Marx decía que un marido que quisiera un matrimonio feliz debería mantener la boca cerrada y la chequera abierta. No me refiero a Karl, sino a Groucho. Luego está Oscar Wilde, que tenía muchas teorías sarcásticas acerca de las bodas por amor o por conveniencia; dicho sea de paso: todavía no se conocen la letra chica ni las implicancias locales de este gran contrato prenupcial entre Estados Unidos y la Argentina, y ya sabemos de sobra que Dios está en los detalles: “La mejor base para un matrimonio feliz es la mutua incomprensión”, concluía Wilde en una boutade de doble fondo. El singular enlace entre un presidente que es amo del mundo y que fue votado en su país para desplegar una política fuertemente proteccionista y un presidente sudamericano e inestable que fue entronizado para llevar a cabo una política de apertura indiscriminada parece, en principio, una relación asimétrica pero compatible, aunque con más ganancias para el primero que para el segundo. La dote, sin embargo, ha sido muy fuerte y persuasiva –Trump abrió la chequera sin chistar–, y evitó la explosión del villorrio de su flamante consorte, que no había ahorrado reservas y merodeaba el abismo cambiario. De modo que, en principio y hasta nuevo aviso, no se puede sino celebrar que un nacionalista y un anarcocapitalista –en las antípodas ideológicas– se consideren parte de una misma familia (el Club de los Reaccionarios Recalcitrantes), practiquen la mutua incomprensión, se prometan fidelidad eterna y marchen juntos hacia la alborada.
Que no se resfríe ni se canse el patriarca, porque este fue un matrimonio de apuro y de puro presente que es vulnerable a cambios de viento y que no deja herencia
Nos salvamos de una buena, amigos: el rey advirtió a los súbditos extranjeros que si no votaban a su favorito el reino entero volaría por los aires, el príncipe del Tesoro intervino nuestra triste moneda, la JP Morgan hizo una fiesta de disfraces en Buenos Aires con inversionistas potenciales y los diplomáticos tejieron un acuerdo bilateral que quizá implique el despegue definitivo de nuestra vieja patria adolescente. Desarrollo por invitación, como dijo famosamente Andrés Malamud. Quién sabe cómo y cuánto saldrá esta boda, pero mantengamos abierto un razonable optimismo y también una dulce incredulidad en las vísperas navideñas, cuando Papá Noel promete llenarnos de regalos. La boda es un rito, pero la pareja es un largo y sinuoso camino que baja y se pierde, a veces sembrado de sorpresas y de espinas. Lo cierto es que los economistas más serios, aquellos que detectan inconsistencias en el business plan argento, ya no pueden denunciarlas a viva voz, puesto que temen encontrarse con una respuesta nueva que clausura cualquier argumento técnico: si algo eventualmente no cierra o llega a faltar, el magnate enviará otro cheque de última instancia y todo se arreglará como por arte de magia. Eso acalla cualquier objeción de cualquier contador, porque el negocio queda así inscripto en un holding más amplio y sostenido por una nueva e ilimitada billetera familiar: los fallos advertidos, de esa manera, ya no serían preocupantes. Este mínimo hecho muestra de por sí la dimensión que representa esta asociación a refrendar con Washington: un hito histórico. Eso sí, que no se resfríe ni se canse el patriarca, porque este fue un matrimonio de apuro y de puro presente que es vulnerable a cambios de viento y que no deja herencia. Ojalá, además, que nuestro inefable ministro de Economía use el tiempo comprado para estabilizar de verdad y blindar las cajas ante cualquier crisis, no vaya a ser cosa que vengan el año próximo encuestas negativas de los comicios de medio término en Estados Unidos y renazcan aquí corridas justificadas en el “riesgo Donald”. El riesgo de perder esos comicios ante los “comunistas” y que el gran benefactor se transforme así en pato rengo.
Ojalá que nuestro inefable ministro de Economía use el tiempo comprado para estabilizar de verdad y blindar las cajas ante cualquier crisis
Guido Di Tella, el canciller de Carlos Menem, se arrepintió hacia al final de su vida de su ocurrencia sobre “las relaciones carnales” –concepto que una vez le fue mal traducido a Madeleine Albright y le provocó estupor y risa nerviosa–, pero quedará igualmente en los anales de la historia nacional. Di Tella quería contraponer las “relaciones platónicas” de antes, con las “carnales” de los años 90; una comparación justa sería que ese era entonces un noviazgo con derecho a roce entre la Casa Rosada y la Casa Blanca, y que esta es una relación con arroz, libreta roja y cama adentro. Estamos viviendo un revival noventista y una re-menemización de la administración Milei. Cuando se habla del poder absoluto del karinismo –por su hermana Karina– se está aludiendo en esencia a Lule y Martín Menem, y a una praxis que se aleja de los libertarios puros y rígidos, y se acerca a aquella experiencia histórica más plástica, que parió a su tiempo la convertibilidad y que formaba parte de la cultura peronista. Este neomenemismo es, en cambio, una nave para el caudaloso, variopinto e inarticulado movimiento antikirchnerista, pero con otra originalidad: le exige ahora a su capitán un notable esfuerzo para no ofender a la tripulación ni asustar o dispersar al pasaje, y para poner proa a una época de intenso acuerdismo que garantice gobernabilidad y transformaciones. El último mandato de las urnas, así desplegado, muestra la metamorfosis del proyecto mileísta y modifica de raíz su gen anticasta y antisistema. Milei emergió de las elecciones de este año con esa novedosa directriz popular, y esta conecta por azar o pragmatismo con las órdenes norteamericanas –anudarás alianzas, sacarás reformas–, y resulta contradictoria con la anterior, que era sectaria y agresiva. La “batalla cultural” de las desplazadas Fuerzas del Cielo no sirven más que para dar charlas internacionales bien rentadas y complacer el oído de la Nueva Derecha, aunque en el territorio es peligrosa y piantavotos para alguien que tiene hoy el incentivo de no hacer olas ni producir otra división que la planteada en esta final de campeones: entre Kirchnerismo y Resto del Mundo. Los “troskos de derecha” prefieren un populismo del Tea Party a un “peronista” liberal que luche contra el peronismo y absorba a la casta. Pero los hermanos Milei parecen más propensos a jugar esta baza con la perspectiva de quedarse con todo. Y pueden hacerlo, si el acuerdo con Tío Sam no agrava la economía real, que sigue maltrecha y que fue, a la postre, el talón de Aquiles de los “dorados años noventa”.
