La idea de cultura nacional se enaltece y se desvanece por épocas. Incluso, no tenía el mismo sentido a mediados del siglo pasado que en la actual universalidad digital. Una de las características de lo nacional es aquella que está ligada a la territorialidad. ¿Acaso se puede establecer algo así desde el metaverso? Con todo, hay cuestiones idiosincráticas que siguen vivas, que tienen su pasado y su porqué. En grandes figuras del arte se pueden encontrar algunos fundamentos, incluso en los contrastes que puedan ofrecernos ciertos nombres, como Atahualpa Yupanqui y Astor Piazzolla.
Mientras que uno podía ser considerado como un custodio de la tradición desde la música folklórica, otro pudo ser entendido como un rupturista en el mundo tanguero (aunque no fuera tan así). Y lo cierto es que podían tener mucho más en común que París, como ciudad “amiga”, para pasar largas estadas; o compartir el año 1992 como el de sus partidas.
Este 23 de mayo se cumplen 43 años de la muerte de Yupanqui. Don Ata no estaba allí aquel último día de vida, pero se encontraba en Francia. La muerte, que lo andaba buscando sin que se diera cuenta, lo encontró al Sur de ese país, en Nimes. (“Tengo un pacto de no agresión con París. Ni yo manejo profundamente el francés ni el parisién sabe hablar quechua. Por eso nos respetamos”, dijo una vez).
Astor sí estaba allí cuando comenzó su final. Fue en la habitación de un apart hotel de París, el 4 de agosto de 1990, donde se desplomó por una trombosis cerebral. Lo trasladaron a Buenos Aires, pero no volvió a ser el mismo. Murió casi dos años después, el 4 de julio de 1992.
En el fondo, ningún de los dos fue abanderado de revoluciones ni reacciones sino de evoluciones. Piazzolla aprendió a ver el mundo desde el tango; Yupanqui lo hizo desde el folklore. Ambos fueron viajeros incansables y, de algún modo, se sintieron más argentinos estando lejos. Quizá, la ecuación cierre cuando se la vea desde ese lado.
Yupanqui nació en un paraje de la Provincia de Buenos Aires. De andar y andar los caminos se convirtió en un personaje del noroeste argentino. Un poco por propias inquietudes (y otro tanto por desavenencias políticas) salió a recorrer el mundo. Pasó largas estadas en Francia, en Hungría o Japón. Siempre regresó, con palabras, con canciones o con sus propios huesos. A Buenos Aires, al NOA o a su amado cerro Colorado.
Allá por la década del cincuenta intercambiaba correspondencia con su amigo Juan Manuel Narvarte. Algunas de esas cartas están fechadas a principios de la década del cincuenta, en Cerro Colorado.
“Anduve en gira, con mucho éxito, felizmente. Hice veintiséis conciertos en la provincia [de Córdoba] y ahora, en un breve descanso, antes de partir para Tucumán, estoy en este pago de piedras, chañares y quebrachales sedientos. Me cansé un poco en la gira -escribe Yupanqui, que era un hombre de 45 años-; ya no estaba muy acostumbrado a esto de abrir y cerrar valijas cada 24 horas. La vida me había dado un ritmo pacífico o, por lo menos, ordenado (…) Estos recitales me han dado algo de la tónica general de los pueblos del interior. En general, he sacado en conclusión que nuestras gentes de provincias están inclinadas a gustar mucho más de las danzas que de las canciones. Una chacarera es aceptada enseguida; un estilo tiene que hacer mucha fuercita para no llegar cola. Esto no pasa por casualidad. La cosa es simple: el pueblo no quiere ocuparse de pensar. Ésta es tarea que cansa y enerva. Por mi parte, registro estos estados del alma colectiva, pero no me amargo. Sé dónde nacen y qué cosa los alimenta. Pero como vivo en un clima interior, el de la infinita esperanza, sigo trabajando y cantando como si tuviera un público de adivinos, hechiceros y videntes. El pueblo nuestro tiene un alma de niño, a veces travieso y a veces equivocadamente malo. Pero es fundamentalmente generoso, de esencia limpia dentro de climas equívocos. Es como un gigante inocente y poderoso, que por besar una flor pisotea todo un prado de aromas y colores. Nuestra tarea, como artistas, es grande y seria. Debemos enseñar al pueblo; somos los arquitectos de su espíritu. […] Sería una pretensión la de decir que a veces, en esta misión, me encuentro un poco solo. Pero por momentos es la verdad. Los rumbos que elijo para facilitar el reencuentro del pueblo con su propia profunda raíz son un cuesta arriba fatigoso. […] Pero por algo tenemos en las venas un gaucho escondido y un vasco que lo empuja de atrás; y seguimos, con versos y puteadas, este camino hermoso de argentinizar nuestra Argentina”.
