La lluvia que cae del cielo no contiene solo agua. Con cada gota, un químico conocido como ácido trifluoroacético (TFA) se precipita sobre la Tierra, generando una creciente preocupación entre la comunidad científica a nivel mundial. Este compuesto, que pertenece al grupo “químicos eternos” por su resistencia a la degradación natural, fue detectado en una alarmante variedad de entornos: desde lagos, ríos y agua embotellada, hasta cerveza, cultivos, hígados de animales e incluso en la sangre y orina humana.
Un equipo de investigadores de Noruega, Suiza, República Checa y Suecia, liderado por Hans Peter Arp del Instituto Geotécnico Noruego y la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología, publicó un estudio alertando sobre la situación. Según sus hallazgos, “la exposición al TFA está ampliamente difundida y está en aumento”, con concentraciones que se multiplicaron en ríos, aguas subterráneas, suelos y plantas durante las últimas cuatro décadas.
El TFA se origina principalmente por la degradación de gases utilizados en sistemas de refrigeración y aire acondicionado, así como de ciertos plaguicidas y productos farmacéuticos de gran volumen. Una vez liberado, este químico flota en el aire y puede viajar grandes distancias antes de regresar al suelo con la lluvia. Su estructura molecular lo hace casi imposible de destruir en la naturaleza, lo que agrava su persistencia ambiental.
Frente a este panorama, Arp enfatizó se debe investigar la presencia de este químico cerca de zonas agrícolas y fuentes de agua potable, para poder monitorear la exposición de la población. Según los científicos, para mitigar los riesgos se debe reducir y restringir los productos químicos que producen este ácido en la lluvia.
En el mundo todavía no existen regulaciones específicas sobre estos químicos que pueden encontrarse en forma ubicua en el ambiente. El año pasado, científicos de renombre instaron al Gobierno del Reino Unido a tomar medidas ambiciosas sobre en la regulación de estos “químicos eternos”.
Los potenciales riesgos para la salud humana y de otras especies son un punto de debate. Grupos de expertos abogan por la prohibición del TFA, debido a su persistencia y alta movilidad. Otros investigadores, en contraste, minimizan su toxicidad, comparándola con la “sal de mesa” y argumentando que el cuerpo lo elimina rápidamente.
Sin embargo, estudios en animales demostraron que la exposición a altas concentraciones podría dañar órganos como los riñones y el hígado, y alterar funciones celulares en humanos, además de afectar el crecimiento y órganos en animales acuáticos. La preocupación radica en sus efectos a largo plazo, dada su acumulación y resistencia a la descomposición.
La falta de consenso genera un intenso debate sobre cómo establecer límites legales y qué acciones tomar. Industrias clave, como la de refrigeración y la farmacéutica, defienden el uso de sustancias que generan TFA, argumentando su importancia económica. No obstante, ya hay varios países que reclaman estudios más estrictos y piden que el TFA sea clasificado como “muy persistente y móvil”, lo que implicaría reglas más severas para su comercialización. La clave, entonces, reside en la prevención y la búsqueda de alternativas más seguras para proteger la salud del planeta y sus habitantes.