Cruzar el océano Atlántico hasta el Golfo de Guinea, frente a las costas de África, es llegar a la coordenada 0° de latitud y 0° de longitud, el lugar exacto donde se encuentran los hemisferios norte y sur, así como el este y el oeste del planeta. Este punto, conocido como punto cero de la Tierra, es más que una curiosidad geográfica: se trata de una referencia clave para la navegación, la cartografía y los sistemas de posicionamiento global.
El origen de este sistema se remonta a 1884, cuando se celebró en Washington la Conferencia Internacional del Meridiano. En esa cita, 25 países acordaron que el meridiano cero pasaría por el Real Observatorio de Greenwich, en Londres. A su vez, la línea del Ecuador se definió según la posición del Sol durante los equinoccios de marzo y septiembre. De la intersección de ambas referencias surge la coordenada 0,0, un lugar sin tierra firme pero con un enorme valor científico.
Aunque muchos imaginan un territorio o monumento en ese punto, lo cierto es que allí no hay ninguna isla natural ni estructura humana. Según registros científicos, lo único que se encuentra en la zona es una boya meteorológica de la red internacional PIRATA (Prediction and Research Moored Array in the Atlantic). Esta estación, identificada como 13010 – Soul, recopila datos de temperatura, humedad y velocidad del viento, fundamentales para los estudios climáticos en el Atlántico tropical.
La isla que no existe
En los mapas digitales, sin embargo, el punto 0,0 aparece asociado a una curiosidad conocida como “Isla Nula” (Null Island). Se trata de un marcador ficticio creado por cartógrafos del proyecto Natural Earth para identificar errores en coordenadas dentro de sistemas de información geográfica (GIS). Cuando un programa no reconoce una ubicación, muchas veces asigna automáticamente este punto en medio del Atlántico como “destino de error”. Con el tiempo, la Isla Nula adquirió incluso una bandera simbólica y cierta presencia cultural entre comunidades digitales.
El punto cero refleja siglos de avances en la comprensión del planeta. Su existencia permite calibrar sistemas de navegación GPS, planear rutas marítimas y sostener investigaciones científicas globales. Como recuerda la historia del Observatorio de Greenwich —fundado en 1675 por el rey Carlos II de Inglaterra—, la precisión en la medición del tiempo y el espacio fue decisiva para la navegación y la exploración marítima. Hoy, esas coordenadas siguen siendo la base invisible de la movilidad global.