Potencia económica y país desarrollado

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Tras la Segunda Guerra Mundial cambió la forma de interpretar lo que antes se denominaba “país económicamente atrasado”. Hasta 1945 predominaba la idea de que algunos de ellos progresarían espontáneamente gracias a la adecuada explotación, a través del libre mercado, de sus recursos naturales y ventajas comparativas.

Al finalizar la guerra, se afianzó la convicción de que superar el atraso o la pobreza bajo el régimen capitalista requería algo más contundente: la implementación de políticas gubernamentales intensivas. Este sería el camino que conduciría al progreso y a profundas mejoras en los indicadores sociales. El proceso que cumplía con estos requisitos se denominó “desarrollo integral”.

Se empezó entonces a debatir la diferencia entre crecimiento, donde hay un aumento del PBI sin cambios relevantes en el perfil de la sociedad, y desarrollo, donde el aumento del PBI va acompañado de cambios estructurales que extienden la prosperidad a los diversos segmentos de la sociedad y regiones del país.

Durante la década de 1960, el debate entre desarrollo y crecimiento quedó relegado a un segundo plano, eclipsado por el consenso de que lo fundamental es el desarrollo.

Sin embargo, el comportamiento actual de algunos países emergentes y del resto del mundo revela la posibilidad de que surja un nuevo estilo de debate. En los últimos años, la ambición por alcanzar el estatus de potencia económica ha aumentado a expensas del anhelo de un desarrollo integral.

Desde esta perspectiva, lo más importante sería destacarse en el escenario internacional a través del tamaño de la economía, sin tener en cuenta la situación de la calidad de vida de las distintas clases sociales. Este enfoque suscita la siguiente pregunta: ¿qué ventaja tiene estar entre las mayores economías del mundo? La respuesta es que no hay una ventaja autosuficiente o absoluta (la ventaja, por sí sola, no es absoluta). Ser una potencia económica no garantiza que el bienestar de la población no presente discrepancias radicales.

Estados Unidos es el mejor ejemplo de nación que ha alcanzado simultáneamente el estatus de país desarrollado y potencia económica. Sin embargo, esto no significa que un destino similar aguarde a los países que actualmente luchan por la prosperidad. Por ejemplo, en la India, por mucho que crezca su economía, la probabilidad de una reducción sustancial de sus arraigados contrastes sociales y regionales son remotas. China es la segunda potencia económica mundial, pero dista de ser clasificada como desarrollada de acuerdo con los criterios vigentes.

En contraste con lo expuesto, y a modo de provocación, conviene considerar otra alternativa conceptual: interpretar la definición de desarrollo integrado de la posguerra como utópica.

En otras palabras, aceptar que cada nación tiene derecho a seguir sus propios parámetros para definir su grado de satisfacción con la realidad nacional, independiente de los indicadores de desarrollo establecidos internacionalmente. Podríamos incluso considerar que en algunos países la imposición de estos indicadores puede ser interpretada como una agresión contra sus tradiciones.

Desde la perspectiva de esta alternativa, tendríamos que admitir el ostracismo de algunos de los símbolos actuales del desarrollo y, por lo tanto, aceptar la heterogeneidad entre los perfiles social, económico, político y cultural de las naciones consideradas exitosas.

Sería oportuno que la comunidad internacional reflexionara sobre cuál de las alternativas descritas merece ser clasificada como deseable.

Consultor económico en Washington, execonomista del BID y exprofesor en universidades brasileñas

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