A las obras del vienés Arthur Schnitzler (1862-1931)no solo les prestó atención Sigmund Freud –que lo tenía como un doble literario debido a sus tramas de interés psicosexual–, sino también un cineasta como Stanley Kubrick, que se basó en su Traumnovelle (Relato soñado) para Eyes Wide Shut.
El formato preferido de Schnitzler era la nouvelle y La señorita Else (1924) ha tenido más de una adaptación cinematográfica; entre otras, una famosa versión argentina, El ángel desnudo.
La narración consiste en un monólogo interno, un fluir de la conciencia imparable puntuado por una sucesión de diálogos, que el texto destaca en itálicas para contrastarlos. La trama permite entender el encanto –con sus toques de erotismo, pero a la vez inmisericorde– con el que el escritor se dedicó a diseccionar la hipocresía de la sociedad austrohúngara. La muy joven Else se encuentra de vacaciones en un refinado hotel de montaña –acompañada de su tía y un primo, y rodeada de relumbrones de la sociedad adinerada– cuando recibe una carta de la madre donde le anuncia que el padre está a punto de ir a la cárcel por deudas. La única manera de salvarlo es que interceda con un amigo del progenitor, Dorsday, que se encuentra en el hotel, para un préstamo inmediato. Lostitubeos de Elsa intuyen que esa mediación puede conllevar riesgos de otro orden. La escena cumbre es memorable y muy conocida –pueden obviarse aquí sus detalles–, pero son sobre todo las frases breves y sincopadas las que le dan a La señorita Else ese tono que no envejece.
La señorita Else
Por Arthur Schnitzler
Ediciones Invisibles. Trad.: Clara Formosa Plans
140 páginas, $ 20.500