El lenguaje descabellado y en extremo soez con el que se ataca con regular constancia de un tiempo a esta parte a periodistas está, a pesar de toda su violenta carga emocional, un escalón por debajo de otro tipo de situaciones que se repiten con alarmante frecuencia en espacios públicos.
El de más grueso calibre ha sido, como aquel que culminó en la acción de una patota de La Cámpora que produjo destrozos en bienes e instalaciones y afectó pertenencias de empleados y visitas en la sede de TN y de eltrece. Las investigaciones en curso señalan la participación en esos hechos de inaudita alevosía de dos funcionarios de máxima jerarquía en el Ministerio del Interior cuando este se hallaba a cargo de Eduardo de Pedro, durante la nefasta presidencia de Alberto Fernández.
No nos haremos cargo de las versiones que sostienen que el ala camporista encabezada por De Pedro habría sufrido un traspié a raíz del fracaso de expectativas más favorables respecto de la expresidenta en relación con la condena a seis años de prisión que le fue dictada por actos de corrupción en la causa de la obra pública. Quedan pendientes de resolución otros expedientes no menos graves contra ella.
Se imputa al sector que encarna De Pedro haber asumido un papel paralelo al de la defensa legal de la exmandataria, tanto ante ámbitos de la Justicia como del Poder Ejecutivo, en la ímproba tarea de disipar los nubarrones que asomaban desde hace tiempo sobre la cabeza de Cristina Kirchner. Como era fácil colegir, todo concluyó mal para ella, aunque soporte una prisión de calidades increíblemente privilegiadas.
Si se encargó a aquella facción una tarea que cumplieron sin el éxito que se esperaba, por así decirlo, en el Instituto Patria, y si por esta razón se están empleando ahora sus miembros en aventuras no más loables a fin de recuperar posiciones ante la jefa del movimiento que integran, es una cuestión de imposible verificación objetiva. Nada los mejoraría, es cierto, respecto de los hechos inadmisibles cometidos contra los dos medios de comunicación mencionados. En todo caso, los convertiría, frente a la opinión más serena y sensata de la ciudadanía, en exponentes de un grupo particularmente execrable dentro de lo que por sí constituye una expresión de lo peor que se haya gestado en la política nacional en el primer cuarto de siglo transcurrido de la centuria.
Digámoslo con todas las letras: La Cámpora suscita náuseas con su comportamiento desde que surgió como heredera del expresidente Héctor Cámpora. Hoy mismo cuesta otorgar crédito a la comprobación de que sigue gobernando la provincia de Buenos Aires, y con aspiraciones evidentes de ascender aún más en el escalafón de la política, el rebelde de última hora y principal responsable por el juicio perdido en Nueva York por el Estado en el caso de YPF, por el que se obliga a entregar el 51% de las acciones de la empresa a los fondos demandantes del juicio por su confiscación, una condena que el actual Gobierno se apresta a apelar mientras que quienes nos llevaron a este desastre intentan quitarse responsabilidades con argumentos tan falaces como pueriles.
Axel Kicillof, uno de los responsables que decía sentirse descompuesto cuando oía mencionar el concepto de “seguridad jurídica” está llevando al país a cargar con pérdidas absurdas por más de 16.000 millones de dólares. Es el precio por la intrepidez de burlarse abiertamente de los compromisos jurídicos de YPF.
En lugar de buscar excusas deberían los conmilitones del Instituto Patria, sus epígonos, los economistas y punteros políticos que falsearon las estadísticas del Indec y la runfla de profesionales en cerrar calles y depredar bienes públicos, amortiguar al menos las consecuencias de un colosal fallo adverso para el país con sus propios recursos o con el borderó de las exacciones que hicieron muchos de ellos contra las arcas de la Nación.
Que se ocupen a ese fin las manos de los sinvergüenzas y las sinvergüenzas, por decirlo a tono con quienes desafiaron hasta la coherencia gramatical de la lengua, en lugar de continuar malamente embadurnadas con excrementos, como los que arrojaron, utilizando vehículos de la provincia de Buenos Aires, la entrada del domicilio del diputado José Luis Espert. La suciedad de la salvajada debe estar seguramente en relación directa con la negrura de espíritus habituados a lo más escatológico de la política. Hasta merodean por los andurriales de la cropofilia.
Hay más hechos, con simbología potente de irracionalidad, como el escrache contra el periodista Gustavo Noriega, las pintadas en la sede de Radio Rivadavia o las inscripciones dejadas en una receptoría de avisos de Clarín. Llaman la atención, asimismo, las pancartas que se observaban en los puentes a lo largo de la ruta 8, contra la máxima autoridad del Grupo Clarín.
Ese corredor vial atraviesa diferentes jurisdicciones de la provincia. ¿Ninguna, entre todas ellas, va a tomar la decisión de eliminar tales pruebas de iracundia política?
¿Tampoco lo hará la empresa concesionaria, que cobra peaje por la circulación de vehículos, Vialidad Nacional o alguna autoridad con facultades para ordenar una medida que ponga algo de cordura en medio de hechos tanto o más inaceptables que el lenguaje que prospera en los más altos niveles del Gobierno y en franjas de la oposición?
No es una novedad que buena parte de la política en nuestro país se muestra desquiciada. La violencia nunca es inocua. Lo recordamos bien de la Argentina herida e hiriente del pasado. Cuando el insulto se convierte en ataque, la política entra en su fase más oscura.
No debemos naturalizar que el ya de por sí degradante odio hablado se concrete en acciones de violencia física.