Ya en el final de su vida, mostraba esa irrefrenable necesidad de seguir andando. Así lo pinta el documental Atahualpa Yupanqui, un trashumante, documental de Federico Randazzo Abad. “Querido hijo –le escribió a Roberto “Coya” Chavero, durante sus últimos años en Francia-, voy noche a noche desarrollando programas de diversa factura. Desarrollando como base los cuatro o cinco temas fundamentales de mi repertorio. Luego canto 25 o 30 temas o solos de guitarra. Una vez en el ring salgo a la pelea y no escucho el gong, luego siento la fatiga física pero voy comprendiendo mi enorme necesidad de entrega y me olvido de mis achacosos 73 eneros. Cantando pasé la vida, cantando gasté mi voz. Navegando en mar de coplas me voy acercando a Dios”.
En aquellas cartas de 1953, Yupanqui decía que se sentía “un poco solo”. ¿Acaso no fue lo que sucedió con Piazzolla, cuando grabó los dos discos del Octeto Buenos Aires? A mediados de la década del cincuenta, Astor estaba de regreso de Francia, con el frustrado intento de haber querido dedicarse a la música académica y el promisorio mandato de quien allí había sido su maestra, Nadia Boulanger, que le había pronosticado un gran futuro en el tango.
Si esa típica marcación piazzolleana 3+3+2 no fue otra cosa que convertir milonga en tango según, su propio instinto, habrá que decir que, al momento de crear su propia orquesta típica, con los mayores rasgos de personalidad, lo que le salió fue algo llamado Octeto Buenos Aires. Con esa agrupación grabó un par de producciones que incluyeron pocos temas propios y una mayoría de piezas que, por aquel tiempo, iban camino de convertirse en clásicos (en algunos casos ya lo eran): “El entrerriano”, “El Marne”, “A fuego Lento”, “Boedo” y “Los mareados”, entre otros. Lo singular fueron los arreglos que realmente resultaron una verdadera novedad y, con los años, un ejercicio de vanguardia para las generaciones venideras. Además, se convirtieron en un camino paralelo al estilo compositivo de Piazzolla, que se cuela en sus títulos más famosos, de “Adiós Nonino” a “Oblivion”.
En una columna escrita en LA NACION por el crítico Pablo Kohan [fue en 2021, a propósito del centenario del nacimiento del bandoneonista] se traza un paralelismo con la vida de Gershwin.
“Cuando volvió de Francia hacia Buenos Aires, después de estudiar con Nadia Boulanger, Astor afirmó que en su valija tenía ‘todo lo que había aprendido en clases sobre Stravinsky, Bartók, Ravel y Prokofiev’. Con las reservas del caso –reflexiona el periodista-, podríamos aseverar que la suma de esas nuevas adquisiciones a su historia y sus profundos conocimientos tangueros, dieron como resultado el nacimiento del Piazzolla multicultural y revolucionario que habría de manifestarse en toda su magnitud y con las mismas herramientas en todos los campos que habría de recorrer. Señalar un paralelismo con George Gerswhin, nacido en Brooklyn en 1898, es casi inevitable. Gerswhin, intuitivo, comenzó solo a tocar el piano. Después, con buenos maestros, adquirió una técnica pianística estupenda y conoció (y admiró) a Chopin, a Liszt y a Debussy. Su primera aspiración musical fue la de sumarse a los grandes compositores. Pero, en paralelo, respiró y transpiró el jazz, las músicas populares afroestadounidenses y las múltiples variantes de las músicas del espectáculo neoyorquino. Y aquella formación clásica y estas vivencias de la música popular se manifestaron indivisibles”.
En definitiva, el mismo recurso de Piazzolla, una manera de valerse de lo universal y de lo más “folclórico” y popular de su entorno para construir una historia de música.