¿Por qué no se paraliza el país?

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La cara triste y los ojos hundidos llaman la atención apenas conocés a Eric. Tiene 8 años, está vestido con un jogging y un buzo que le quedan grandes. Me crucé con él y con su historia en abril de este año, en la comunidad El Bordo, en el Chaco salteño. Había estado enfermo de tuberculosis y con un cuadro de desnutrición grave. Me contaron también que le habían tenido que hacer un ano contra natura, que es por donde defeca. “Le tengo que pegar medio pañal en la panza”, explicaba su mamá mientras él jugaba con la honda.

La certeza de que hay demasiados chicos en la Argentina que viven en un estado de emergencia permanente es perturbadora. No solo arrastran los estragos de la malnutrición, pasan frío y calor extremos, viven en casas precarias expuestos a numerosos peligros y tienen dificultades para asistir a la escuela o recibir atención médica. Es todo eso junto, todos los días. ¿Cómo moldea sus vidas esa marginalidad? ¿Qué marcas deja en el cuerpo y en la psiquis? ¿Hasta dónde pueden soñar?

Conocí a algunos de ellos trabajando en el proyecto Hambre de Futuro. Historias como la de Junior, un adolescente de 16 años que se arrastra por el piso detrás de una pelota de fútbol en El Impenetrable chaqueño. “Era para cesárea, pero en el hospital me lo hicieron tener por parto natural. Venía por los pies y me lo sacaron tirando como a un perro”, contaba su madre. La falta de oxígeno le provocó una parálisis cerebral que le impide caminar y apenas puede hablar. No va a la escuela, no tiene certificado de discapacidad y en el hospital más cercano, que queda a 20 kilómetros de donde vive, no hay neurólogos ni traumatólogos que lo puedan atender.

“Cuando me duele mucho, lloro”, contaba Marcela, una nena de 7 años, mientras se tocaba las muñecas, las rodillas y los pies. “A nosotras el arsénico nos ataca en los huesos”, explicaba Lidia, su mamá. Ellas forman parte de la familia Cuellar, en la que muchos miembros sufren hidroarsenicismo crónico regional endémico (Hacre), una enfermedad grave causada por el consumo prolongado de agua con altos niveles de arsénico natural. Viven en el departamento Copo, en Santiago del Estero, donde las comunidades rurales tienen acceso al agua segura únicamente cuando la recolectan de la lluvia en cisternas. El resto del tiempo, consumen agua contaminada. De ocho tíos de Lidia que se criaron en el paraje Vilmer, seis murieron de cáncer y uno está en pleno tratamiento por cáncer de piel.

No son casos aislados. En el país hay 1.387.878 chicos de hasta 17 años (lo que equivale a uno de cada diez) que están en riesgo extremo, según datos del Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA). Esto quiere decir que pasan hambre y que, al menos, tienen tres derechos básicos vulnerados.

Se trata de una pandemia silenciosa. Están atravesados por una pobreza heredada y multidimensional que no enciende las alarmas como sucedió con el Covid-19, por ejemplo. No se paraliza el país. No se hace un esfuerzo titánico para desarrollar vacunas (en este caso, políticas públicas) que les permitan tener un presente digno. Ante esta pandemia somos indiferentes. Los efectos a largo plazo van a ser catastróficos y los veremos cuando ya sea demasiado tarde.

¿Por qué yo nací en mi casa y ellos en la de ellos? ¿Por qué no tengo la pobreza inscripta en los huesos, en la talla baja, en las cicatrices de accidentes domésticos? Creo que fue suerte. Me tocó una cama calentita, un plato de comida antes de irme a dormir y poder elegir la carrera que quería estudiar. ¿Eso es justo? ¿Estoy en deuda? No a lo primero; sí a lo segundo. No alcanza con reclamarle al Estado, aunque se puede empezar por ahí. No alcanza con seguir fundando ONG, aunque también podemos apoyarlas. ¿Alguien más está preocupado por esto? ¿Cómo nos organizamos?

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