Mi padre tenía una caja de madera con un juego de ajedrez. Me gustaba ver cuando la abría y meter mi nariz adentro: el olor de la madera, el interior con el pañolenci verde y cada una de las piezas encastradas en su lugar. Me gustaba ver cómo las agarraba e iba colocando cada una en su lugar, con sus bases de felpa.
Alguna vez me sentó frente al tablero y con paciencia me explicó cómo movía cada una de las piezas. Lo vi jugar horas en silencio con algún amigo y poner en práctica lo que leía en sus libros sobre el tema. Era bueno. Hasta algunos años antes de partir siguió jugando en la computadora. Si bien aprendí los movimientos, nunca me interesé por el juego.
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Me parecía mucho más fascinante que hubiese reyes y reinas y torres y caballos, aunque me molestaba que guardasen tan poca semejanza a un rey o a una reina de verdad. Al menos los caballos tenían esos cuellos curvos y estilizados y algo parecido a unas crines detrás. O las torres, alejadas, cada una en su lateral, estaban terminadas en almenas dentadas. Yo imaginaba que Rapunzel podía vivir en una de ellas, pero todo me parecía insuficiente.
En un pueblo de la India de nombre Amritstar, en un mercado callejero, entre alfombras, objetos variados y el perfume del chai que sirven en cacharros de barro horneado, se apilan los troncos que un grupo de artesanos tallan cuidadosamente hasta convertir en piezas de ajedrez. Lo han estado haciendo por generaciones, justamente en el país en el que se movieron las piezas de las primeras versiones de este juego hace más de 1500 años. Su origen más aceptado se encuentra alrededor del siglo VI, y se jugaba una forma primitiva llamada chaturanga, que luego se difundió hacia Persia, donde se conoció como shatranj, y luego se expandió al mundo islámico y a Europa a través de España y el norte de África.
Estos artesanos hacen piezas para coleccionistas. Cada uno se especializa en un tipo de pieza: están los que hacen peones, los que hacen alfiles y los más buscados, aquellos que dan forma al caballo, que requiere más oficio para tallar.
En la Europa medieval el ajedrez fue adaptado gradualmente a las formas más similares a las que conocemos hoy. Los juegos anteriores, por ejemplo, no incluían una reina. La pieza equivalente se llamaba originalmente “consejero” y solía ser una de las más débiles del ajedrez. La reina, tal como se la conoce hoy, no se desarrolló hasta el siglo XV en España y fue cobijada bajo el nombre Ajedrez de Reina.
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Las Piezas de Lewis son un conjunto de setenta y ocho piezas de ajedrez, catorce tableros y una hebilla de bolsa, de la época medieval, que fueron encontradas en la isla de Lewis, en Escocia (aunque no queda claro cómo llegaron allí). Actualmente se encuentran en el Museo Británico de Londres y se cree que fueron talladas en Trondheim, al oeste de Noruega, entre los años 1150 y 1200. El hecho de que estén hechas de marfil de morsas y dientes de cachalote reafirma la teoría, ya que era un material popular en la zona por su comercio con Groenlandia. Si uno las mira con detenimiento, los caballeros están montados en sus caballos y armados con escudos, los alfiles vestidos con sus tradicionales trajes de obispo y las torres son guardianes dispuestos a defender el reino con lanzas y escudos. El rey y la reina tienen caras largas, la reina parece particularmente preocupada con su mano al costado de la cara. ¿No sabrá que es la pieza más versátil del tablero?
Estas “Piezas de Lewis” son una gran atracción del museo y han tenido cameos en la película Harry Potter y la piedra filosofal, en novelas gráficas de manga y hasta en una escultura de Lego hecha con 90.000 ladrillitos.
Me hubiese gustado mucho mostrárselas a mi padre. Nos hubiésemos reído con la cara de la reina y maravillado con el cuidado con el que habían tallado el resto de las piezas. ¡Tal cual las soñaba en mi infancia! Pero tuve mi consuelo.
Por supuesto, mi padre, que fue el gran responsable de mi frondosa imaginación, en algún momento se entregó a mis quejas sobre la poca espectacularidad del tablero y me dibujó una a una las piezas según la descripción detallada que le fui haciendo en su momento. La reina debía tener además de su corona y un bonito vestido y capa, un largo velo que flotase etéreo en al aire, dejando una suerte de halo misterioso mientras se movía con total libertad por el tablero. Feminista temprana, nunca me llamó la atención que fuese la más poderosa y versátil.
Los pobres peones debían al menos tener rostros y algún arma. Me enfurecían esas cabecitas redondas sin manos, sin caras y su talla más pequeña. En el dibujo que me hizo mi papá tenían caras y podían hablar. Me encantaría haber guardado ese dibujo. Cada pieza estaba en su posición con flechitas explicando sus posibilidades de movimiento. Con esto hizo un último intento por despertar mi entusiasmo por el juego, algo que nunca sucedió. Sin embargo, despertó mi imaginación, y en ese tablero me muevo bien. Una reina.