Durante siglos, la homosexualidad ha sido una realidad asociada con lo inmoral, lo patológico o lo delictivo. No siempre, por supuesto. Cuanto más atrás vayamos en la historia, encontraremos que las expresiones diversas de la sexualidad eran parte del panorama de las sociedades. Desde el homoerotismo en el arte mesolítico en la cueva de Addaura, hasta las expresiones de afecto homoerótico en las antiguas civilizaciones de Medio Oriente y el mundo grecorromano, confirman que la sexualidad siempre fue un campo de expresiones diversas. El panorama empezó a cambiar desde que el cristianismo se convirtió en el núcleo ideológico y moral de la civilización occidental. A fines del siglo IV, un mismo gobernante, el emperador Teodosio, proclamó al cristianismo como religión oficial del Imperio romano y promulgó las primeras leyes que criminalizaban la “sodomía”, término de origen religioso y que luego se adaptó al lenguaje legal para referirse a las sexualidades disidentes. Desde entonces, la diversidad sexual quedó enmarcada en una trilogía semántica de la opresión: como pecado, delito y enfermedad.
En el imaginario medieval, el concepto de “sodomía” expresaba tanto la condena religiosa como la sanción jurídica hacia las prácticas sexuales consideradas fuera del marco de lo normal o lo natural. Se construyó así la noción del “sexo contranatura”. Sobre esa base se construyeron los imaginarios homofóbicos que concebían al homosexual o la lesbiana como un monstruo, como un pervertidor de las leyes esenciales de la naturaleza humana, que se asumía como creada por Dios. Desde dicho fundamento ideológico se construyó el aparato jurídico que durante siglos dejó fuera de la ley a millones de personas cuyo único delito era amar distinto.
A la religión y el derecho, luego se unió la ciencia. Desde el siglo XVIII se dio un proceso de patologización progresiva del sujeto homosexual. Fue un psiquiatra, el alemán Richard von Krafft-Ebing, quien en 1886 incluyó a la homosexualidad dentro de la categoría de perversiones sexuales. Como una psicopatía más. Este discurso médico influyó notablemente en las normas legales que criminalizaron la práctica de la homosexualidad en Europa y América.
El temor a la condena religiosa, la sanción legal o la patologización se tradujo en el silenciamiento y la invisibilización. Las personas con afectos “problemáticos” tuvieron que esconderse o camuflarse para sobrevivir. El ingreso al clóset fue una decisión para la supervivencia.
Desde el siglo XX, sin embargo, la situación empezó a cambiar. En 1990, la OMS retiró a la homosexualidad de su lista de enfermedades, mientras que las leyes en muchos países han virado de la criminalización a la lucha contra la discriminación. Al 2025, en 38 países el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal, y en muchos otros se han dado avances significativos hacia la igualdad. A pesar de ello, en todavía 7 la homosexualidad es castigada con la pena de muerte, y en muchos otros la ley sigue discriminando a la población LGBT. Con el auge del populismo conservador, incluso en los países donde parecía que la igualdad ya era indiscutible, la incertidumbre y el temor vuelven a acechar a las personas LGBT. En muchos casos, particularmente en América, la religión acompaña esta ola conservadora. Pero, ¿realmente la religión, específicamente el cristianismo, es intrínsecamente homofóbica? ¿Es la religión el último bastión de la homofobia?
Aunque para muchos pareciera que sí, en realidad el escenario es mucho más diverso. Cada vez más iglesias cristianas se abren a la inclusión a las personas de la diversidad sexual. Grandes denominaciones anglicanas, luteranas, presbiterianas o metodistas en Europa o Norteamérica ya reconocen la ordenación a pastores LGBT o bendicen a parejas del mismo sexo. En el catolicismo, el pontificado del papa Francisco significó cambios históricos en la actitud pastoral hacia la diversidad sexual, aunque sin cambiar el dogma de la Iglesia. Ningún romano pontífice antes que él se había acercado de manera más empática y compasiva hacia las personas LGBT.
Es cierto que la mayoría del cristianismo, en particular en Latinoamérica, se resiste a cambiar, no siempre por una homofobia consciente, sino principalmente por temor. Temen traicionar su propia fe o contribuir al deterioro de los fundamentos morales del mundo tal como ellos idealmente lo conciben. Ante el dilema que implica cambiar o no, tal vez convenga recordar la esencia misma de la fe cristiana, la que su fundador enseñó: el amor como paradigma de las relaciones humanas. Como dice el apóstol Juan, “en el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor” (1 Juan 1:18). Efectivamente, no solo en la religión, el temor es un sentimiento que contiene el cambio o que genera el odio. El amor, en cambio, estimula lo mejor del ser humano. Si en algo coinciden las grandes religiones es en la búsqueda del bien, en la aspiración a ser mejores personas. Tal vez desde esos paradigmas las iglesias puedan encontrar caminos para repensar su lugar en sociedades donde la diversidad sexual ya es parte legítima del panorama de lo humano.