Hay un tema inquietante que divide a la humanidad con tanta fuerza como cualquier grieta política o ideológica: el cilantro.
Para algunos es un festival de frescura, el alma de un buen plato oriental o de un guacamole. Para otros, es básicamente detergente.
Y no es metáfora: literalmente, sienten que el cilantro tiene sabor a jabón.
¿La razón? Una sola letra mutada en el ADN. Sí: el gusto, a veces, es cuestión de genética dura
“La diferencia radica en el gen OR6A2, ubicado en el cromosoma 11, uno de los responsables de codificar receptores olfativos”, explica el científico y divulgador Lieven Scheire.
Este gen permite detectar ciertos compuestos aromáticos, en particular los aldehídos alifáticos, presentes en altas concentraciones en las hojas del cilantro (Coriandrum sativum).
Estos mismos compuestos están también en… ¡productos de limpieza!. Ahí la conexión sensorial y el rechazo visceral de algunas personas hacia el cilantro.
Un estudio de 2012 de la Universidad de Cornell, publicado en la revista Flavour, relevó que el 10% de las personas de origen europeo describían el cilantro como “jabonoso”.
El mismo estudio detectó que la prevalencia del rechazo varía según el origen étnico: solo el 4% de los latinoamericanos y apenas el 3% de las personas del sudeste asiático reportan esa percepción. No es un dato menor: en esas regiones, el cilantro es casi religión.
¿Es una cuestión evolutiva?
Acá la cosa se pone aún más fascinante. Existen teorías que vinculan la mutación del gen OR6A2 con la evolución del hombre.
Es decir, en algún momento de la prehistoria, Homo sapiens primitivos podrían haber evitado plantas con cierto perfil aromático —como el cilantro— al asociarlas con sustancias tóxicas o en mal estado.
Recordemos que el olfato fue, durante millones de años, el primer escudo contra el envenenamiento
“Una mutación puntual, técnicamente llamada polimorfismo de un solo nucleótido (SNP), podría haber alterado la manera en que estos aldehídos eran percibidos. Una sola letra diferente en el código genético —por ejemplo, una “A” en vez de una “G”— basta para que algunos cerebros lo interpreten como frescura y otros como jabón», explica Scheire.
La mutación probablemente se dio de forma paralela en distintas poblaciones, como respuesta adaptativa a la dieta y el entorno.
Y ahí entra la selección natural: quienes no sentían rechazo por el cilantro (o incluso lo disfrutaban) tenían una dieta más diversa, especialmente rica en compuestos antioxidantes y antimicrobianos. Con el tiempo, esa preferencia se volvió ventaja.
La percepción del sabor es un fenómeno multisensorial y profundamente subjetivo, donde la genética, el contexto cultural y la microbiota intestinal juegan un cóctel complejo. Sin embargo, en el caso del cilantro, la genética parece tener un protagonismo inusualmente claro.
¿Se puede entrenar el paladar?
Sí, en parte. Algunos estudios sugieren que la exposición repetida a un sabor puede reducir el rechazo.
Es decir, si se insiste lo suficiente, el cerebro puede empezar a reinterpretar esa señal olfativa. En términos técnicos: neuroplasticidad gustativa.
Jardines sensoriales: qué son, qué historia tienen y cómo hacer uno en casa
Pero claro, no todas las personas están dispuestas a someterse a una terapia de choque con guacamole con cilantro si lo que sienten es sabor a detergente.