Qué es la chill girl, la preocupante respuesta de una generación frente al sexismo

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En TikTok, Instagram y YouTube abundan mujeres que sonríen siempre, hablan suave y evitan la confrontación. Son prolijas, limpias, “equilibradas”. Cocinan pan casero, hacen yoga, ordenan sus días con velas y playlists de calma. Parecen libres, pero su calma tiene contexto: un mundo donde ser mujer —o joven— implica moverse con cuidado. Según la Organización de Naciones Unidas, más de la mitad de las mujeres y niñas con perfiles en redes sociales han experimentado alguna forma de violencia digital: insultos, acoso, stalking o exposición no consentida de imágenes. Un informe del University College London demostró además que los algoritmos de redes amplifican contenido misógino y conservador, especialmente hacia adolescentes. En ese escenario, la chill girl surge como una estrategia: bajar el tono, mostrarse liviana, dejar pasar. No porque no sepa lo que pasa, sino porque entendió que quejarse tiene costo social y digital. Es, más que un personaje, un síntoma.

¿Qué es una “chill girl” y qué implica este modo de estar en el mundo digital?

La figura de la chill girl no es simplemente una chica relajada que evita el conflicto: es una joven que aprende que en los espacios digitales —y también los físicos— alzar la voz, cuestionar o confrontar un comentario sexista, cuesta. Entonces opta por suavizar, por no marcar, por hacer que todo parezca “sin drama”.

La chill girl no grita: se adapta. Y en esa adaptación, algo de la voz se pierde.

Ella sonríe cuando le hacen un comentario incómodo, ríe cuando se espera y deja pasar las microagresiones porque sabe que —a veces— la mejor respuesta es no responder. En el feed aparece como controlada: outfits “tranquilos”, rutina cuidada, ambiente ordenado. Pero esa serenidad esconde un gesto: el de acomodarse al algoritmo que premia la armonía, y al contexto que penaliza la disidencia femenina.

Una investigación reciente del University College London (UCL) advirtió que los algoritmos de redes sociales amplifican contenido misógino y modelos tradicionales de género, lo que implica que esa “calma” que propone la chica que no genera olas puede convertirse en la estrategia cultural que sobreviva.

Entonces, ¿qué implica ser una chill girl en la práctica? Primero: autocensura. Ante una broma sexista en un chat o un comentario ofensivo en un post, la respuesta es mínima o inexistente, porque decir “esto no está bien” ya puede implicar ostracismo o ser tachada de exagerada.

Segundo: estetización del silencio. Su perfil, su biografía, su foto post-fiesta, su “no me importa” importan: espetan una calma estética que oculta la tensión.

Tercero: normalización de lo discreto. El mensaje es: “estar tranquila también es estar bien”.

Pero bajo la calma se puede esconder resignación. La generación que convive con la chill girl aprendió que el silencio es más seguro que el debate, que la aprobación social —o al menos la no exposición al castigo digital— pesa más que la reivindicación. Esa adaptación no es menor: marca lo que se permite —y lo que se calla—, y redefine qué significa “feminidad contemporánea” en un contexto donde la visibilidad no siempre empodera. Así, la chill girl se instala como arquetipo: parece elección libre, pero está profundamente condicionada. Es estética, sí; pero también es política, aunque silenciosa.

De la chill girl a la Tradwife movement: conexiones, diferencias y silencios compartidos

El fenómeno de la chill girl encuentra un ecosistema más amplio cuando se conecta con la estética y los mensajes del movimiento de las tradewives. Estas últimas —abreviatura de “traditional wives”— promueven públicamente la vuelta al papel de la mujer-esposa-ama de casa: el marido como proveedor, la mujer como cuidadora y anfitriona. Estudios recientes plantean que esta estética no es solo nostálgica (“volver a los años 50”), sino que también vehicula ideas conservadoras sobre género, familia y trabajo.

Entre velas, rutinas y faldas midi, se esconde una idea antigua envuelta en filtros nuevos.

La conexión con la chill girl se manifiesta en una serie de solapamientos: ambas enfatizan la calma frente al conflicto, la estructura familiar sutil frente al activismo visible, y un estilo estético que vende orden, pureza y domesticidad. Pero hay diferencias clave: la tradwife reconoce explícitamente su opción de domesticidad, mientras que la chill girl rara vez se declara. Su adaptación es más líquida, menos rotunda, menos “yo me quedo en casa” y más “yo lo que hago es no pelear”.

En ese sentido, la chill girl puede verse como un puente: entre el individuo que no quiere exponerse y el imaginario de la mujer que abraza la sumisión como virtud.Los investigadores advierten que el movimiento tradwife puede representar un retroceso en derechos femeninos al naturalizar la dependencia económica, la invisibilidad del trabajo doméstico y la primacía de la mujer como cuidadora sin protagonismo público.

En contraste, la chill girl aparece como fenómeno menos consciente —o al menos menos declarado— de ideología, pero más extendido. Su eficacia radica en que no parece dogmática: no exige que “dejes de trabajar” o “te quedes en casa”, exige que “estés tranquila”, “complies”, “no causas”, y moderes la voz. La estética de recetas caseras, faldas midi, rutinas “sin estridencias” y feeds llenos de armonía funcionan como puerta de acceso: quien acepte esa estética se inserta sin darse mucho a cuenta en un circuito que valida los roles tradicionales.

En ese sentido, la chill girl opera con el mismo “pack” que la tradwife: domesticidad, calma, estética sin asperezas, pero sin la etiqueta explícita. Es probable que la primera se haya convertido en versión parcial –o versión juvenil– del segundo: menos explícita, más “aspiracional”, más adaptada al algoritmo.

Así, en esa conexión silenciosa, ambas figuras sugieren que la rebelión es peligrosa, el silencio es seguro y lo doméstico es deseable. Y eso supone un reto para las jóvenes que no solo quieren encajar, sino imaginar otro tipo de vida, otra voz, otro espacio.

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