromatología. Después, sí, con los años, vas a ir volviéndote, como me pasa hoy, más exigente con coladores, ollas y morteros. Pero al principio es mejor, en mi opinión, invertir ese dinero en un curso de cocina. Hice uno, hace mucho, y entre otras cosas aprendí un truco que treinta años después sigue siendo insustituible. ¿Cómo se quita el olor a ajo de las manos y de los utensilios? Con el chorro de agua fría de la canilla. Así de simple.
El del estribo: hay mucho margen para la creatividad en la cocina, pero mi mejor consejo es que seas humilde y estés siempre dispuesto a aprender y ejercitarte. Esta actividad, como la vida, está repleta de secretos. Y la práctica hace al maestro.