No importa ni la clase social ni el nivel económico, educativo o cultural. La violencia machista es un fenómeno transversal que atraviesa todas las capas de la sociedad y no entiende de raza, cultura o edad. Y aunque esta violencia ocurre tanto en las grandes ciudades como en el entorno rural, es en las localidades pequeñas y en los pueblos donde las mujeres tienen más dificultades para denunciarlo debido a la falta de recursos, el miedo al aislamiento social, la dependencia económica y la menor disponibilidad de servicios especializados en comparación con las áreas urbanas.
De hecho, 12 de las 48 mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas en 2024 vivían en localidades de menos de 25.000 habitantes, según los datos publicados esta semana por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). A lo largo del año pasado, los municipios con una población entre 10.000 y 25.000 habitantes mostraron la tasa más alta de asesinatos por violencia de género si se compara con otros tramos de población, una tendencia que se ha dado en toda la serie histórica, desde 2003, año en el que España empezó a registrar estos crímenes de forma oficial.
De acuerdo al análisis del CGPJ, siete localidades de menos de 20.000 habitantes registraron más de 2 casos entre 2003 y 2024: Algarinejo, Albox, Pinos Puente, Estepa y Pozoblanco, todas ubicadas en Andalucía, además de Vilanova del Camí, en Barcelona, y Santa Úrsula, en Tenerife. Se trata de datos que ponen en evidencia que la violencia de género “requiere atención específica” en los municipios pequeños y en los pueblos, señalan las expertas consultadas por Infobae España.
Uno de los principales problemas, indican desde la Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales (Fademur), es la “falta de datos” para poder conocer cómo afecta realmente la violencia machista en los pueblos, por lo que reclaman la inclusión de datos desagregados por tamaño de municipio en los informes del CGPJ, más allá de las localidades de menos de 25.000 habitantes. “Lo que sí sabemos es que hay una desproporción clara entre el número de asesinadas y la cantidad de mujeres que viven en esos municipios. Es un indicador que nos tiene que alarmar y sobre el que llevamos tiempo avisando, porque al final evidencia que ser mujer víctima de violencia de género en el medio rural conlleva un riesgo adicional”, sostiene Teresa López.
Y ese riesgo es mayor, señala, debido a factores como el aislamiento geográfico y social de las mujeres en áreas rurales, que dificulta el acceso a servicios de emergencia, redes de apoyo y recursos de asistencia. También influye la persistencia de normas y valores tradicionales que refuerzan los roles de género estereotipados, además de que en los pueblos pequeños la vida social es más pública y, por lo general, hay falta de privacidad.
“En muchas ocasiones las campañas de sensibilización no llegan al ámbito rural y las mujeres tardan más en identificar esa violencia de género. Acudir a ciertos recursos en un pueblo significa, de alguna manera, perder el anonimato, porque todos se conocen y eso hace que muchas mujeres sean reticentes y alarguen el proceso de salida de esas situaciones de maltrato”, añade López, que insiste en que faltan servicios especializados.
El peso de los mandatos de género
Si bien en los núcleos urbanos suele haber largas listas de espera para acceder a los servicios de atención a la violencia de género, que cuentan con asistencia psicológica, jurídica y social gratuita, “al menos las mujeres pueden acceder a ellos”, indica por su parte la psicóloga Bárbara Zorrilla Pantoja. Pero en el ámbito rural, estos servicios “prácticamente son inexistentes”. La experta en violencia de género y victimología también explica que los “mandatos de género”, esas normas y expectativas sociales que definen cómo deben comportarse, relacionarse y vivir las mujeres desde pequeñas, “siguen muy presentes en el ámbito rural”.
“Son expectativas que vienen desde fuera, pero que luego interiorizamos y hacemos propias. Cuando no lo cumplimos, aparece la culpa o el ‘no está siendo como se espera’ que deberíamos de ser. En cuanto al rol de cuidadoras, de hacer lo que sea por mantener la familia unida y sacrificarse, también dificulta que las mujeres puedan pedir ayuda”, asegura la psicóloga, que menciona que la falta de anonimato en los pueblos hace que las víctimas de violencia de género pierdan la posibilidad de recibir apoyos. “Hay miedo a que la gente hable y el agresor se pueda enterar y reaccionar”.
Esos mandatos de género, añade Zorrilla Pantoja, suelen estar más presentes en mujeres de mayor edad, que han experimentado una presión más fuerte para cumplir con esas expectativas de comportamiento y apariencia en la sociedad. “Son mujeres que a lo mejor no han tenido un proyecto vital personal, una independencia, no solamente económica, sino funcional y afectiva”.
Sin independencia económica
En cuanto al ámbito laboral, las mujeres también suelen verse más afectadas en el entorno rural por el desempleo y las condiciones precarias. Muchas de ellas trabajan en sectores con una alta tasa de temporalidad, a tiempo parcial y con bajos salarios, como la agricultura, la hostelería, la educación y el cuidado de personas. “Al final la precariedad y el miedo a no poder sacar a tus hijos adelante es un limitador muy potente”, resume la psicóloga, que asegura que la dependencia económica es un factor clave que limita a las mujeres víctimas de violencia de género, dificultando su capacidad para salir de esa relación abusiva y buscar apoyo.
Un estudio elaborado en 2020 por Fademur y el Ministerio de Igualdad, indicaba que las mujeres soportan un 38,4% de tasa de inactividad frente al 15,1% de los hombres de este entorno, además de sufrir una “fuerte segregación horizontal y vertical” en el mercado laboral de los pueblos: el 78% de las que trabajan lo hacen en el sector servicios.
El estudio, que lleva por título Mujeres víctimas de violencia de género en el mundo rural, también señala que están “sobrerrepresentadas en los puestos con peores condiciones laborales”, es decir, aquellos con ingresos entre 400 y 1.000 euros, “con contratos temporales, fijos-discontinuos, en las jornadas parciales y mayoritariamente presentes en las posiciones inferiores de la jerarquía laboral”. Además, el informe destaca que las mujeres rurales están sobrecualificadas, al situarse “más de 7 puntos por encima de los hombres entre los 35 y los 49 años, y más de 14 entre los de 20 a 34 años”.
La carga mental de las mujeres, todo ese trabajo invisible y poco valorado que implica la administración de un hogar, también suele ser mayor en los pueblos. El hecho de no disponer de líneas de transporte público, consultas sanitarias diarias o una línea de internet decente condiciona sus vidas, “provocando una sobrecarga de tareas de cuidados y limitando su acceso a trabajos o formación”, añade el estudio.
Medidas necesarias
Por todo ello, las expertas consultadas destacan la necesidad de que las instituciones públicas realicen campañas de sensibilización contra la violencia de género y que las mujeres “puedan tener redes de apoyo y espacios donde poder expresarse y contar lo que les está pasando”. También es importante que se pueda detectar a tiempo en ámbitos como la sanidad pública, con herramientas y protocolos específicos, y que “de ahí se les pueda poner en contacto con servicios especializados”. Finalmente, es fundamental mejorar la formación de los operadores involucrados en combatir esta violencia en el ámbito rural, desde los judiciales a los policiales.